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Authors: Hal Clement

Tags: #Ciencia Ficción

Misión de gravedad (17 page)

BOOK: Misión de gravedad
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Las máquinas volantes aparecieron cuando la nave acababa de entrar en el tramo donde las paredes del río eran mas empinadas, poco antes de desembocar en el lago. Karondrasee las vió primero; en ese momento se encontraba a bordo, preparando comida mientras los demás jalaban, y estaba más atento que sus compañeros. Su ronquido de alarma sobresaltó a terrícolas y mesklinitas, pero los primeros no pudieron ver a los visitantes porque el visor no estaba apuntado hacia el cielo.

Barlennan los vio con toda claridad. Eran ocho planeadores viajando en estrecha cercanía, aunque no en formación cerrada. Se acercaron montados en las corrientes del valle hasta casi sobrevolar la nave; luego cambiaron de rumbo para pasar frente al Bree. Mientras giraban en lo alto, cada uno soltó un objeto, viró y regresó hacia el viento para recobrar altura.

Los objetos eran muy nítidos; los marineros vieron que eran lanzas, muy parecidas a las de los moradores del río, pero con puntas más gruesas. Por un instante, el viejo terror a los objetos en caída amenazó con sumirlos en la histeria; pero entonces vieron que los proyectiles no les alcanzarían, sino que caerían a cierta distancia. Segundos después, los planeadores regresaron, y los marineros se amilanaron temiendo que hubieran mejorado la puntería; sin embargo, las lanzas cayeron en el mismo lugar. A la tercera pasada, fue evidente que la puntería era deliberada; y pronto se evidencio el propósito. Cada proyectil había caído en el angosto arroyo, penetrando en el firme suelo de arcilla; al final de la tercera pasada, dos docenas de estacas formadas por el asta de las lanzas impedían que la nave avanzara corriente abajo.

Cuando el Bree se aproximó a la barricada, el bombardeo cesó. Barlennan pensó que continuarían para impedir que se acercaran y eliminaran el obstáculo, pero al llegar comprendieron que no era necesario. No podrían arrancar esas lanzas; las habían arrojado desde treinta metros de altura con magnífica puntería en un campo de siete gravedades, y nada, salvo una potente maquinaria, podría extraerlas. Terblannen y Hars lo demostraron en cinco minutos de infructuosos esfuerzos.

—¿No podéis cortarlas? —preguntó Lackland desde su distante punto de observación—. Sé que vuestras pinzas son muy potentes.

—Esto es madera, no metal —respondió Barlennan—. Necesitaríamos una de vuestras sierras de metal duro, que según dices cortaría incluso nuestra madera, a menos que tengáis alguna máquina para extraerlas.

—Debéis tener herramientas capaces de cortarlas. ¿Cómo hacéis reparaciones en el barco? Las balsas no tenían originalmente esa forma.

—Nuestras herramientas de corte están construidas con dientes de animales puestos en bastidores fuertes, y la mayoría no son muy portátiles. Utilizaremos las que tengamos, pero dudo que nos den tiempo para lograr mucho.

—Pensé que podríais ahuyentar a los atacantes con el fuego.

—Podemos, si vienen con el viento en contra. Pero no creo que sean tan estúpidos.

Lackland guardó silencio, mientras la tripulación se ponía a trabajar en las estacas con las herramientas filosas que pudo hallar. Los cuchillos personales eran de madera dura y no tallaban una muesca en las lanzas, pero, como había dicho Barlennan, había algunas herramientas de hueso y marfil, y con ellas empezaron a aserrar la durísima madera. Los tripulantes que no tenían herramientas intentaron excavar; se turnaron para hundirse hasta el fondo del arroyo, aflojar la arcilla y dejar que las partículas se disolvieran en la perezosa corriente. Dondragmer los observó por un tiempo; luego señaló que cavar un canal que sorteara el obstáculo quizá fuera más fácil que arrancar dos docenas de estacas de una profundidad de un metro. Los tripulantes que no tenían herramientas para cortar siguieron esta sugerencia, y la obra avanzó a notable velocidad.

Entretanto, los planeadores seguían sobrevolando; al parecer se habían quedado toda la noche, o quizás otros los habían reemplazado durante los minutos de oscuridad. Barlennan vigilaba las colinas de ambos lados del río, esperando que en cualquier momento aparecieran efectivos terrestres; pero, durante largo tiempo, sus tripulantes y los planeadores fueron los únicos elementos móviles de la escena. Los pilotos de los planeadores permanecían invisibles; nadie podía averiguar cuántas criaturas iban a bordo de las máquinas, ni cómo eran, pero tanto los humanos como los mesklinitas habían llegado a la conclusión de que pertenecían a la raza de Barlennan. No parecían preocupados por las excavaciones, pero al final fue manifiesto que habían reparado en aquella tarea. Los marineros estaban terminando, cuando otra serie de bombardeos sembró de estacas el nuevo canal. Como antes, los pilotos procuraron no herir a ninguno de los navegantes. La acción, sin embargo, fue tan exasperante como un agravio personal; la tarea de cavar era obviamente inútil, pues un trabajo de días se podía malograr en pocos minutos. Debían proceder de otro modo.

