Los Días del Venado (32 page)

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Authors: Liliana Bodoc

BOOK: Los Días del Venado
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Misáianes obraba entre sus cercanos de modo tal que todos se imaginaban favoritos, y creían que la función que les correspondía desempeñar era primordial para el cumplimiento del Designio. Recelaban y desconfiaban unos de otros porque jamás terminaban de conocer las órdenes que los demás habían recibido. Y mucho menos cuál de ellos obtendría, llegado el caso, la preferencia del Amo.

—¡Confía en nuestras armas! —exclamó Leogrós—. Sobran para exterminar hasta el último de los que andan por este continente que, antes de lo que piensas, será nuestro palacio.

Leogrós se desenguantó una mano y la pasó por sus mejillas. Acostumbraba hacerlo. Disfrutaba el contacto de la piel sobre la barba espesa, igual que disfrutaba de la contemplación de su propia figura en el cristal que hacía trasladar donde quiera que fuesen. Sabía que el contrahecho despreciaba la grandeza de la guerra. Sin embargo, que el Doctrinador la ignorara no significaba que Misáianes lo hiciera. El Amo, que entendía todas las cosas hasta el final, habló de la guerra como refiriéndose al viento. "Se instaurará en este mundo, desgastará las cimas de la rebeldía y lo igualará todo". Cuando Leogrós oyó hablar a Misáianes sintió, por primera vez, que alguien comprendía sus sueños. Los comprendía, les daba forma perfecta y tenía el poder de realizarlos. "La guerra, nuestra guerra, es primero la matanza. Después es la eternidad", le había susurrado. "Y en la guerra encontrará el Tiempo la única posibilidad de transcurrir" ¡Que siguiera el contrahecho delirando con la supremacía de sus doctrinas! Ya le tocaría ver cómo las leyes de sus cielos remotos se adecuaban a las leyes de la guerra.

—Acepto esa confianza que me propones —dijo Drimus, muy lejos de su verdadero pensamiento—. A cambio, explícame lo que tienes planeado.

Afuera de la fortaleza, tendido de boca en el declive de una elevación, Kume esperaba la llegada de la noche. Había seguido a los sideresios en su retirada hasta tener a la vista el muro de palos que cerraba, en semicírculo, un conjunto de construcciones precarias. Desde su ubicación Kume alcanzaba a ver las que subían un poco por las colinas, seguramente ubicadas allí para aprovechar las explanadas que de tanto en tanto ofrecían las laderas. Todos aquellos refugios estaban construidos a modo de empalizada igual que el muro del contorno, y malamente techados con paja. Sólo uno de ellos sobresalía en importancia y en tamaño. "Allí deben estar sus jefes", pensó el husihuilke.

El lugar que los sideresios habían elegido para levantar su fortaleza estaba próximo a la costa del Yentru. A esa altura el terreno era arenoso y la vegetación empezaba a ralear.

En el transcurso del atardecer, Kume estuvo observando el movimiento de los sideresios. Desde la fortaleza hasta un riachuelo cercano, ellos tendieron dos filas de hombres que acompasadamente entregaban un cubo vacío y recibían uno lleno. Otros arrastraron las grandes armas y las apuntaron a través de unos boquetes abiertos a todo lo largo del muro de cierre. Después, sólo quedaron a la vista los centinelas que vigilaban desde las torres y que, al anochecer, recibieron su relevo.

Kume no había planificado lo que estaba haciendo; ni siquiera se había detenido a pensarlo. Lo hizo por obediencia a un apremio del espíritu. El mismo apremio que lo condujo a realizar los más importantes actos de su vida, y que nunca supo de dónde le venía. Una cosa era segura: cuando ese impulso llegaba, Kume se empecinaba en una determinación que cumpliría a cualquier costo. Una vez más había obrado sometido a esa fuerza. Supo lo que iba a hacer en medio de la batalla. Y si alcanzó a suponer el final, el final no lo acobardó.

