Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Como teoría tiene fuste y atractivo, pero si resulta cierta andamos jodidos del todo.
—¿Por qué?
—¿Cómo podemos hacer aflorar una cosa así? ¿Por dónde encauzar la investigación?
—Bueno, tenemos abierto un frente en la búsqueda de ese matón.
—Olvídese, ese puto confidente ni siquiera me ha llamado.
—Tranquilícese, inspectora, un buen confidente necesita tiempo cuando va tras un dato. Aunque sea para decirle que no ha conseguido nada, la llamará; siempre les interesa quedar bien con la policía. Es más, yo diría que el hecho de que aún no la haya llamado es una buena señal.
—Si usted lo dice...
—Bueno, y ahora le toca hablar a usted.
—¿Qué quiere saber?
—¿Por qué está de mal humor?
—¡Ah!, ¿eso? Da igual. Sólo me estoy arrepintiendo de haber sido grosera con una chica que me ayudó.
—¿Uno de sus ramalazos?
—¿Cree que los ramalazos forman parte de mi carácter?
—Creo que sí.
—¡Vaya, yo creía que era una mujer amable y equilibrada!
—También lo es. Podría decirse que es usted equilibrada con ramalazos intermitentes, arrepentimientos posteriores y algunas caídas en la depresión.
—No siga, para animarme ya tengo suficiente.
—Bien, en ese caso, vámonos a cenar. Mañana ya veremos qué pasa con estos tres famosillos puteados.
—Yo me largo a dormir, estoy cansada.
—No tendré más remedio que irme solo. ¡Un paleto de provincias en la capital!
—Por cierto, avise a comisaría de que nos quedaremos, como mínimo un día más. Interrogar a esos tres pájaros puede llevarnos tiempo.
—Muy bien, inspectora, que descanse.
Me levanté y lo dejé allí, feliz, disfrutando de su whisky en aquel salón, como si fuera Hércules Poirot en el Pera-Palace.
Subí a mi habitación y me desnudé para darme una ducha. Envuelta en la toalla telefoneé a mi casa. Amanda enseguida se puso.
—Amanda, ¿cómo estás? Créeme que lo siento en el alma, pero no voy a poder volver hasta al menos pasado mañana, las cosas se me han complicado y...
—No te preocupes, querida, estoy pasándolo muy bien. Por cierto, yo también quería decirte que... esta noche salgo a cenar con un colega tuyo.
—¿Cómo dices?
—Sí, con el inspector Moliner. ¡Es muy simpático! Ayer por la tarde vino a casa, quería hablar contigo de un asunto del servicio. Le dije que estabas en Madrid y lo invité a un café. Estuvimos charlando, total que al final hemos quedado hoy para cenar.
—Amanda, ¿tú sabes que ese hombre está separándose de su mujer?
—¡Sí!, ¿no es una coincidencia encantadora?
—¡Cojonuda!, sólo que no es una coincidencia.
—No te entiendo.
—Amanda, tú ya eres mayorcita y sabes qué pasa con los hombres en proceso de separación.
—¿Estás previniéndome sobre una seducción a la desesperada, es eso lo que dices?
—Bueno, Amanda, no sé, yo...
—¡No me lo puedo creer, Petra! ¿Tú dándome consejos? ¿Qué es lo que temes, que me enamore como una imbécil de él, que me viole?
—Sólo pretendía ponerte en antecedentes de la situación.
—¡Naturalmente!, los tíos despechados se cogen a un clavo ardiendo para subirse la moral, y las tías tres cuartos de lo mismo. Oye, Petra, hazme un favor: ¡olvídate de mí! ¡Ah y, por cierto, esta noche cuando te acuestes pregúntate si de verdad eres tan liberada y progresista como has creído siempre!
—Estamos diciendo gilipolleces, Amanda.
—Sí, sobre todo tú. Perdona, tengo que dejarte, me espera el Burlador de Sevilla para cenar.
Colgó. Colgué yo también. Me contemplé en la luna del espejo. Una antigua progresista envuelta en una toalla empeñada en ser servidora de la moralidad allá por donde pasa. Eso es lo que vi. Después me metí en la ducha, convencida de que una de las soluciones para mi vida era resbalar fatalmente con el jabón.
No todos los mitos, un tanto astrosos, que Garzón recordaba de los años cincuenta iban a estar presentes en nuestra investigación madrileña, pero con aquel plantel de sospechosos —marqueses, tonadilleras y chicas bien— sí tenía esperanza de poder ofrecerle alguno bastante enmohecido y decadente.
