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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataorcos (5 page)

BOOK: Mataorcos
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Hubo muchas discusiones sobre el orden de marcha, porque cada clan reclamaba algún antiguo honor o precedente que lo situara más cerca del frente, y Félix vio a Hamnir, de pie en el centro de un numeroso grupo de jefes de clan, haciendo todo lo posible por conservar la paciencia mientras arbitraba entre ellos.

Una destellante armadura de gromril cubría a Hamnir de pies a cabeza —si bien le apretaba un poco en torno a la cintura—, y encima llevaba una sobrevesta verde oscuro sujeta con un cinturón, que tenía cosido el sigilo de Karak-Hirn: un cuerno sobre una puerta de piedra. El escudo que llevaba a la espalda lucía el mismo emblema, y se cubría con un elaborado casco alado cuyas guardas para mejillas y nariz no lograban ocultar del todo la nariz rota e hinchada y los dos ojos amoratados, teñidos de púrpura.

Gotrek oscilaba junto a Félix, gemía y se apoyaba en el hacha. Fiel a su intención original, había pasado los últimos tres días dentro de la sucia habitación, ciego de cerveza durante las pocas horas del día en que estaba despierto. A pesar de todo, había sido él —haciendo alarde de su misteriosa capacidad de enano para saber qué hora era tanto bajo tierra como en la superficie, con o sin luz— quien había despertado a Félix dos horas antes para decirle que se preparara. Entonces, no obstante, sin nada más que hacer salvo esperar y, llegado el momento, marchar, los efectos de la borrachera de los tres días anteriores se hacían evidentes en él.

—¿Te importaría mucho no respirar tan fuerte? —gruñó.

—Podría dejar de respirar del todo, si te place —le espetó Félix, porque también él había sido algo menos que prudente con la cerveza durante el tiempo de encierro.

Gotrek se apretó las sienes.

—Sí, hazlo. Y no grites.

Al fin, pasada otra hora de discusiones y cambios en la formación, se dio la orden de marchar, y el ejército de enanos se puso en camino. Los acompañaban Odgin Baluarte, comandante de la fortaleza terrestre, un viejo veterano robusto, de blanca barba, y una compañía de guardias de la ciudad: cincuenta enanos con cota de malla y sobrevesta azul y gris. Mientras marchaban, Odgin explicó cuál era la situación en la superficie.

—Los inmundos pieles verdes asedian el fuerte —comenzó—, aunque no ponen mucho empeño en tomarlo. Principalmente, están comiéndose todo lo que puede encontrarse en cincuenta leguas a la redonda, y asesinan a todos los miembros de cada caravana que acude a comerciar con nosotros. Cuando se ponen inquietos, se lanzan hacia las murallas y los rechazamos. Por lo general, se limitan a arrojarnos rocas y goblins.

—¿Y por qué no salís y los matáis? —preguntó Thorgig, que caminaba junto a Hamnir y su silencioso amigo Kagrin.

Odgin intercambió una mirada divertida con Hamnir, y luego asintió con la cabeza, mirando a Thorgig.

—¡Ah!, ya nos gustaría, muchacho, pero son unos cuantos. ¿Por qué íbamos a correr el riesgo si estamos cómodos y a salvo tras las murallas?

—Pero aquí dentro estáis muriéndoos de hambre —objetó Thorgig.

—Sí, y dentro de poco ellos pasarán hambre ahí fuera —replicó Odgin—. Cuando hayan matado todo el ganado y hayan saqueado todas las poblaciones que hay a un día de marcha, el hambre vencerá a la paciencia y se marcharán. Siempre lo hacen.

—¿Y si vosotros morís de hambre antes?

Odgin rió entre dientes.

