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Authors: Schätzing Frank

Límite (3 page)

BOOK: Límite
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ISLA DE LAS ESTRELLAS, OCÉANO PACÍFICO

La isla era poco más que un fragmento rocoso situado en la línea ecuatorial como una perla en un cordel. Comparada con otras islas de los alrededores, sus atractivos se quedaban más bien en el plano de lo modesto. Al oeste, una costa de acantilados descollaba del mar, coronada por una selva tropical oscura e impenetrable que se adhería a los agrietados flancos volcánicos y estaba habitada casi exclusivamente por insectos, arañas y una especie notablemente fea de murciélago. Unos riachuelos habían ido dejando su rastro entre las grietas y las gargantas, y luego se unían para formar cascadas y se vertían con estruendo en el océano. Hacia el lado este, el paisaje iba cayendo en forma de terrazas y estaba surcado por elevaciones rocosas bastante desprovistas de vegetación. Quien buscara allí playas cubiertas de palmeras lo haría en vano. Una negra arena basáltica era el rasgo distintivo de las pequeñas bahías que daban acceso al interior de la isla. Sobre las avanzadillas de piedra, en medio de la tormenta creada por el embate de las olas, tomaban el sol unos lagartos con colores de arco iris. Su rutina diaria consistía en catapultarse hasta un metro de altura y cazar insectos, precario clímax de un repertorio normalmente monótono en lo que a espectáculos naturales se refería. Vista en su totalidad, la isla apenas tenía algo que ofrecer que no pudiera encontrarse en otras partes en versiones incluso más hermosas, más grandes y más altas.

En cambio, su posición geográfica era impecable.

La isla, en efecto, estaba situada exactamente en el centro de la Tierra, allí donde colindaban los hemisferios norte y sur, a quinientos cincuenta kilómetros al oeste de Ecuador, gracias a lo cual se hallaba bastante alejada de todas las rutas de vuelo. En esta parte del mundo no se producían tormentas. Las grandes aglomeraciones de nubes eran más bien raras, jamás relampagueaba. Durante la primera mitad del año podía llover con fuerza durante horas y horas, pero sin que el viento refrescara demasiado. Casi nunca las temperaturas bajaban de los veintidós grados centígrados, y la mayoría de las veces permanecían mucho más elevadas. Y puesto que, además, la isla estaba deshabitada y no reportaba ningún provecho económico, el Parlamento ecuatoriano, a cambio de mejorar considerablemente las arcas del Estado, se había mostrado más que gustoso en cederla, por los próximos cuarenta años, a unos nuevos arrendatarios que lo primero que hicieron fue rebautizarla, cambiándole el antiguo nombre de isla Leona por el de Isla de las Estrellas,
Stellar Island.

A continuación, una parte de la ladera este desapareció bajo un montón de acero y cristal que muy pronto atrajo la cólera de todas las protectoras de animales. No obstante, la construcción no tuvo consecuencias ecológicas nocivas. Bandadas de ruidosas aves marinas, impasibles ante los testimonios de presencia humana, siguieron encalando la arquitectura y la roca con sus deyecciones como lo habían hecho siempre. A los animales no les preocupaban ciertas nociones sobre la belleza, y a los hombres, el sentido de lo sublime se les manifestaba allí en forma de gaviotas tijeretas y chorlitejos. De todos modos, no habían sido muchos los humanos que habían puesto un pie en la isla hasta entonces, y todo parecía indicar que aquél seguiría siendo un lugar bastante exclusivo también en el futuro.

Al mismo tiempo, no había nada que ocupara más la fantasía de la humanidad en su conjunto que aquella isla.

Puede que fuera un escarpado montículo de mierda de pájaro o que siguiera siendo considerado el lugar más poco común y tal vez más desolado del planeta. Sin embargo, la verdadera magia emanaba de un objeto situado a dos millas náuticas frente a sus costas, una plataforma gigante apoyada sobre cinco pontones con forma de columnas tan altos como edificios. Cuando uno se acercaba a la plataforma en días brumosos, no notaba, en un principio, su peculiaridad. Se veían construcciones bajas, centrales eléctricas y tanques, una plataforma de aterrizaje para helicópteros, una terminal aérea con su torre, antenas y radiotelescopios. Todo el conjunto recordaba a un aeropuerto, sólo que por ninguna parte se veía la pista de aterrizaje. En su lugar, se erguía en el centro una construcción cilíndrica de dimensiones colosales, un gigante reluciente de cuyos laterales salían, como meandros, varios haces de tuberías. Sólo si se aguzaba la vista, se distinguía entonces la delgada raya negra de la que salía aquel cilindro, que se elevaba en línea recta hacia las alturas. Cuando las nubes estaban bajas, se la tragaban al cabo de pocos cientos de metros, y uno se preguntaba involuntariamente qué otra cosa podría ver luego, cuando el cielo se despejara. Aun las personas mejor informadas —en principio, cualquiera que hubiera conseguido llegar tan lejos como para franquear el perímetro de alta seguridad— esperaban ver en qué desembocaba aquella raya, algún punto fijo al que pudiera aferrarse la fantasía superada.