Siguiendo el consejo del terrícola, Barlennan había ordenado a sus hombres que no formaran grupos numerosos; pero ahora los condujo hacia la nave, formando un cordón paralelo a la hilera de balsas en ambos lados del río. Los hombres estaban tan espaciados que no había ningún blanco tentador desde arriba, pero tan próximos como para ayudarse unos a otros en caso de ataque. Allí se quedaron; Barlennan deseaba dejar en claro que el próximo paso correspondía a los pilotos de los planeadores. Sin embargo, éstos no hicieron nada durante días.

Luego, una docena de aquellas frágiles naves apareció a lo lejos, los sobrevoló, se dividió en dos grupos y aterrizó en las cumbres de ambos lados de la nave aprisionada. Los aterrizajes se efectuaron penetrando en el viento, tal como habían predicho los Voladores; las máquinas frenaron a pocos metros del punto de contacto. Cuatro seres salieron de cada una, brincaron a las alas y se apresuraron a sujetar los planeadores, utilizando los arbustos locales a modo de anclas. Lo que todos habían supuesto, ahora quedaba demostrado; eran idénticos en forma, tamaño y color a los marineros del Bree.

Una vez amarrados los planeadores, los tripulantes procedieron a instalar una estructura desarmable contra el viento y la sujetaron con cuerdas equipadas con garfios. Parecían medir atentamente la distancia entre esta estructura y el planeador más próximo. Solo una vez concluida esta tarea prestaron atención al Bree y sus tripulantes. Un gemido prolongado que resonó de colina en colina sirvió coma señal de que la faena estaba terminada.

Los tripulantes de los planeadores de sotavento empezaron a descender por la cuesta. No brincaban, como habían hecho al aterrizar, sino que reptaban como orugas, recurriendo al único modo de locomoción que la gente de Barlennan había conocido antes de su expedición al Borde. A pesar de ello, avanzaron a buena velocidad y estuvieron a razonable distancia para arrojar proyectiles —como temían los marineros más pesimistas— al caer el sol. En ese punto se detuvieron y aguardaron a que pasara la noche; las lunas brindaban luz suficiente para que ambos bandos se cerciorasen de que los demás no hacían nada sospechoso. Con el amanecer, el avance se reinició, y eventualmente terminó con uno de los recién llegados a solo un metro del marinero más próximo, mientras sus compañeros esperaban a poca distancia. Ninguno de ellos parecía armado, y Barlennan les salió al encuentro, ordenando a dos marineros que apuntaran uno de los visores hacia el lugar de reunión.

El piloto del planeador, sin perder tiempo, comenzó a hablar en cuanto tuvo a Barlennan delante. El capitán no entendía una palabra. Al cabo de unas frases, el portavoz pareció darse cuenta, se interrumpió y continuó mas despacio, en lo que Barlennan dedujo que era otro idioma. Para ahorrar el tiempo que consumiría una búsqueda a tientas entre los idiomas conocidos por su interlocutor, Barlennan indicó verbalmente su falta de comprensión. El otro cambió de idioma una vez mas, y el sorprendido Barlennan oyó su propia lengua, hablada con lentitud y torpeza, pero de forma muy comprensible.

—Hace tiempo que no oigo hablar tu idioma —dijo el otro—. Confío en ser comprendido al utilizarlo. ¿Me sigues?

—Te entiendo perfectamente —replicó Barlennan.

—Bien. Yo soy Reejaaren, lingüista de Marreni, que es Oficial de los Puertos Exteriores. Se me ordenó averiguar quiénes sois y cuál es vuestra procedencia y propósito al navegar por los mares que rodean estas islas.

—Realizamos un viaje para comerciar, sin destino específico. —Barlennan no tenía intención de hablar de su relación con criaturas de otro mundo—. Ignorábamos la existencia de estas islas. Simplemente, nos alejábamos del Borde, pues ya estuvimos allí tiempo suficiente. Sí deseáis comerciar con nosotros, estamos dispuestos; de lo contrarío, solo pedimos que se nos permita continuar el viaje.

—Nuestras naves y planeadores trafican en estos mares. Nunca hemos visto otro —respondió Reejaaren—. Hay algo que no entiendo. El mercader del sur que me enseñó tu idioma declaró que venía de un país que se hallaba al otro extremo de un mar, mas allá del continente occidental. Sabemos que no hay pasaje marítimo entre ese océano y éste, entre este lugar y el hielo; sin embargo, navegáis desde el norte desde que os avistamos. Eso sugeriría que estuvisteis explorando estos mares buscando tierras. ¿Cómo cuadra eso con tu historia? No nos agradan los espías.

—Vinimos desde el norte después de atravesar las tierras que hay entre este océano y el nuestro. —Barlennan no tuvo tiempo de elaborar una mentira convincente, aunque comprendía que la verdad resultaría poco creíble. La expresión de Reejaaren le dio la razón.

—Obviamente, tu nave está construida con herramientas grandes, que no poseéis. Eso significa un astillero, y no hay ninguno al norte, sobre este océano. ¿Quieres que crea que la desmantelasteis y la acarreasteis a través de esas tierras?