—Los orcos no saben racionar mucho. Puede ser que nuestros muchachos se quejen por tener que apretarse el cinturón y quedarse sin cerveza, pero podemos alimentar a la fortaleza durante otros dos meses, más o menos, con galletas y agua de manantial. —Se volvió a mirar a Hamnir—. Bien, príncipe Hamnir, te sacaremos del modo siguiente: si salierais por la puerta principal, tendríais detrás de vosotros a todos los orcos del campamento, pero hay una salida secreta en la parte trasera. Discurre bajo tierra a lo largo de un trecho corto, y desemboca en uno de nuestros viejos graneros. —Sonrió—. Los orcos lo han destrozado un poco y han quemado el tejado, pero no encontraron la puerta.

—¿Y los pieles verdes no nos verán cuando salgamos al exterior? —preguntó Gotrek—. Somos seiscientos.

—Para eso están estos muchachos —replicó Odgin al mismo tiempo que, con un pulgar, señalaba por encima del hombro a la compañía de la guardia de Barak-Varr—. Ellos saldrán por la puerta principal, y cuando los pieles verdes corran con la intención de meterse dentro, vosotros saldréis por la puerta secreta y os marcharéis.

Hamnir parpadeó y volvió la mirada hacia los enanos de la guardia.

—¿Van a sacrificarse por nosotros? Eso es más de lo que deseábamos. Yo…

—¡Ah, no!, no será ningún sacrificio para ellos. Son como este barbanueva —explicó a la vez que hacía un gesto con la cabeza hacia Thorgig—. Llevan deseando luchar con los pieles verdes desde el principio de todo esto. Los sacaremos del fuego cuando os hayáis marchado. No irán más allá de la puerta.

—A pesar de todo —insistió Hamnir—, se pondrán en peligro para ayudarnos, y les doy las gracias por ello.

—En Barak-Varr no hay un solo enano que no quiera ver Karak-Hirn recuperada, príncipe Hamnir —afirmó Odgin—. Karak-Hirn mantiene la integridad de las Montañas Negras. Protege las Tierras Yermas. No sobreviviríamos mucho tiempo sin ella.

* * *

Cuando la columna de Hamnir llegó a lo alto del Camino Ascendente, unas enormes puertas de granito se abrieron hacia el exterior, y salieron al amplio patio central de Kazad-Varr, una sólida fortaleza construida por los enanos, con gruesas murallas y torres cuadradas en cada esquina. Félix miró hacia atrás, momentáneamente desorientado. Había esperado que las puertas del largo túnel se abrieran en la pared de un risco o en la ladera de la montaña, como solía pasar con las entradas de las fortalezas de los enanos, pero allí no había montaña ninguna. Las puertas se encontraban dentro de una estructura de piedra, baja y sólida, provista de saeteras, que ocupaba el espacio donde, en un castillo, se habría encontrado la roqueta central.

Dentro del fuerte, todo estaba en calma. Arqueros enanos con sobrevesta azul y gris patrullaban las murallas, y los artilleros de los cañones vigilaban desde las torres. Apenas levantaron la cabeza cuando, después de un lejano golpe sordo, un proyectil de extraña forma pasó por encima de la muralla, trazando un alto arco, y se estrelló, chillando, contra las losas de piedra a menos de tres metros a la izquierda de Hamnir.

Félix lo miró. Se trataba de un goblin flaco, con un casco rematado por una púa y unas alas de cuero mal hechas atadas a los brazos. Tenía el cuello partido y el cuerpo reventado. La sangre manaba de él en forma de negros regueros.

—Idiotas —dijo Gotrek.

Félix lo miró, parpadeando.

—Pero tú…, en el barco, hiciste lo mismo…

—Yo lo logré.

Mientras los enanos de la guardia de Barak-Varr continuaban hacia la puerta de salida de la fortaleza, Odgin condujo a Hamnir y su ejército hacia la parte posterior, hasta unos establos de piedra excavados en la pared trasera. En el fondo de los establos, Odgin abrió con una llave un par de grandes puertas de hierro reforzadas. Al otro lado, una ancha rampa descendía hasta un túnel que pasaba por debajo de la muralla de la fortaleza.