Pero allí no había nada.

Ni siquiera con el sol radiante y el azul cielo despejado podía determinarse cuál era el fin de aquella línea, que se iba haciendo cada vez más y más delgada, hasta que parecía desmaterializarse en la atmósfera. Si uno echaba mano de los prismáticos, la línea, entonces, se perdía sólo un poco más arriba. Uno se quedaba contemplándola hasta que sentía dolor en el cuello, siempre con aquel legendario comentario de Julian Orley al oído de que la Isla de las Estrellas era la planta baja de la eternidad, y era entonces cuando uno empezaba a barruntar lo que Orley había querido decir con eso.

Ese día, Carl Hanna también abusaba de su cuello, se retorcía en el asiento del helicóptero para mirar como un idiota hacia arriba, hacia el azul del cielo, mientras que, por debajo de ellos, dos rorcuales comunes surcaban la superficie azul del Pacífico. Hanna no se dignó mirarlos ni una sola vez. Cuando el piloto, por enésima vez, le señaló a los animales, Carl Hanna se oyó mascullar que no había nada menos interesante que el mar.

El helicóptero describió una curva y tronó en dirección a la plataforma. Por un breve instante, la raya desapareció ante los ojos de Hanna, dio la impresión de disolverse, pero luego reapareció nítidamente en el cielo, una línea recta perfecta, que parecía trazada con una regla.

Un instante después, la línea se había duplicado.

—Son dos —comentó Mukesh Nair.

El indio se apartó el abundante pelo negro de la frente. Su cara morena se veía radiante de alegría, las aletas de su bien formada nariz empezaron a hincharse como si quisiera inhalar aquel momento.

—Claro que son dos. —Sushma, su mujer, extendió el índice y el dedo corazón como alguien que tiene delante a un niño de primer grado—. Dos cabinas, dos cables.

—¡Ya lo sé, lo sé! —exclamó Nair haciendo un gesto de impaciencia. Su boca se torció y se transformó en una sonrisa. Entonces miró a Hanna—. ¡Qué milagro! ¿Sabe usted qué grosor tienen esos cables?

—Algo más de un metro, creo —dijo Hanna, devolviéndole la sonrisa.

—Y así y todo, desaparecieron por un breve espacio de tiempo —señaló Nair, mirando hacia afuera y negando con la cabeza—. Sencillamente, desaparecieron.

—Es cierto.

—¿Usted también lo vio? ¿Y tú? Centellearon como una fata morgana. ¿Tú también lo has...?

—Sí, Mukesh. Yo también lo he visto.

—Pensé que eran imaginaciones mías.

—No, no son imaginaciones tuyas —repuso Sushma en tono amable, colocándole sobre la rodilla una mano pequeña y en forma de paleta. A Hanna le parecía que ambos habían sido esculpidos por Fernando Botero. La misma complexión regordeta, las mismas extremidades cortas, como si las hubieran inflado de aire.

Hanna miró otra vez por la ventana.

El helicóptero mantuvo una prudente distancia respecto de los cables mientras pasaba volando junto a la plataforma. Sólo algunos pilotos autorizados de la NASA o de Orley Enterprises podían tomar esa ruta cuando transportaban visitantes hasta la Isla de las Estrellas. Hanna intentó echar un vistazo hacia el interior del cilindro, el sitio donde desaparecían los cables, pero estaban a demasiada distancia. Un momento después ya habían dejado atrás la plataforma y puesto rumbo hacia la isla. Bajo ellos, la sombra del aparato sobrevolaba las olas de color azul oscuro.

—Esos cables deben de ser extremadamente delgados, cuando uno no los ve de costado —reflexionó Nair—. Es decir, deben de ser planos. Quiero decir, achatados. ¿Es que son cables en realidad? —Nair soltó una carcajada y se retorció las manos—. ¿No serán cintas? Probablemente todo sea falso. Dios mío, ¿qué puedo decir? Yo crecí en el campo. ¡En el campo!

Hanna asintió. Durante el vuelo desde Quito hasta allí, habían charlado más bien poco, pero eso le bastaba a Hanna para saber que Mukesh Nair cultivaba una íntima relación con el campo. Un modesto hijo de campesino oriundo de Hoshiarpur, en Punjab, al que le gustaba comer bien, pero que prefería para ello cualquier puesto de venta callejero a un restaurante de tres tenedores; un hombre que valoraba más las motivaciones y las opiniones de la gente sencilla que las trivialidades de las que se hablaba en las recepciones y los
vernissages,
que prefería volar en clase turista y codiciaba la ropa cara tanto como un oso tibetano una corbata. Al mismo tiempo, Mukesh Nair, con un patrimonio personal estimado en 46.000 millones de dólares, estaba entre las diez personas más ricas del mundo, y su forma de pensar era todo menos la de un campesino. Había estudiado agricultura en Ludhiana y economía en la Universidad de Bombay, era portador del Padma Vibhushan, la segunda condecoración en importancia en la India, otorgada por méritos civiles, y era, además, el indiscutido líder del mercado en lo relativo al abastecimiento del mundo con frutas y verduras procedentes de su país de origen. Hanna conocía el curriculum de
Mister Tomato
—como llamaban a Nair en todas partes— hasta en sus detalles más nimios, del mismo modo que había estudiado las trayectorias profesionales de todos los que acudirían a este encuentro.