La espera hubiera hecho reflexionar a otro que no fuese Kume. Otro, en su lugar, se hubiese amedrentado al ver las escasas posibilidades de lo que se proponía realizar. Otro, tal vez, hubiese advertido que tanta temeridad podía volverse en contra de quienes él pretendía favorecer. Y alguno, todavía, se detendría a pensar si no se trataba de un exceso de orgullo que podía conducir a estropearlo todo. Kume no pensaba nada de eso. Al contrario, se concentraba en los detalles prácticos de la acción. Parecía un niño a punto de jugar.

Por fin llegó la noche. Oscura para su suerte, y llena del canto de los insectos nocturnos. Una sola cosa quería Kume antes de emprender su camino hacia la fortaleza: agua. Quería beber agua... La vio rebalsarse de los cubos de madera que se pasaban los sideresios de mano en mano, y recordó que no había bebido desde la batalla. Lentamente se arrastró hasta el riachuelo. Las antorchas que rodeaban la fortaleza no alumbraban tan lejos, de modo que Kume no corrió demasiado riesgos en ese movimiento. Antes de llegar a la orilla escuchó el sonido de la corriente. Un montón de luciérnagas revoloteaban sobre el río. El husihuilke se bebió con gusto su última agua fresca. Después miró a su alrededor, todo estaba quieto y silencioso, y pensó que ya no había nada que esperar.

Las informaciones que traía consigo y las que había sumado a la vista del terreno, todas le latían en la cabeza: no debía olvidar ninguna si quería cumplir con su cometido. Durante la estadía en la Casa de las Estrellas los guerreros fueron aleccionados sobre las armas de los sideresios. Todo cuanto los Supremos Astrónomos lograron deducir les fue explicado con detalles. Les mostraron las armas que habían sido obtenidas en las primeras escaramuzas. Vieron y olieron el polvo gris que las alimentaba. Kume se había interesado más que ningún otro en el conocimiento de las armas enemigas, llegando a manifestar una admiración que molestó a sus hermanos. Molitzmós era el único que compartía el sentimiento y que, además, se abocó a aprender sobre ellas sin que el rencor lo turbara. Ése era el motivo que los había reunido en animadas conversaciones a orillas del estanque de las cuales Kume recordaba ahora muchos datos valiosos. Claro que, entonces, nadie conocía la existencia de las grandes armas que los sideresios utilizaron en la batalla de las Colinas. Pero, según Kume alcanzó a entender apenas vio el modo en que destruían, el alimento que necesitaban era el mismo.

Kume había comprendido, mientras peleaba a la par de cualquier guerrero, que los sideresios volverían demasiado pronto. Era seguro que ellos preservaban en su fortaleza más de las grandes armas, y más del polvo que las alimentaba. En ese caso, la victoria de las Tierras Fértiles sería un breve sueño. En cambio, si él conseguía encontrar y destruir el depósito de polvo gris, las grandes armas quedarían inutilizables. Y entonces el Venado tendría el tiempo de fortalecerse de muchos modos antes de que los sideresios pudieran regresar. Tal vez Kume hubiese compartido su propósito con Molitzmós, pero había visto al Señor del Sol caer en la batalla. Y sabía que un intento de comunicárselo a otro, quienquiera que fuese, lo iba a dejar sin la única ventaja que tenía: el tiempo que necesitaban los enemigos para reorganizarse.

A salvo de la luminosidad de las antorchas que rodeaban la fortaleza, Kume reprodujo mentalmente los movimientos que estaba a punto de realizar. Lo hizo para asegurarse de que tenía tiempo suficiente, entre las señales de luz que intercambiaban los centinelas desde sus torres. Las torres de madera estaban ubicadas en ambos extremos, al frente de la fortaleza. Un vaivén de antorchas le indicaba a un centinela que el otro permanecía en su puesto, y que todo seguía en orden.

