—¿Qué mensaje?
—Me dijo que no creía haber podido ejecutar ese acto final y necesario de Fe sin usted. Dijo que cuando llegó el momento, se le presentó como el riesgo más grande de su vida. Un peligro para su integridad y su razón. En sus propias palabras, fue casi como si se estuviese lanzado a la demencia. Me dijo que lo único que le dio coraje suficiente para aceptar su cruz fue saber que Su Santidad lo había hecho antes que él, sin retroceder ante riesgo alguno de especulación o de autoridad… Desearía poder transmitir a Su Santidad la intensidad con la cual se expresó. —Sonrió severa y contenidamente—. He aprendido a ser muy escéptico ante los despliegues de fervor y sentimiento religiosos, Santidad, pero creo firmemente que en esta lucha del padre Télémond, presencié la batalla verdadera de un alma consigo misma y con los poderes de la oscuridad. Me sentí ennoblecido por la victoria.
Cirilo se sintió muy conmovido.
—Le agradezco que me lo haya dicho, padre. También yo estoy haciendo frente a una crisis. Estoy seguro de que Jean lo habría comprendido. Espero que ahora esté intercediendo por mí ante el Todopoderoso.
—De eso estoy seguro, Santidad. En cierto sentido, su muerte fue una especie de martirio. Lo sobrellevó con valor… —Vaciló un instante, y luego continuó—: Hay otra cosa, Santidad. Antes de morir, el padre Télémond me dijo que usted le había prometido que su obra no se perdería ni se prohibiría. Esto, por supuesto, antes del veredicto del Santo Oficio. Todos los manuscritos del padre Télémond se hallan en mis manos. Desearía que Su Santidad me indicara lo que desea hacer con ellos.
Cirilo asintió pensativamente con la cabeza:
—He estado pensando en eso. Debo convenir con la conclusión del Santo Oficio en el sentido de que la obra de Jean necesita revisión. Es mi opinión personal que en ella hay mucho de valor. Desearía someterla a un nuevo estudio, y posiblemente publicarla después con anotaciones y comentarios. Creo que la Compañía de Jesús está admirablemente preparada para cumplir con esta labor.
—Seríamos felices de hacerlo, Santidad.
—Bien. Ahora desearía hacerle una pregunta… Usted es teólogo y superior religioso. ¿Hasta qué punto estuvo justificado Jean al arriesgarse como lo hizo?
—Lo he pensado mucho, Santidad —dijo Rudolf Semmering—. Es una pregunta que he debido hacerme muchas veces, no sólo respecto al padre Télémond, sino respecto a muchos otros hombres de mentes brillantes de la Compañía.
—¿Y la conclusión, padre?
—Si un hombre está concentrado en sí mismo, el menor riesgo es excesivo para él, porque tanto el éxito como el fracaso pueden destruirlo. Si está concentrado en Dios, no hay riesgo excesivamente grande, porque el éxito está siempre garantizado: la unión invicta del Creador y la criatura, junto a la cual el resto no tiene significado.
—Estoy de acuerdo con usted, padre —dijo Cirilo el Pontífice—. Pero usted ha desestimado otro riesgo, el que estoy considerando yo ahora: que en cualquier momento hasta el de su muerte, el hombre puede separarse de Dios. Incluso yo, que soy su Vicario.
—¿Qué puedo decir, Santidad? —preguntó Rudolf Semmering—. Tengo que admitirlo. Desde el día que comenzamos a razonar hasta el día de nuestra muerte, estamos en peligro de condenación. Todos nosotros. Es el precio de la existencia. Su Santidad debe pagarlo igual que nosotros. Pude juzgar a Jean Télémond, porque era mi subordinado. Pero a usted no puedo juzgarlo, Santidad.
—Entonces, rece, padre…, y haga que recen todos sus hermanos, porque el Papa camina por la cuerda floja.
La reunión de la Curia romana que Cirilo había convocado para discutir la situación internacional y su proyectada visita a Francia se fijó para la primera semana de noviembre. Estuvo precedida por una semana de discusiones privadas en las cuales se pidió a cada cardenal que examinara con el Pontífice las opiniones personales de ambos.
Cirilo no intentó influir sobre ellos, sino que se limitó a exponer su pensamiento y a otorgarles la confianza que merecían como sus consejeros. Los cardenales aún estaban divididos. Había algunos, los menos, que opinaban como el Pontífice; muchos que dudaban; algunos, abiertamente hostiles. Los temores del Papa no eran menores, y aún esperaba que, al reunirse en asamblea, la Curia encontrase una voz común para aconsejarles.
Para asesorar a la Curia en sus deliberaciones, el Pontífice había llamado al cardenal Morand, de París, a Pallenberg, de Alemania, a Ellison, de Londres, a Charles Corbet Carlin, de Nueva York. El cardenal Rugambwa estaba también en Roma casualmente, porque había volado desde África a conferenciar con la Congregación de Ritos respecto a las nuevas sugerencias litúrgicas.