—¡Y ahora mire! ¡Mire usted eso! —exclamó Nair—. Tampoco está nada mal, ¿no le parece?

Hanna estiró la cabeza. El helicóptero enfiló su rumbo hacia la ladera este de la isla, de modo que pudieron disfrutar de una perfecta vista panorámica del hotel Stellar Island. Como un varado vapor transoceánico, reposaba sobre las laderas con sus siete plantas superpuestas en forma de terrazas, que daban hacia una espaciosa proa con una enorme piscina. Cada habitación disponía de su propia cubierta. El punto más alto del edificio lo conformaba una terraza circular, cubierta hasta la mitad por una imponente esfera de cristal. Hanna reconoció de inmediato las sillas y las mesas, las tumbonas y las mesas de bufet, así que se trataba de un bar. En medio de la nave había una parte más baja, por lo visto un vestíbulo, delimitado al norte por la construcción en forma de seto de una pista de aterrizaje para helicópteros. La arquitectura alternaba con fragmentos de piedra en bruto, como si alguien hubiera intentado trasladar un crucero directamente a las costas de la isla por medio de un haz de luz y, al hacerlo, se hubiera equivocado en unos metros tierra adentro. Hanna estimó que partes de las instalaciones del hotel habían sido introducidas en la montaña con la ayuda de la dinamita. Un camino peatonal, interrumpido por varias escaleras, serpenteaba hacia abajo, atravesaba una superficie verde cuyo diseño parecía demasiado armonioso como para ser de origen natural, y conducía más abajo hasta desembocar en un paseo marítimo circular.

—Un campo de golf —murmuró Nair, fascinado—. ¡Qué maravilla!

—Perdone, pero hasta ahora pensaba que prefería las cosas sencillas —dijo Carl Hanna, y cuando el indio lo miró sorprendido, añadió—: Bueno, según sus propias palabras. Restaurantes sencillos, gente sencilla, tercera clase...

—Está usted confundiendo las cosas.

—Si damos crédito a los medios de comunicación, es usted demasiado contentadizo como para ser una persona de la vida pública.

—¡Qué dice! Intento mantenerme alejado de eso que llaman «vida pública». El número de entrevistas que he concedido en los últimos años puede contarse con los dedos de una mano. Cuando Tomato recibe buena prensa, me siento satisfecho, lo principal es que nadie intente arrastrarme delante de una cámara o un micrófono. —Nair frunció el ceño, que se cubrió de arrugas—. Por lo demás, tiene usted razón, el lujo no es algo que necesite para vivir. Nací en una aldea muy pequeña. Allí no importa cuánto dinero se tenga. En mi fuero interno, sigo viviendo en esa aldea, sólo que ésta ha crecido un poco más.

—Bueno, se ha incrementado en un par de regiones enteras, situadas a ambos lados del océano índico —lo atajó Hanna—. Entiendo.

—Bueno, ¿y qué? —Sonrió Nair—. Como ya le he dicho, está usted confundiendo las cosas.

—¿Qué cosas?

—Mire, es muy fácil. La plataforma que acabamos de sobrevolar es algo que me interesa de verdad. De esos cables pende posiblemente el destino de toda la humanidad. Ese hotel, en cambio, me fascina como puede a alguien fascinarle el teatro, por ejemplo. Uno se lo pasa bien, por eso acude a él de vez en cuando. Sólo que la mayoría de la gente, apenas consigue hacer dinero, empieza a creer que el teatro es la verdadera vida. Prefieren vivir sobre el escenario, ponerse un disfraz nuevo cada día y representar un papel. Ahora me viene a la mente un chiste. ¿Conoce usted el del psicólogo que pretende capturar un león?

—No.

—Bueno, ¿cómo caza un psicólogo a un león?

—No tengo ni idea.

—Es muy sencillo. Va hasta el desierto, coloca una jaula, se sienta dentro y decide que el interior es el exterior.

Hanna sonrió a medias mientras Nair se doblaba de la risa.

—¿Me entiende ahora? Esto no me interesa mucho, nunca ha sido lo mío. No quiero estar sentado en una jaula ni vivir en un escenario. No obstante, disfrutaré de las próximas dos semanas, puede apostar por ello. ¡Antes de que amanezca, bajaré a jugar una partida de golf y estaré encantado! Pero, pasados esos quince días, regresaré a casa, a ese lugar donde uno se ríe de un chiste porque es bueno y no porque lo cuente un ricachón. Comeré lo que me gusta, no lo que es caro, y charlaré con aquellas personas que me caen bien, no porque sean famosas. Muchas de esas personas no tienen el dinero para ir a mis restaurantes, por eso yo voy a los suyos.

—Comprendo —asintió Hanna.

Nair se frotó la nariz.

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