—Aguardad aquí hasta que la guardia se haya trabado en combate y se dé la señal —dijo Odgin—. Cuando salgáis del granero, marchad en línea recta. La puerta de la antigua muralla de la dehesa está a sólo cien pasos más allá; una vez que la hayáis atravesado, los orcos ya no podrán veros.

Gotrek escupió, mientras una mueca de asco le contorsionaba el rostro. Félix sonrió para sí mismo. A Gotrek no le gustaba ocultarse del enemigo, ni siquiera cuando era algo razonable desde el punto de vista táctico.

Se produjo una breve espera. Luego, les llegó el estruendo de cadenas y engranajes desde el otro lado de la fortaleza, y Félix vio que las enormes puertas principales se abrían hacia fuera y el rastrillo ascendía. Con un grito feroz, los guardias de Barak-Varr avanzaron hacia la salida, mientras los cascos y las hojas de las hachas alzadas destellaban al sol matinal.

Desde el otro lado de la muralla, un rugido ascendente respondió al grito. A cada vez se hacía más potente y salvaje.

—Ya han visto la carnada —dijo Thorgig, y se mordió el labio.

A Félix le pareció que el joven enano habría preferido estar en la puerta principal antes que allí.

Poco después, les llegó el inconfundible estruendo de dos ejércitos que entrechocaban escudos y hachas. A Thorgig le relumbraban los ojos, y los otros enanos se removían con inquietud, aferraban las armas y mascullaban.

Gotrek gimió y se masajeó las sienes.

—¿No crees que podrían luchar en silencio? —gruñó.

El estruendo de la batalla se intensificó. Félix veía movimientos violentos a través del intersticio de la entrada: destellos de acero, cuerpos que caían, filas de verde y gris que avanzaban y retrocedían.

Finalmente, vieron una agitación roja sobre la muralla, encima de la puerta; era una bandera que se movía de un lado a otro.

—La señal —dijo Odgin—. Ahora llega toda la horda. Marchaos.

Hamnir saludó a Odgin con el puño sobre el corazón.

—Cuentas con mi agradecimiento, Odgin Bastión. Karak-Hirn no olvidará esto.

Odgin le devolvió el saludo al mismo tiempo que sonreía.

—Recuérdalo la próxima vez que vayamos a cambiar perlas marinas por acero para espadas, príncipe.

Hamnir dio la señal de avance y descendió por la rampa hacia el túnel. Era un espacio estrecho comparado con el Camino Ascendente, sólo lo bastante ancho como para que los enanos marcharan de cuatro en fondo. A unos doscientos pasos, acababa en otra rampa que aparentemente ascendía hasta un techo liso.

Hamnir dio el alto mientras Thorgig se acercaba a una palanca que había en la pared izquierda.

—¡Compañías, preparadas! —gritó Hamnir.

Los enanos sacaron hachas y martillos. Los arqueros y ballesteros pusieron flechas en las armas. Gotrek bebió un trago de la cantimplora. Félix alzó la espada, nervioso.

—¡Abre! —dijo Hamnir.

Thorgig tiró de la palanca. Con un estruendo de engranajes ocultos, el techo ascendió y se dividió, y la brillante luz matinal inundó el túnel.

Hamnir alzó el hacha.

—¡Adelante, hijos de Grungni! ¡En marcha!

La columna ascendió por la rampa, con Hamnir a la cabeza, y Gotrek y Félix en la primera fila, junto a Thorgig y Kagrin. Salieron a un granero en ruinas. El edificio carecía de tejado, y las paredes eran montones de escombros. Por todas partes había esqueletos de ovejas y vacas que aún tenían pegados trocitos de carne medio podrida.