Kume se acercó lo más que pudo al centinela del extremo oeste. Ahora las cosas dependían de su puntería. Si no daba en el blanco, si le dejaba al sideresio suficiente vida para un grito, todo estaba perdido. La flecha y su veneno debían entrar bien hondo y en pleno corazón, de modo que la vida y la muerte no tuvieran distancia. El husihuilke estaba preparado. El centinela de los sideresios respondió a la señal establecida, después colgó la lámpara de un madero y se enderezó contra el paisaje oscuro. La flecha zumbó en su vuelo, y se ensartó en el pecho del sideresio con una precisión que hubiese podido pasar por misericordia. El trecho hasta la fortaleza había quedado, en esa zona, libre de vigilancia. Kume lo atravesó corriendo. Se encaramó a la empalizada, trepó por los maderos en cruz que sostenían la torre y, una vez arriba, se quedó esperando. La siguiente señal llegó a su tiempo. Kume tomó la antorcha y respondió que todo seguía en orden.

Lejos de haber quedado atrás, lo peor iba a empezar. En esa ocasión el husihuilke no dependía de su puntería, sino de que el destino quisiese lo mismo que él quería. Debía descender de la torre, buscar y encontrar el depósito donde los sideresios guardaban el polvo gris y recién entonces destruirlo por fuego. Para todo eso tenía un plazo muy breve. Porque esta vez no habría centinela que respondiera la señal, y la voz de alarma correría de inmediato.

Kume descendió. Desde el pie de la torre, recorrió con la vista el interior de la fortaleza iluminada con antorchas. Esa noche, el destino y Kume estuvieron de acuerdo. En el mismo costado que había elegido para entrar, porque en el opuesto se apiñaban los refugios de los hombres, había una construcción de piedra, baja y alargada. Demasiado baja para que en ella habitaran los hombres, de piedra para una buena protección, aislada para evitar riesgos y, sobre todo, custodiada. Kume no tenía dudas, ni tiempo para dudar. En caso de que los sideresios guardaran el polvo gris en aquel lugar, él haría su parte. De lo contrario, trataría de salir con vida.

Avanzó con cautela hasta la construcción de piedra. No faltaba demasiado para que el centinela de la torre del extremo este mandara su señal y, al no recibir respuesta, supiera que algo grave sucedía. Subió al techo con facilidad, apoyándose en las salientes de las piedras. Y saltó sobre el hombre que custodiaba la entrada y que, antes de alcanzar a entender, estaba muerto.

En ese momento Kume vio bambolearse la luz en lo alto de la torre. Miró hacia adentro. En la oscuridad alcanzó a distinguir un amontonamiento de bultos y sombras que ya no tenía tiempo de reconocer. Corrió hasta la antorcha más próxima y la arrancó de su sostén. Mientras regresaba, escuchó la voz de alerta repetida por toda la fortaleza. ¡Cuánto consuelo para Kume si hubiese sabido lo que estaba a punto de destruir! La mayor parte de la reserva de los sideresios estaba allí: pólvora, armas, perdigones...

Kume no contaba con tiempo para hacer un reconocimiento. Se adentró unos pasos en la construcción de piedra. A la luz del fuego que llevaba distinguió unos barriles, tiró sobre ellos la antorcha y salió corriendo. Él no pudo saber lo que los sideresios estaban perdiendo. Pero los sideresios no pudieron hacer nada frente a la explosión y el incendio que se llevaron todo.

Cuando ocurrió, Kume, que había buscado un resguardo en lo oscuro, vio la estampida de las rocas y un fuego que duraría vivo más tiempo que él. Todavía intentó pasar desapercibido en la confusión de hombres, órdenes y gritos que colmaron el lugar para luego tratar de escapar. Desde su escondite, Kume veía a la jauría negra acercarse olfateando el piso. Intentó no oler a miedo, quiso no oler a husihuilke, y no fue posible. Los perros de Drimus fueron los primeros en descubrirlo. Y sólo la voz del Doctrinador consiguió detenerlos.

