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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Las seis piedras sagradas (28 page)

BOOK: Las seis piedras sagradas
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Jack miró a Astro con expresión interrogativa.

—¿Qué?

—A mí que me registren —dijo Astro.

—En cualquier caso, si bien puede ser que protesten y digan que han seguido adelante —manifestó Iolanthe—, los japoneses no han olvidado ese profundo agravio. Son personas orgullosas y guardan su rencor. Darle la espalda a Japón es un riesgo.

Por un momento, nadie dijo nada.

—El mundo es un lugar complejo —manifestó Iolanthe en voz baja casi para sí—. Las guerras se ganan y se pierden. Los imperios nacen y mueren. Pero, a través de toda la historia conocida, el poder ha estado cambiando siempre continuamente, transferido de un imperio a otro: de Egipto a Grecia, y luego a Roma. O en fecha más reciente, de Francia bajo Napoleón al Imperio británico hasta la actual dominación norteamericana. Pero ahora, con la puesta en marcha de la Máquina, será diferente. Cesará la transferencia de poder. Hemos llegado a un momento único de la historia en que el poder total y absoluto pasará a estar, para siempre, en manos de una única nación.

Un par de horas después, la cabina principal del avión estaba a oscuras y en silencio.

La única persona que había trabajando allí era Jack, que observaba un mapa de África a la luz de una lámpara de mesa, con
Horus
posado en el respaldo de su silla. Todos los demás se habían ido a dormir unas pocas horas en los camarotes antes del gran día; excepto Lily, que dormía profundamente en un sofá junto a Jack.

Horus
chilló.

Jack levantó la cabeza y vio a Iolanthe en el umbral, vestida con un holgado chándal, el pelo desordenado de dormir.

—El mando es algo solitario —comentó la joven.

—Algunas veces —replicó Jack.

—Me han dicho que inspira usted lealtad en aquellos que lo siguen. —Iolanthe se sentó.

—Todo cuanto hago es dejar que mi gente piense por sí misma. Parece funcionar.

Iolanthe lo observó por un momento con atención en la penumbra, como si estuviera evaluando a ese extraño ser llamado Jack West Jr.

—Pocas personas piensan por sí mismas —señaló.

—Todas las personas pueden pensar por sí mismas —se apresuró a replicar Jack.

—No, no es verdad, no todas pueden —declaró ella con voz suave al tiempo que desviaba la mirada.

—Antes sugirió que sabía el paradero de los otros pilares…

Iolanthe salió de su ensimismamiento y le sonrió enarcando una ceja.

—Podría ser.

—Ahora mismo tenemos el pilar saudí, marcado con un único trazo, y el suyo, con cuatro trazos, o sea, que son el primero y el cuarto. Necesitaremos el segundo pilar muy pronto, dentro de una semana.

—Si sobrevivimos hoy.

—Seamos optimistas y supongamos que sí. ¿Dónde está el segundo?

Iolanthe se levantó y se pasó la lengua por el labio superior.

—Según mis fuentes, el segundo pilar se encuentra en la selva de África central, celosamente protegido por la misma tribu que lo tiene desde hace más de dos mil años, los neethas.

—Sé quiénes son. Caníbales. Tipos desagradables.

—Capitán, «desagradables» no es el término más preciso para describir a los neethas. Ni tampoco «caníbales». «Carnívoros» sería mejor. Los caníbales vulgares te matan antes de comerte. Los neethas ni siquiera te conceden esa dignidad.

—Se cree que alrededor de un millar de refugiados ruandeses que escapaban del genocidio en 1998 se perdieron en la selva y llegaron a las tierras de los neethas. Ni uno solo de ellos sobrevivió. Entrar en el territorio de los neethas es como caer en una telaraña.

—Otra pregunta —dijo Jack—. ¿Qué sabe de la última Piedra de Ramsés, el cuenco de Ramsés II? El Mago no sabe dónde está.

—Nadie lo sabe —contestó ella—. El cuenco desapareció hace mucho de la historia.

—¿Sabe lo que hace?

—No, no tengo ni idea. —Iolanthe se volvió para marcharse.

—¿Sabe?, no confío en usted —le dijo Jack.

—No debe hacerlo —respondió ella sin volverse—. No debe hacerlo.

Salió de la habitación. Jack continuó con la lectura. Ninguno de los dos se había dado cuenta de que Lily se había despertado mientras conversaban.

Había escuchado hasta la última palabra.

Una hora más tarde se encendieron las luces del avión y sonó un tono en el intercomunicador.