Cuando los enanos salieron del granero y comenzaron a marchar en línea recta hacia la puerta de la dehesa que tenían justo delante, Félix volvió la mirada hacia el campamento orco, que estaba situado a la derecha; era un interminable apiñamiento de andrajosas tiendas de pieles, edificios anexos destrozados y derrumbados, desperdicios e improvisados corrales para jabalíes, que se extendían en todas direcciones desde la entrada principal de la fortaleza de los enanos. Había caras sonrientes pintadas con sangre y excrementos sobre las tiendas. Las moscas zumbaban por encima de los montones de basura putrefacta, sobre los que habían arrojado cuerpos y huesos humanos. Sobre las tiendas más grandes pendían tótems primitivos que proclamaban el poder de este o aquel jefe.

Entre todo aquello, los orcos corrían hacia la entrada principal. El campamento hervía de movimiento. Los jefes de guerra y sus tenientes azuzaban a los reacios soldados hacia las puertas con maldiciones, patadas y palmadas. Enormes guerreros verdes recogían las armas y se golpeaban el pecho. Los diminutos goblins soltaban colmilludas bestias de cuatro patas, que parecían cerdos deformes. Estandartes de guerra embadurnados con sangre, decorados con cabezas de humanos y enanos decapitados, se agitaban por encima de las masas de enfurecidos orcos, que rugían desafíos.

Se estaba reuniendo un gran número detrás de un núcleo de tiendas situado justo a la derecha de la columna de enanos, tan cerca que Félix podría haberles visto el amarillo de los ojos si se hubiesen encontrado de cara a ellos.

La mole del fuerte se alzaba entre el ejército de Hamnir y la puerta principal, por lo que resultaba imposible ver qué suerte corrían los guardias de Barak-Varr, aunque Félix sabía que aún no habían muerto porque continuaba sonando el estruendo del acero contra el acero.

Thorgig rechinó los dientes.

—No es justo —dijo en voz baja.

Félix sacudió la cabeza. Vaya una idea, querer estar en el camino de esa avalancha verde. Él, al menos, se alegraba de tener la ocasión de escabullirse por la puerta trasera. Miró a su alrededor. Se hallaban casi a medio camino de la puerta de la muralla de la dehesa, pero la retaguardia de la columna aún no había salido del túnel del granero.

De repente, les llegó un chillido beligerante procedente de la derecha, muy cerca. Toda la columna de enanos miró en esa dirección. Un goblin que intentaba acorralar a una de sus rebeldes mascotas los había visto. Dio media vuelta y corrió con los ojos desorbitados. Los ballesteros enanos dispararon, y una veintena de saetas salieron en persecución del piel verde. Pero ya era demasiado tarde. El pequeño goblin se ocultó detrás de una tienda y corrió hacia los orcos que estaban reuniéndose, al mismo tiempo que gritaba a pleno pulmón.

—Ya estamos —dijo un enano detrás de Félix.

—Bien —declaró Thorgig.

Los orcos se giraban hacia ellos; los señalaban y llamaban a sus compañeros. Los jefes de guerra chillaban órdenes.

Hamnir maldijo.

—¡Paso ligero! —gritó—. ¡Paso ligero! ¡Daos prisa!

—¿Huyes, tendero? —preguntó Gotrek en el momento en que la columna aceleraba la marcha—. ¿Ya no tienes estómago para una buena pelea?

—Si pierdo aquí la mitad de mis fuerzas por lo que llamas «una buena pelea» —gruñó Hamnir con el rostro tenso—, ¿qué voy a hacer en Karak-Hirn, donde la lucha tiene algún sentido?

Gotrek respondió a la lógica de Hamnir con una mirada feroz, pero continuó corriendo a paso ligero junto con los otros, para gran alivio de Félix.

* * *

Los orcos se aproximaban. Una turba de enormes guerreros pieles verdes que pedían a gritos sangre de enanos corría pesadamente en torno a las casas destruidas; los tótems de huesos y piel se agitaban como macabras marionetas por encima de ellos. Los goblins con largos cuchillos destellantes, correteaban detrás.

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