El lugar de la reunión sería la Capilla Sixtina. Cirilo la había elegido porque albergaba los recuerdos de su propia elección y los de otras que allá se habían efectuado. El Pontífice pasó la noche en vela, orando y pidiendo preparación para expresar sus pensamientos a la Curia y recibir de ella la expresión clara y concertada del sentir de la Iglesia.
Ya no estaba confuso, pero sí atemorizado, sabiendo cuánto dependía del resultado. La proposición que Semmering le había presentado era devastadoramente simple: un hombre concentrado en Dios no tenía nada que temer. Pero aún le inquietaba saber que se había visto separado con facilidad de ese centro para extraviarse en el egotismo. No era la enormidad del acto lo que le inquietaba, sino saber que las pequeñas caídas podían ser sintomáticas de debilidades mayores ocultas en él.
De manera que cuando el cardenal camarlengo le condujo a la capilla y se arrodilló para entonar una invocación al Espíritu Santo, se encontró orando con vívida intensidad para que el momento no lo hallase mal preparado. Terminada su plegaria, se alzó para dirigirse a los cardenales:
—Os hemos convocado aquí, hermanos y consejeros míos, para compartir con vosotros un momento de decisión en la vida de la Iglesia. Todos vosotros sabéis que en la primavera del próximo año puede producirse una crisis política que traerá al mundo más cerca de la guerra de lo que ha estado desde 1939. Queremos exponeros la forma de esa crisis. Queremos exponeros también ciertas proposiciones que se nos han hecho y que pueden ayudar a minimizar esa crisis.
»No tenemos la ingenuidad de creer que lo que podamos hacer en el orden material cambiará en forma efectiva la peligrosa situación militar y política que existe hoy. El dominio temporal de la Santa Sede se ha reducido a un fragmento de Roma, y creemos que así es mejor, porque no nos sentiremos tentados a usar los instrumentos de intervención creados por el hombre cuando deberíamos estar empleando aquellos que nos proporciona Dios.
»Creemos, sí, y lo creemos con firme convicción, que nuestra misión es la de cambiar el curso de la Historia estableciendo el reino de Cristo en los corazones de los hombres, para que puedan establecer ellos un orden temporal basado firmemente en la verdad, la justicia, la caridad y la ley moral.
»Ésta es la misión recibida de Cristo. No podemos revocarla. No debemos retroceder ante ninguna de sus consecuencias. No osamos descuidar oportunidad alguna de cumplirla, por peligrosa que la oportunidad sea.
»Ante todo permitidme exponeros la forma de la crisis.
Con pinceladas rápidas y decididas la esbozó ante ellos: el mundo convulsionado mientras dirigía la vista a un hombre sentado en el pináculo, con las naciones extendidas abajo y la amenaza atómica cerniéndose sobre ellas.
Nadie estuvo en desacuerdo. ¿Cómo podrían estarlo? Cada uno de los cardenales había visto la misma situación desde su propio punto de vista.
El Pontífice les leyó luego las cartas de Kamenev y las del Presidente de los Estados Unidos. Les leyó sus propios comentarios y su propia valoración de los caracteres e intenciones de ambos hombres. Luego continuó:
—Puede pareceros, hermanos míos, que en la intervención que ya hemos efectuado hay un gran elemento de riesgo. Lo admitimos, está claramente definido incluso en las cartas de Kamenev y del Presidente de los Estados Unidos. Como Supremo Pontífice, reconocemos ese riesgo, pero debemos aceptarlo, o dejar escapar de nuestras manos una posible oportunidad para servir la causa de la paz en una época peligrosa.
»Comprendemos, como lo comprende cada uno de vosotros, que no podemos contar totalmente con la sinceridad o las protestas de amistad de los hombres que ocupan un cargo público, aunque sean miembros de la Iglesia. Estos hombres están sujetos siempre a la presión de influencias, de opinión, y a las acciones de otros sobre los cuales no tienen control alguno. Pero en tanto destelle una luz de esperanza, debemos tratar de mantenerla encendida y protegerla de los rudos vientos de las circunstancias.
»Siempre hemos creído, como convicción personal, que nuestra conexión con el Primer Ministro de Rusia, que data de diecisiete años, época de nuestro primer encarcelamiento por la Fe, tenía un elemento de divina providencia que algún día podría emplear Dios para bien de Kamenev o nuestro, o para bien del mundo. A pesar de todos los peligros y dudas, ésta sigue siendo mi convicción.
»Todos sabéis que hemos recibido una invitación del cardenal arzobispo de París para visitar el santuario de Nuestra Señora de Lourdes en el día de su festividad, el once de febrero del próximo año. El Gobierno de Francia ha añadido una invitación para una visita oficial a París al regreso de Lourdes. No necesitamos exponeros los riesgos de una y otra especie que tal paso histórico entrañaría. Sin embargo, estamos dispuestos a darlo. Y al hacerlo, indudablemente recibiríamos otras invitaciones para visitar diversos países del mundo. Estaremos dispuestos a aceptarlas también, a medida que el tiempo y las circunstancias lo permitan. Aún somos lo bastante jóvenes, gracias a Dios, y la velocidad de los transportes nos permite hacerlo sin una interrupción demasiado grande o desastrosa del trabajo de la Santa Sede.