—¡Arriba todo el mundo! —dijo alegremente la voz de Monstruo del Cielo—. Jack, acabo de ver un trozo de carretera al oeste de Abu Simbel. No hay nada más que desierto. No puedo aterrizar en la autopista norte: hay varios vehículos de turistas que circulan por allí; salen temprano cada día hacia Asuán para llegar a Abu Simbel con el alba. La carretera oeste es lo bastante larga y está lo bastante lejos como para poder entrar y salir sin que nadie nos vea.

—Gracias, Monstruo del Cielo —dijo Jack, y se levantó—. Llévanos a tierra.

ABU SIMBEL

SUR DE EGIPTO

10 de diciembre de 2007, 4.00 horas

En los minutos previos al alba, las enormes estatuas de Ramsés el Grande eran como gigantes congelados para siempre en la piedra. Se alzaban sobre el equipo de West y sus vehículos haciéndoles parecer diminutos.

Mientras que Zoe había utilizado una silenciosa fuerza no letal con los guardias en Stonehenge, ahí Jack no había sido tan sutil. Los dos guardias del Departamento de Antigüedades Egipcias que habían estado recorriendo el popular sitio turístico se habían rendido de inmediato cuando se habían visto apuntados por cuatro ametralladoras. Ahora yacían atados y amordazados en la caseta de vigilancia.

Jack estaba delante de las cuatro estatuas de Ramsés, mientras que el Mago se encontraba cien metros más allá delante del templo de Nefertari, que era más pequeño. Todo el equipo estaba allí excepto por Monstruo del Cielo y Elástico, que continuaban a bordo del
Halicarnaso,
que ahora volaba en círculos muy alto manteniendo la vigilancia de la zona y a la espera de la llamada de extracción.

—Medidores de distancia —ordenó Jack, y sacaron dos medidores de distancia láser, uno para cada grupo de estatuas.

—¿Aquello será un problema? —preguntó Zoe al tiempo que señalaba la segunda de las cuatro estatuas de Ramsés II. En algún momento del distante pasado, se le había caído la cabeza.

—No —respondió West—. En el Antiguo Egipto contaban de derecha a izquierda. El tercer ojo estará en aquélla —señaló la estatua que era la segunda por la derecha.

Con la ayuda de Osito Pooh, Astro se descolgó por el saliente de piedra por encima de la estatua con uno de los medidores de distancia en su mano libre.

Encima del templo de Nefertari, Cimitarra hizo lo mismo, ayudado por Buitre. Allí, el tercer ojo también estaba en la segunda estatua por la derecha, una estatua de Nefertari.

Mientras se ataban en posición, West se volvió para mirar el lago Nasser.

El enorme lago se extendía hasta el horizonte, oscuro y silencioso, poseído por aquella calma sobrenatural que sólo se encontraba en los lagos hechos por el hombre. Una niebla baja flotaba sobre el agua.

La orilla opuesta formaba una larga curva, y, levantándose del lago delante de la costa, Jack alcanzaba a ver una serie de islas con forma de pirámide.

En la base de muchas de aquellas islas y a lo largo de la vieja costa había toda clase de jeroglíficos que la Unesco no había podido salvar del embalse. Lo mismo que en la represa de las Tres Gargantas de China.

Astro y Cimitarra estaban en posición.

La cabeza de piedra delante de Astro era enorme, incluso mayor que él.

—Colocad los medidores de distancia en las órbitas —dijo West—. Aseguraos de que estén exactamente alineados con las líneas visuales de las estatuas.

Astro lo hizo y Cimitarra también lo hizo en la suya, utilizando abrazaderas para asegurar los medidores en las órbitas.

Una vez hecho eso, West les pidió que situaran los aparatos unos dos grados hacia el sur para tomar en cuenta el pequeño cambio que se había producido al reconstruir Abu Simbel.

—Muy bien, ponedlos en marcha.

Encendieron los buscadores de distancia…

…y de pronto dos rayos láser rojos salieron de las cuencas de los terceros ojos y pasaron por encima del agua, atravesaron la niebla y desaparecieron no muy lejos…

…para converger en un punto a una distancia aproximada de dos mil metros, en una de las pequeñas islas de piedra piramidales que asomaban en las aguas del lago Nasser, no muy lejos de la orilla opuesta.

—Oh, Dios santo —exclamó el Mago—. Lo hemos encontrado.

De inmediato cogieron dos lanchas neumáticas Zodiac y las lanzaron al agua.

Buitre y Cimitarra se quedaron en la orilla montando guardia mientras Jack y los demás embarcaban en las lanchas.

Al cabo de diez minutos, las dos Zodiac llegaron a la isla piramidal, envuelta por la niebla.

