Los mundos perdidos (52 page)

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Authors: Clark Ashton Smith

BOOK: Los mundos perdidos
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Abajo, abajo, me parecía dirigirme, en un Infierno sin fondo y fantasmal que estaba infringiendo la realidad. La muerte, la decadencia, la maldad y la locura se amontonaron en el aire y me acosaron como íncubos satánicos en el éxtasis del horror de aquella caída. Sentí que había un millar de formas, un millar de rostros en mi torno, llamándome a las simas de perdición. Y, sin embargo, no vi nada que no fuese el rostro blanco de Averaud, marcado con un gozo congelado y abominable mientras se colocaba a mi lado.

Como un soñador que se obliga a despertar, empezó a alejarse de mí, me pareció perderle de vista durante un momento en la niebla de horrores sin nombre que amenazaban con adquirir el horror adicional de la sustancia. Entonces me di cuenta de que Averaud había apagado el interruptor, y los martillos oscilantes habían dejado de golpear aquellos gongos infernales. El doble rayo de sombra se desvaneció en mitad del aire, la carga del terror y de la desesperación se levantó de mis nervios, y ya no sentí esa maldita alucinación de la caída y del espacio exterior.

—¡Dios mío! —grité—. ¿Qué fue eso?

La mirada de Averaud estuvo llena de una repugnante exaltación en el triunfo cuando se volvió hacia mí.

—Entonces, ¿lo viste y lo sentiste? —preguntó—, ¿esa vaga e imperfecta manifestación del mal perfecto que existe en algún lugar del cosmos? Aún habré de llamarla completa, y conocer los negros e infinitos placeres inversos que acompañan a su epifanía.

Me aparté de él con un temblor involuntario. Todas las cosas repugnantes que se habían abalanzado sobre mí bajo el golpeteo cacofónico de aquellos malditos gongos volvieron a acercarse durante un instante; y miré, con un vértigo lleno de miedo, en Infiernos de perversidad y de corrupción. Vi un alma invertida, desesperada de alcanzar el bien, que ansiaba los gozos terribles de la perdición. Ya no le consideré simplemente como un loco; porque sabía qué era lo que buscaba y qué podía obtener, y recordé, con un nuevo sentido, aquel verso de un poema de Baudelaire... “El Infierno en el que mi corazón se deleita”.

Averaud no se daba cuenta de mi asco, sumido en su rapsodia tenebrosa. Cuando me di la vuelta para marcharme, incapaz de soportar por más tiempo la blasfema atmósfera de aquel lugar, y la sensación de extraña depravación que emanaba de su propietario, me pidió que volviese tan pronto como fuese posible.

—Creo —dijo exultante— que todo estará listo en breve. Quiero que te encuentres presente durante la hora de mi triunfo.

No sé qué le dije, ni qué excusas empleé para alejarme de él. Ansiaba asegurarme de que un mundo de sol sin sombras y de aire limpio podía aún subsistir. Yo me marché, pero una sombra me siguió; y rostros execrables se burlaban o hacían muecas desde el follaje mientras abandonaba los jardines sombreados por cipreses.

Durante los días que siguieron, me encontré en un estado rayano con la alteración neurótica. Nadie podía haberse aproximado tanto como yo lo hice al efluvio primordial del mal, y alejarse sin cicatrices. Apestosas telarañas de sombras envolvieron mis pensamientos, y presencias de miedos sin rasgos, de horror sin forma, se agazapaban en las oscuras esquinas de mi mente, pero nunca se manifestaban por completo. Una sima sin fondo, tan insondable como el Malebolge, parecía abrirse por debajo de mí en todos los lugares adonde iba.

A pesar de todo, mi razón volvió a imponerse, y me pregunté si mis sensaciones en el negro cuarto triangular no habían sido por completo un producto de la sugestión o de la autohipnosis. Me pregunté a mí mismo si resultaba creíble que una fuerza cósmica, de la clase que Averaud postulaba, pudiera realmente existir; o, suponiendo que existiese, pudiese ser invocada por cualquier hombre mediante la absurda intermediación de un instrumento musical. Los terrores nerviosos de mi experiencia se desvanecieron un poco en mi recuerdo; y, aunque aún permanecía una molesta incertidumbre, me aseguré a mí mismo que todo lo que había experimentado era puramente subjetivo en su origen. Incluso entonces, fue con una suprema desgana, con un retroceso interior que sólo pudo ser vencido mediante una firme decisión, que me decidí a visitar de nuevo a Averaud.

Durante un período aún más largo de lo normal, nadie contestó a mi aldabonazo. Entonces, sonaron pasos apresurados, y la puerta fue abierta violentamente por Fifine. Supe inmediatamente que algo andaba mal, porque su rostro tenía una expresión de temor y ansiedad sobrenaturales, con los ojos desorbitados, y los blancos visibles sin expresión, como si hubiese contemplado cosas horribles. Ella intentó hablar, e hizo ese repugnante sonido inarticulado del que el mudo es capaz en ciertas ocasiones, mientras tiraba de mi manga y me conducía a lo largo del tenebroso pasillo hacia el cuarto triangular.