La bailaora no estaba en casa. Su vecina nos dio sin ningún problema la dirección donde la encontraríamos, la cual según dijo, pertenecía a su lugar de trabajo. Confié en que correspondiera a algún tablao flamenco, por muy cutre que fuera, de modo que el subinspector pudiera trasladarse mentalmente al universo de
La condesa descalza
. Pero el alma de la gran Ava no se paseaba aún por Madrid. En vez de batas de cola y ojos sombreados de oscuro, lo único que encontramos en aquella dirección fue unos almacenes de ropa de deporte. En la sección de aerobic, rodeada de mallas, zapatillas y maillots, se hallaba la hermosa Beatriz del Peral cuyo nombre auténtico, ¡oh desesperación!, era Josefina García. Era hermosa, eso sí, tanto que no me costó imaginar que un financiero se enamorara de ella. Delgada, teñida de rubio peleón, con los rasgos finos y la espetera altiva, lucía un uniforme de dependienta que no conseguía enturbiar sus encantos. Nos recibió con bastante mal humor y ninguna sorpresa, por lo que deduje que su amable vecina le había pasado una llamada avisándola de nuestra visita inminente.
No nos dejó hablar. Se encaró con Garzón, a quien por sexo y edad atribuyó la condición de jefe, y le soltó como una ametralladora:
—Aquí no, por favor. ¿O es que quieren que pierda también este trabajo de mierda?
El subinspector me miró con la indefensión de un niño. Asentí, no tenía ganas de follones suplementarios.
—Salgo dentro de hora y media. Espérenme en el bar de enfrente, no me voy a fugar.
Obedecimos en aras de la coexistencia pacífica con el sospechoso. Un par de cervezas heladas tampoco nos vendrían mal. Tenían una primavera calurosa en Madrid. Garzón sudaba como Louis Armstrong aferrado a su trompeta.
—¿Qué le parece? —preguntó, y añadió sacando del vaso el bigote perlado de espuma—. En principio no parece alguien que tenga sus ahorros preparados para pagar a un matón.
—No se fíe demasiado. Puede tener un amante rico que le haya prestado dinero para vengarse.
—¿Con un amante rico trabaja ahí?
—Los amantes ya no son lo que eran, Garzón, eso de retirar a la querida del mundo laboral creo que está de capa caída. Una cena de vez en cuando en el Ritz es suficiente. Como no desgrava...
—Entonces hasta yo podría permitírmelo.
—¿Puedo hacerle una pregunta personal?
—Adelante.
—¿Cómo lo soluciona usted?
—¿Cómo soluciono, qué?
—El problema del sexo y la emotividad. Nunca me comenta nada.
Me miró deseándome la rueda de molino para que me tiraran al mar.
—Sinceramente, inspectora, nunca pensé que se atreviera a preguntarme una cosa así. Es impropio de usted.
—¿Lo he escandalizado?
—Sí.
—No comprendo por qué.
—En primer lugar es usted una mujer, espero que no se le haya olvidado. Y, además, es usted mi superior, eso estoy seguro de que no se le ha olvidado. De modo que...
—Sí, perdóneme, lleva usted razón, ha sido una vulgaridad. Es que estoy un poco nerviosa con las cuestiones sentimentales. ¿Sabe que mi hermana parece estar saliendo con Moliner?
—¿El inspector Moliner?
—Sí, ambos están en proceso de separación. No sé qué puede pasar.
—No lo veo tan alarmante.
—Mi hermana ha sido una mujer muy preservada de las realidades de la vida.
—Bueno, a lo mejor le viene bien echar una cana al aire.
—Pero dudo que Moliner sea la persona ideal para peinarse canas mano a mano.
—¿Sabe por qué dice eso?, porque el inspector es policía también, y usted no tiene buen concepto de la policía, Petra, siempre lo he sabido.
—Nunca se tiene buen concepto de lo que se conoce bien.
—Me permito la libertad de decirle que es usted una mujer muy contradictoria.
—No más que el resto de los humanos.
—Discrepo, usted lo es mucho más que la media. Es feminista y le preocupa que su hermana ligue un poco. Es policía y cree que todos los policías somos gente de poco fiar. Y le aseguro que podría continuar con otros ejemplos.
—No se canse, seguro que acertaría al ciento por ciento. Pero una cosa téngala por cierta: no soy feminista. Si lo fuera no trabajaría como policía, ni viviría aún en este país, ni me hubiera casado dos veces, ni siquiera saldría a la calle, fíjese lo que le digo.
Vi que se quedaba callado y que sus ojos se perdían a mi espalda. Me volví y llegué a tiempo de observar cómo Josefina García se acercaba hasta nosotros. Su atuendo no era muy folklórico ni difería demasiado del de cualquier ama de casa. Sólo sus zapatos rojos de tacón alto y el color arrebatado de su pelo la retrotraían a sus días de Beatriz del Peral.
Ni siquiera nos dio las gracias por no haberla interrogado en la tienda. Pidió una cerveza y se sentó junto a nosotros. Le pregunté por su coartada del día de autos, sin mediar más preámbulos.
—Trabajé como siempre y luego me fui a casa.
—¿Vive usted sola?
—No. Hace dos meses que me casé. Mi marido es agente de seguros y se gana bien la vida; de modo que se acabó la época de la farándula, ¿estamos?
Garzón la interrogó con toda frialdad.
—Hace tres meses tenía usted otro novio, ¿cómo ha pasado tan rápido a casarse con su actual marido?