Los hocicos semisumergidos de docenas de cocodrilos del Nilo formaban un amplio círculo alrededor de las dos embarcaciones, sus ojos resplandecientes con la luz de las linternas del equipo, vigilando a los intrusos.

A medida que se acercaban, Zoe observó la isla rocosa. A nivel del agua, los flancos eran pulidos, casi verticales, mientras que más arriba se afinaban en una pendiente más suave.

—La superficie parece casi hecha a mano —comentó—. Como si alguien hubiera esculpido la roca de la isla para darle la forma de una pirámide.

—Los arqueólogos han pensado mucho en las formas de estas islas —comentó el Mago—, en el tiempo en que sólo eran colinas, antes de que existiera el lago. Pero las pruebas han demostrado que no fueron talladas. Este es su formato natural.

—Extraño —dijo Lily.

—Eh. Tengo una lectura de sonar —gritó Astro desde su Zodiac, en la que había toda clase de radares de suelo y sonares—. No, esperad. No es nada. Una señal de algo vivo. Hay algo en el fondo. Probablemente no es más que un cocodrilo; un momento, esto está mejor, el radar de tierra ha encontrado un hueco en la base de la isla directamente debajo de nosotros. La resonancia sónica lo confirma. Parece ser un túnel horizontal que se adentra en la isla.

—Juntad las lanchas —ordenó Jack—, y después echad las anclas en la base de la isla. Luego traed el túnel de aire y la puerta de amarre. Astro, Osito Pooh, poneos las botellas. A vosotros os corresponde el trabajo de sellar la entrada.

Veinte minutos después habían colocado un extraño artilugio entre las dos Zodiac ancladas: un tubo de goma hinchable que se hundía en el agua como una tubería vertical abierta por encima.

Astro y Osito Pooh, con trajes de submarinistas y armados con arpones para defenderse de los cocodrilos, chapoteaban en el agua oscura con las linternas encendidas.

Treinta metros por debajo de las embarcaciones llegaron al lecho del lago, en el punto donde éste se encontraba con la base de la pirámide de piedra.

Barrieron con las linternas la superficie de la isla pirámide y divisaron centenares de imágenes talladas en la rocosa superficie. La mayoría eran las habituales tallas egipcias: jeroglíficos e imágenes de faraones estrechando las manos de los dioses.

—Jack —dijo Astro en el micrófono de su máscara—, tenemos tallas. Centenares.

Osito Pooh pasó el radar de penetración portátil sobre la pared cubierta de imágenes. Como una máquina de rayos X, detectaba huecos y vacíos detrás de la superficie.

—¡Aquí! ¡Tengo un vacío detrás de esta talla!

Astro alumbró con su linterna la sección sospechosa de la pared y se vio iluminando un dibujo que había visto antes:

El símbolo de la Máquina.

—Deberíamos haberlo sabido —dijo—. Lo encontramos.

Astro y Osito Pooh se apresuraron luego a instalar un objeto parecido a una tienda sobre el punto en el que el suelo del lago tocaba la pared de la isla piramidal, tapando el bajorrelieve de la Máquina.

Con la forma de un cubo, el artilugio era una puerta esclusa de apertura variable portátil de un submarino de la marina de Estados Unidos; un regalo hecho a West por Tiburón. Se utilizaba para unir los sumergibles autónomos a los submarinos, y era una unidad con paredes de goma que funcionaba como una esclusa de aire; una vez colocada se sellaban los bordes y se llenaba de aire —como si fuera un globo, expulsando el agua del interior— para disponer así de un muelle seco entre dos puntos sumergidos. Había aberturas de entrada móviles en cada uno de los seis lados del cubo, y en ese momento una de esas entradas —en la parte superior de la unidad— estaba conectada al tubo que subía hasta las Zodiac.

Una vez colocada la unidad, con las esquinas atornilladas al fondo del lago y a la isla piramidal, Jack puso en marcha una bomba de aire para llenar el tubo y la unidad estanca.

Se hinchó la puerta estanca y de pronto quedó abierto el camino para descender por el tubo —ahora seco— y acceder a la pared de la antigua isla piramidal.

Jack bajó por el tubo de goma sujetándose en los escalones embutidos hasta el fondo del lago Nasser. Iba con una máscara de submarinista pero no la llevaba puesta. Sólo era una precaución, por si había algún fallo en la puerta estanca o de que inesperadamente se llenara de agua. También cargaba con el primer pilar purificado en una mochila de pecho. En la cabeza llevaba su casco de bombero, que era su marca de fábrica.

Llegó al final del tubo y se irguió —gracias a la unidad llena de aire— en el suelo del lago. Sus botas pisaron un par de centímetros de agua, que formaba una capa de succión contra el fondo de la unidad estanca con forma de tienda.

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