La puerta estaba abierta; y, mientras me acercaba, escuché un murmullo bajo, disonante y enmarañado que reconocí como el sonido de los gongs. Era como el sonido de todas las voces de un Infierno congelado, emitidas por labios que estuviesen congelándose lentamente hacia la tortura definitiva del silencio. Se hundió y se hundió hasta que parecía que estaba surgiendo desde los fosos por debajo de la nada.

Fifine retrocedió en el umbral, implorándome con una mirada patética que la precediese. Las luces estaban todas encendidas; y Averaud, ataviado con un raro atuendo medieval, consistente en una túnica negra y un gorro como los que Fausto podía haber tenido puestos, estaba de pie junto al mecanismo percusivo. Los martillos estaban todos repicando con rapidez frenética; y el sonido se volvió todavía más bajo y más frenético mientras me acercaba. Averaud no pareció verme: sus ojos, anormalmente dilatados, y ardiendo con un brillo infernal como de alguien poseído, estaban fijos en algo en mitad del aire.

De nuevo con toda su asquerosidad capaz de congelar el alma, la sensación de eterna caída, una miríada de horrores que caían como arpías, mientras yo miraba me daba cuenta de qué era lo que veía. Más ancha y más fuerte que antes, una doble columna de sombras triangulares se había materializado y se estaba volviendo cada vez más concreta. Se hinchaba, crecía envolviendo el aparato del gongo y alzándose hasta el techo. La columna interior se volvió tan sólida y opaca como el ébano; y el rostro de Averaud, que estaba de pie en el interior de su sombra tenebrosa, se volvió borroso, como visto por una película de agua estigia. Debí volverme completamente loco durante un rato. Tan sólo recuerdo un hirviente delirio de cosas demasiado terribles como para ser soportadas por una mente cuerda, que habitaban aquel infinito abismo de ilusiones infernales en el que me hundí con la terrible precipitación de los réprobos. Había una enfermedad inexpresable, un vértigo de irredimible descenso, un pandemónium de siniestros fantasmas que retrocedían y se inclinaban en torno a la columna de maligna fuerza omnipotente que lo presidía todo. Averaud era tan sólo otro fantasma mas en medio de este delirio, cuando, con sus brazos estirados en una perversa adoración, avanzó hacia la columna interior y penetró en ella hasta quedar oculto a la vista. Y Fifine fue otro fantasma cuando corrió a mi lado en la pared y apagó el interruptor que accionaba aquellos martillos demoníacos.

Como alguien que sale de un mareo, vi desvanecerse el pilar doble hasta que la luz ya no estuvo manchada con la corrupción de aquella radiación satánica. Y, en el lugar en que había estado, Averaud se hallaba de pie junto al instrumento que había diseñado. Estaba erguido y rígido, en una extraña inmovilidad; y sentí un terror incrédulo, un pasmo helado, mientras avanzaba y le tocaba con mano temblorosa. Porque aquello que yo había tocado ya no era un ser humano, sino una estatua de ébano, cuya cara, frente y dedos eran tan negros como el atavío, propio de Fausto, o las oscuras cortinas. Carbonizados por un fuego negro, o congelados por un negro cierzo, los rasgos tenían el éxtasis y el dolor eterno de Lucifer en su definitivo Infierno de hielo. Durante un instante, el mal supremo que Averaud había adorado tan locamente, que había invocado desde las profundidades de un espacio incalculable, se había unido con él mismo; y, al abandonarle, le había dejado petrificado en una imagen de su propia esencia. La forma que yo toqué era más dura que el mármol; y supe que perduraría para siempre como testimonio del poder de la medusa que son la muerte, la corrupción y las tinieblas.

Fifine se había arrojado a los pies de la imagen y abrazaba sus insensibles rodillas. Con sus terribles lamentos de muda en mis oídos, partí por última vez de aquella habitación y de aquella casa.

Vanamente, a lo largo de meses de delirio y años de locura, he intentado alejar de mí la intangible obsesión de mis recuerdos. Pero hay un fatal atontamiento en mi cerebro, porque yo también he sido quemado y carbonizado un poco en aquel momento de abrumadora proximidad al rayo oscuro que vino del abismo más allá del universo.

En mi mente, al igual que sobre la negra estatua que fuera Jean Averaud, la marca de una cosa, terrible y prohibida, ha sido impresa como un sello perdurable.

LA RAÍZ DE AMPOI

Un circo había llegado a Auburn. El apartadero de la estación estaba abarrotado con largas filas de carros desde las que surgían rugidos exóticos, gruñidos, maullidos y trompeteos. Elefantes, cebras y dromedarios eran conducidos a lo largo de las calles principales, y muchos de los monstruos y los artistas vagabundeaban por la ciudad.

Dos mujeres barbudas pasaron a mi lado, con el aire grácil y la manera de andar de las mujeres que están a la moda. Después pasó toda una tropa de enanos, andando con el aspecto de tristes niños sofisticados.