—Era mi novio de toda la vida, y también estuve a punto de perderlo. Un poco más y ese cabrón de Valdés me destroza por completo. Pero yo no lo maté, ¿comprenden? No ando por el mundo matando a quien me perjudica, ya me hubiera cargado a unos cuantos. De todas maneras, puedo decirles que cuando me enteré de que lo habían liquidado me bebí una botella de champán. ¡Y no fui yo la única!
—¿Su marido ha tenido algún asunto con la justicia?
El odio burbujeó en sus ojos cuando me contestó.
—Miren, dejen ya de joderme. Con toda la movida que tuvimos, mi marido ahora está celoso y van a tener que pasar muchos años hasta que me perdone lo que le hice. De modo que sólo faltaría que empezaran a tocarle las pelotas. Busquen por donde deben y no molesten a la gente honrada.
—¿Dónde debemos buscar?
—Se decía que Valdés tenía asuntos de mucho dinero, asuntos no muy claros, según tengo entendido.
—¿Qué asuntos?
—¿Cree que si lo hubiera sabido no me hubiera dado prisa en sacarlos a relucir? Por desgracia, no sé nada.
—¿Quién le comentó sobre esos asuntos?
—¡Bah, eran rumores que se oían aquí y allá! Decían que Valdés hacía viajes a Suiza para meter pasta en una cuenta... pero nadie tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Era un tío muy listo.
Intenté borrar su animadversión mirándola con fijeza y una media sonrisa.
—Josefina, usted sabe que no saca ninguna ventaja de que el asesino de Valdés quede suelto, ¿verdad?
—Desde luego que lo sé. Al contrario, me gustaría que lo cogieran porque seguro que el cabrón de Valdés tenía tratos con él. Pero no sé más, se lo juro por Dios.
Ya nos disponíamos a replegar velas cuando Garzón tuvo una iluminación repentina.
—Los asuntos de los que oyó rumores, ¿pasaban en Barcelona o en Madrid?
Beatriz del Peral se quedó absorta un momento y contestó sin dudas:
—En Madrid. La gente decía que los chollos los tenía aquí mismo.
—Bien, díganos cómo se llama su esposo.
Para que no se plantearan nuevos problemas, precisé la exigencia de Garzón.
—Haremos la comprobación de sus antecedentes y ya está. Él no se enterará de nada. Le prometo que los dejaremos tranquilos.
Miró hacia la puerta de la tienda.
—Fíjense, ahí está mi marido. Viene todos los días a buscarme. Exigió que si volvía con él teníamos que casarnos enseguida, pero eso no ha disminuido sus celos. Me tiene fichada las veinticuatro horas. Ahora tendré que explicarle por qué estaba en el bar. A lo mejor hasta los ha visto a ustedes.
—Dígale que soy una amiga de su etapa anterior. —Me compadecí. Hizo un gesto entre despectivo y doloroso.
—¿De verdad? Usted sabe perfectamente que nadie se tragaría eso. Está claro que usted y yo nunca podríamos haber sido amigas, no somos de la misma clase social, y eso se nota en todo. Le aseguro que ésa es una lección que sí he aprendido, inspectora.
Sonrió con amargura.
—Mi marido se llama Lorenzo Álvarez Bailen. Que tengan un buen día.
Salió. La vimos cruzar la calle y enlazarse al brazo de un hombre joven. Se alejaron hablando con intensidad. Supuse que él estaba sometiéndola a un interrogatorio más exhaustivo que el nuestro. Me invadió la tristeza. Intenté convertirla en ira hablando con Garzón.
—¿Ve, Fermín, ve por qué no soy feminista? Si fuera feminista saldría a la calle y le daría una somanta al tipo ese. Y a ella también por pensar que el matrimonio, sea con quien sea, es su única solución. Y a Valdés volvería a matarlo por lo que hizo. Tampoco me olvidaría de darle unas leches al imbécil de financiero que quiso comprarla como una oveja. Para acabar les pondría una bomba a todos los que ven el programa de Valdés y a los que compran las revistas de cotilleo.
El subinspector pagaba las copas distraídamente. No se inmutó demasiado.
—Vale, vale, inspectora. Enrólese usted en el Ejército de Salvación Feminista y cuando me toque a mí el paredón, recuerde que éramos amigos.
—A usted lo fusilaría primero.
Se echó a reír como un bajo de ópera, encantado con poder embromarme un poco. Luego se acordó de repente:
—He oído su móvil cuando estábamos con esa chica. ¿No mira quién era?
Lo saqué del bolso y rescaté el mensaje. Miré al subinspector con cara seria.
—¿Vuelve usted conmigo a Barcelona o se queda aquí?
—¿Qué coño ha pasado?
—El confidente me espera esta tarde a las cinco en El Velódromo. Tiene datos que quiere pasarme.
—Bien. Me largo con usted e iré consultando si ese Lorenzo Álvarez tiene antecedentes. Según lo que le diga el confidente a lo mejor no tenemos que volver.
—Pues dése prisa. Ese cabrón de confidente no me ha dado opción a variarle la cita. ¿Quién se creen que son los confidentes, el mismísimo Dios? Volvamos al jodido puente aéreo, Fermín. No da tiempo ni a pasar por el hotel.