Kume peleó como diez pumas. Como cien, como mil pumas rodeado de hombres que tenían la orden de atraparlo vivo. Kume no conocía otro código de guerra que el de los husihuilkes. Por eso no pudo imaginar una muerte distinta a la que ellos darían a un enemigo. De poder imaginarlo, se hubiese quitado la vida antes de dejarse atrapar.

Ya tendido en el suelo y furiosamente golpeado, Drimus se le acercó y se hincó a su lado.

—¡Ay, bestezuela impura! Mis cachorros merecerían tener tu carne oscura para su cena —la voz estaba en calma—. Pero no podrá ser. Tu muerte te dejará intacto por fuera y perforado por dentro. Así tu triste ejército te verá, y reconocerá en ti su propia suerte.

Drimus tomó una mano de Kume y lo obligó a recorrer su joroba. Kume crispó el puño y quiso resistirse pero ya no le quedaban fuerzas.

—Siente esto, animalito —siguió diciendo el Doctrinador—. Acaricia esta mole de sabiduría, la que me distingue entre los mejores. Deseo que mueras sabiendo que este retraso que ocasionaste no torcerá el destino. Seremos los amos de este territorio, y cada husihuilke volverá a pagar lo que acabas de hacer.

—Apiñados como granos de arena, así debemos estar — recordó Kume.

A partir de ese momento no volvió a decir una palabra. Nada cuando lo desnudaron, nada cuando lo pusieron de rodillas, nada cuando el jorobado le prometió el peor tormento mojándole la cara con la cercanía de su boca.

Kume los miró preparar su muerte sin poder entenderla. Los enemigos afirmaban en la tierra un madero afilado en punta, y él se puso a recordar a los que amaba. Cuando la muerte le entró en el cuerpo, el grito de Kume golpeó contra el cielo.

Trece veces trece guerreros y siete más, había contado Cucub, eran los que se encontraban en condiciones de seguir hasta la fortaleza de los sideresios. Los demás estaban demasiado lastimados para eso. Ellos iban a regresar a la Casa de las Estrellas, en compañía de un grupo de hombres capaces de atenderlos y ayudarlos.

Molitzmós había salido de su sopor durante la tarde. Volvió en sí de pronto, con una exaltación imposible de imaginar en un hombre que, instantes atrás, se estaba muriendo. Y en el breve tiempo que conservó la lucidez, no cesó de asegurar que cabalgaría junto a Dulkancellin. Todo sucedió muy rápido: despertó, apartó las mantas que lo cubrían, se puso de pie pidiendo los pormenores de la batalla y jurando realizar, esta vez, lo que su herida le había impedido. Quienes lo rodeaban no comprendían el sentido de tantos movimientos nerviosos hasta que, a gritos, reclamó el arma que no encontraba.

—Aquí la tienes —dijo Cucub—. Puedes estar tranquilo: tu cuchillo tomó su parte.

Molitzmós miró a Cucub con pupilas de fiebre. Seguía estando muy pálido y la transpiración le corría por la cara. De cualquier forma, el Señor del Sol no alcanzó, ni siquiera, a tomar su arma. Se quedó inmóvil, abriendo y cerrando los ojos. La imagen de Cucub con el brazo estirado, regresándole su cuchillo, se le nublaba. Intentó retenerla y no pudo. Quiso caminar y perdió el equilibrio. Dos hombres corrieron a impedirle la caída y lo depositaron en el suelo. Cuando Dulkancellin y HohQuiú llegaron a verlo, Molitzmós estaba de nuevo en su sopor. Kupuka supuso que la repentina mejoría de Molitzmós era la despedida de su espíritu. Sin embargo, en esta ocasión, el Brujo de la Tierra se equivocaba. Molitzmós no se fue más allá de su sueño.

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