»Hemos dicho que estamos dispuestos a hacerlo. Antes de tomar una decisión definitiva, estamos ansiosos de escuchar vuestra opinión como hermanos nuestros y consejeros. Señalamos que si decidimos hacer esta primera visita, deberá ejecutarse un trabajo inmenso en muy poco tiempo, para preparar a la opinión pública y asegurar en lo posible una actitud amistosa de nuestros hermanos de otras comuniones dentro de la Cristiandad. No deseamos despertar animosidades históricas. Deseamos ir en caridad para mostrarnos como pastor y proclamar la hermandad de los hombres sin excepciones de nación, raza o credo, en la Paternidad de un Dios.
»Si decidimos salir así al mundo, a este mundo nuevo, tan diferente del antiguo, entonces no deseamos insistir en sutilezas de protocolo y ceremonia. Ésos son asuntos de Corte, y si bien somos príncipe por el protocolo, somos todavía sacerdote y pastor por la unción y la imposición de las manos.
»¿Qué más podemos deciros? Estos primeros meses de nuestro Pontificado han estado llenos de problemas y de trabajo. Hemos aprendido más de lo que hubiésemos creído posible acerca de la naturaleza de nuestro cargo, de los problemas de la Santa Madre Iglesia y su batalla constante para convertir el cuerpo humano en recipiente apropiado para la Vida Divina que ella infunde. Hemos cometido errores. Indudablemente cometeremos otros, pero os pedimos, hermanos de la misión pastoral, que nos perdonéis y oréis por nosotros. La semana pasada sufrimos una dolorosa pérdida personal por la muerte de nuestro querido amigo el padre Jean Télémond, de la Compañía de Jesús. Os rogamos que recéis por él, y os suplicamos que oréis por nosotros, colocados en está tormentosa eminencia entre Dios y el hombre.
»El problema está ante vosotros, queridos hermanos. ¿Saldremos de Roma y viajaremos como los primeros apóstoles para enfrentarnos al siglo xx, o permaneceremos en casa, aquí en Roma, dejando que nuestros hermanos obispos cuiden sus viñas a su manera? ¿Dejaremos que el mundo se preocupe de sus propios asuntos, o como Supremo Pontífice arriesgaremos nuestra dignidad mundana para descender a la plaza del mercado y proclamar al Dios desconocido…?
»Quid vobis videtur…? ¿Qué os parece?
Se sentó en el trono dispuesto para él, y aguardó. El silencio pendía sobre la asamblea como una nube. Vio que los ancianos se miraban como si intercambiasen pensamientos que ya habían discutido privadamente. Entonces, lentamente, el cardenal Leone, patriarca entre los patriarcas de la Iglesia, se levantó y se puso cara a cara con la asamblea.
—No repetiré para vosotros, hermanos, las cien o más razones a favor o en contra de este proyecto. Su Santidad las conoce tanto como nosotros. No enumeraré los peligros, porque están presentes en la mente del Pontífice con tanta nitidez como en las nuestras. Hay algunas entre nosotros (yo entre ellos, lo digo francamente), que tienen serias dudas en cuanto a la prudencia de una visita papal a Francia, o a cualquier otra parte. Hay otros, lo sé, que ven esta visita como un gesto oportuno y eficaz. ¿Quién tiene la razón Sólo Dios puede decidir el resultado, y la Historia dar un veredicto. No creo que ninguno de nosotros desee aumentar la carga que lleva Su Santidad intentando influir en uno u otro sentido.
»La posición es muy simple. La autoridad del Padre Santo es suprema en este asunto. Ahora o más tarde tendrá que decidir lo que hará. Votemos a favor o en contra; él decidirá…
Durante un momento permaneció valeroso v desafiante, y luego lanzó las palabras finales a la Curia como un reto:
—Placetne, fratres… ? ¿Qué decís, hermanos míos? ¿Os place o no?
Hubo un instante de vacilación, ¡y luego los cardenales se descubrieron uno a uno y un murmullo de asentimiento recorrió la asamblea!
—Placet… Nos place. Estamos de acuerdo.
Esto era algo que Cirilo no había esperado. Constituía más que una formalidad. Era un voto de confianza. Un gesto preparado por Leone y por la Curia, para afirmar su lealtad y reconfortarlo en su hora de prueba.
Y era aún más: una ironía semejante al puñado de lino que quemaron bajo sus narices antes de la Coronación para que recordara siempre su mortalidad. Era una entrega de la Iglesia, no a sus manos, sino al Espíritu Santo, que a pesar de los errores del Pontífice, la mantendría entera y viva hasta el día del Juicio.
Ahora todo lo que había heredado, todo lo que había deseado secretamente en su cargo, se hallaba en sus manos: autoridad, dignidad, libertad de decisión, poder para atar y desatar… Y debía comenzar a pagarlo… De manera que sólo le quedaba murmurar las palabras rituales de despedida y permitir la partida de sus consejeros.