—Sí. —Barlennan creyó hallar una salida.

—¿Cómo?

—¿Cómo voláis vosotros? Algunos encontrarían eso mucho más difícil de creer.

La pregunta no era tan eficaz como había esperado Barlennan, a juzgar por la reacción del intérprete.

—Sin duda no esperarás que te lo revele. Podemos tolerar intrusos, pero los espías reciben un trato mucho más severo.

El capitán se las apañó como pudo.

—No esperaba que me revelaras nada. Simplemente sugería, del modo más discreto posible, que quizá no deberías preguntarme como cruzamos ese pasaje terrestre.

—Oh, pero debo hacerlo. Creo que no entiendes tu situación, forastero. Lo que tú pienses de mi no tiene importancia, pero lo que yo piense de ti importa muchísimo. Por decirlo sin rodeos, para que te deje continuar el viaje, deberás convencerme de que eres inofensivo.

—Pero ¿qué daño podemos causaros? Somos la tripulación de una nave. ¿Por que nos teméis tanto?

—¡No os tememos! —La respuesta fue brusca y enfática—. El daño que podéis hacer es obvio. Una persona, y mucho más una tripulación, podría llevar información que no deseamos brindar. Comprendemos, por supuesto, que los bárbaros no podrían aprender el secreto del vuelo a menos que se les explicara muy cuidadosamente; por eso me reí de tu pregunta. Aun así, deberías ser más cauto.

Barlennan no había oído ninguna risa, y comenzó a tener ciertas sospechas acerca del intérprete y su gente. Una verdad a medias que pareciera una concesión por parte de Barlennan quizá fuera lo más aconsejable.

—Obtuvimos gran ayuda para acarrear la nave por tierra —dijo, adoptando un tono huraño.

—¿De los arrojadores de rocas y los moradores del río? Debes de tener una lengua muy persuasiva. De ellos solo hemos recibido proyectiles.

Para alivio de Barlennan, Reejaaren no insistió en el tema y abordó asuntos más inmediatos.

—¿Así que deseáis traficar con nosotros, ahora que estáis aquí? ¿Qué tenéis? Me imagino que también desearéis visitar una de nuestras ciudades.

Barlennan olió la trampa y respondió en consecuencia.

—Comerciaremos aquí, o donde vosotros dispongáis, pero no deseamos alejarnos mucho del mar. Lo único que podemos ofrecer, por el momento, es un cargamento de alimentos del istmo, pero debéis poseer mercancías de esa clase en gran cantidad, gracias a vuestras máquinas volantes.

—La comida es fácil de vender —replicó el intérprete en tono neutro—. ¿Deseáis realizar las transacciones antes de acercaros más al mar?

—De ser preciso, como dije, aunque no veo por que tendría que serlo. ¿Acaso vuestras máquinas volantes no podrían aprehendernos antes de que llegásemos muy lejos, si intentáramos alejarnos de la costa contra vuestros deseos?

Si Reejaaren había dejado de sospechar, la ultima pregunta le hizo ponerse nuevamente en guardia.

—Quizá, pero no soy yo quien decide, sino Marreni. Aún así, sospecho que os convendrá aligerar vuestra nave aquí. Habrá aranceles portuarios, de cualquier modo.

—¿Aranceles portuarios? Ni esto es un puerto, ni yo desembarqué aquí. La tormenta me trajo.

—No obstante, las naves extranjeras deben pagar aranceles portuarios. Señalaré que la cantidad es fijada por el Oficial de Puertos Exteriores, y él recibirá una impresión de vosotros a través de mi. Sería conveniente una mayor cortesía.

Barlennan dominó su temperamento con dificultad, pero manifestó que el intérprete tenía razón. Se explayó sobre esto, con lo cual logró aplacar al individuo. Al menos, éste se marchó sin mas amenazas, manifiestas o implícitas.

Dos de sus acompañantes lo siguieron; los demás se quedaron donde estaban. Los hombres de los otros planeadores cogieron las dos cuerdas unidas a la estructura desarmable y jalaron. Las cuerdas se estiraron increíblemente, hasta que los garfios quedaron sujetos a un accesorio del morro del planeador. La nave quedó liberada y las cuerdas se contrajeron, volviendo a su longitud original y catapultando al planeador. Barlennan sintió al instante el deseo de poseer esa cuerda elástica. Lo comentó, y Dondragmer compartió su deseo. El piloto había oído toda la conversación, y también compartía los sentimientos del capitán hacía el lingüista del Oficial de Puertos Exteriores.

—¿Sabes, Barl? Creo que deberíamos poner a ese joven en su sitio. ¿Quieres intentarlo?

—Me encantaría, pero creo que no podemos permitirnos el lujo de dejar que se enfurezca hasta que estemos a buena distancia. No quiero que él y sus amigos arrojen sus lanzas sobre el Bree.

—No me propongo enfurecerlo, sino intimidarlo. «Bárbaros»… Se tragará esa palabra aunque tenga que cocinársela yo mismo. Todo depende de ciertas cosas. ¿Saben los Voladores cómo funcionan esos planeadores? ¿Crees que nos lo revelarían?

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