Entonces, pasó el gigante, quien medía más de dos metros y medio y tenía una constitución magnífica, sin el menor signo de la desproporción que frecuentemente acompaña al gigantismo. Era simplemente un hermoso espécimen de hombre ordinario, algo mayor del tamaño habitual.

E incluso a primera vista, había algo en sus facciones que sugería un marinero.

Soy médico, y el hombre provocó mi curiosidad profesional. Su altura y masa anormales, sin rastro de acromegalia, era algo que nunca me había encontrado antes.

Debió de notar mi interés, porque me devolvió la mirada con la especulación en sus ojos; y entonces, avanzando como un marinero, se acercó hasta mí.

—Digo, señor, ¿podría una persona echar un trago en esta ciudad de ustedes? —preguntó precavido.

Tomé rápidamente una decisión.

—Venga conmigo —contesté—; soy alópata; y puedo darme cuenta, sin que me lo diga, de que usted está enfermo.

Nos encontrábamos a una manzana de mi consulta. Orienté al gigante subiendo por las escaleras y entrando en mi santuario privado. Casi llenaba por completo el lugar, incluso cuando se sentó siguiendo mi ruego. Saqué una botella de güisqui y serví una ración generosa en un vaso ante él. Se lo bebió de un trago con manifiesta aprobación. Había tenido un aire de suave melancolía cuando me lo había encontrado; ahora parecía animarse.

—No habrá pensado al mirarme que yo no fui siempre un lozano gigantón —dijo para sí.

—Tómese otra copa —sugerí.

Después de la segunda copa, continuó un poco tristemente.

—No señor, Jim Knox no fue siempre un maldito monstruo de circo.

Entonces, tras ser empujado un poco por mí, me contó su historia. Knox, un londinense aventurero, había recorrido la mitad de los mares del mundo como marinero de cubierta y piloto durante sus años juveniles. Había visitado muchos lugares extraños, y tenía muchas experiencias raras. Antes de haber alcanzado la treintena, su carácter atrevido e inquieto le había llevado a emprender una búsqueda de lo más fantástico.

Los acontecimientos que precedieron a su búsqueda resultaron algo raros en sí mismos. Habiendo naufragado a causa de un tifón imprevisto en el mar de Banda, y siendo aparentemente el único superviviente, Knox había flotado a la deriva durante dos días, sobre una plancha que había arrancado del maltratado buque que se hundía. Entonces, rescatado por un bote nativo de pescadores, fue conducido a Salawatti.

El Rajah de Salawatti, un viejo malayo de aspecto simiesco, fue muy amable con Knox. El Rajah era un narrador de largas historias, y el piloto, un auditorio paciente. En la base de esta compatibilidad, Knox se convirtió durante un mes o más en un honrado huésped del palacio del Rajah. Aquí, entre otras maravillas contadas por su anfitrión, escuchó los rumores sobre una notable tribu de papúes por primera vez.

Esta tribu única habitaba en una meseta prácticamente inaccesible en las montañas de Arfak. Las mujeres medían tres metros y eran blancas como la leche; pero los hombres, extrañamente, eran de estatura normal y de una coloración más oscura. Eran amistosos con los escasos viajeros que llegaban a sus dominios; y cambiarían por cuentas de cristal y espejos los rubíes, rojos como la sangre, que abundaban en las faldas de sus montañas.

Como prueba de la última afirmación, el Rajah le mostró a Knox un gran diamante sin defectos, que estaba sin cortar, que dijo que procedía de aquella región.

Knox difícilmente estaba dispuesto a creer la noticia de las mujeres gigantes; pero los rubíes le parecían bastante menos improbables. Era característico de él que, sin apenas considerar el peligro, la dificultad o sencillamente lo absurdo de la idea de semejante aventura, se decidiese inmediatamente a visitar las montañas de Arfak.

Despidiéndose de su anfitrión, quien lamentó la pérdida de un buen oyente, continuó su odisea. Por medios que no especificó en su narración, se procuró dos sacos de espejos y de cuentas de cristal, y consiguió alcanzar las costas del noroeste de Nueva Guinea. En Andai, en Arfak, contrató a un guía que pretendía conocer la situación de las amazonas gigantes, y partió valientemente hacia el interior en dirección a las montañas.

El guía, quien era medio malayo y medio papú, llevaba uno de los sacos de baratijas a la espalda, y Knox llevaba el otro. Tenía la ilusión de regresar con los dos sacos cargados de rubíes rojo oscuro.

Era una tierra poco conocida. Algunos de sus habitantes tenían la reputación de ser cazadores de cabezas y caníbales; pero Knox los encontró bastante amables. De alguna manera, mientras continuaban, el guía comenzó a encontrar una creciente vaguedad en sus conocimientos geográficos. Cuando hubieron alcanzado las elevaciones medias de la cordillera de Arfak, Knox se dio cuenta de que el guía sabía poco más que él mismo sobre la localización de la fabulosa meseta sembrada de rubíes.

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