Las sandalias del pescador (18 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Las sandalias del pescador
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—Lo agradezco profundamente —dijo Rinaldi—. Me perturba haber hecho tan poco para merecer mi felicidad.

—Goce de ella, amigo mío. Es la más pura que conocerá jamás. —Y luego añadió unas palabras conmovedoras—. Cuando estaba en el seminario, uno de mis viejos maestros decía que cada sacerdote debería recibir un niño a quien criar durante cinco años. Entonces no comprendí lo que quería decir. Ahora sí.

—¿Tiene usted parientes? —preguntó Rinaldi.

—Ninguno. Antes pensaba que los sacerdotes no los necesitábamos. Esa es una ilusión, por supuesto… Uno se siente tan solitario con sotana como sin ella. —Gruñó y esbozó una sonrisa triste—. ¡Bah! Todos nos ponemos sentimentales cuando nos hacemos viejos.

Cenaron solos, como convenía a dos príncipes, hombres cargados con los más pesados secretos de la Iglesia. Los servía un sirviente anciano, que se retiraba luego de cada plato, para que los cardenales pudieran conversar libremente. Leone parecía curiosamente conmovido por su encuentro con las niñas, y mientras pinchaba abstraídamente el pescado con el tenedor, volvió otra vez a los problemas de la vida célibe.

—Usted sabe que todos los años coleccionamos algunos casos en el Santo Oficio; sacerdotes que tienen líos con mujeres, turbias relaciones entre maestros y alumnos y protestas por insinuaciones de sacerdotes en el confesionario. Es inevitable, por supuesto. En todos los cestos hay manzanas podridas, pero a medida que envejezco, me siento menos seguro de la forma en que hay que tratarlas.

Rinaldi asintió con la cabeza. También había prestado servicios como comisionado del Santo Oficio, y estaba al corriente de sus diversas deliberaciones.

Leone continuó:

—En este momento tenemos un caso muy lamentable, que afecta a un sacerdote romano y a una joven de su congregación. Las pruebas son asaz concluyentes. La muchacha está encinta, y hay posibilidades de escándalo público. Me sentí obligado a poner este asunto en conocimiento del Padre Santo.

—¿Cómo lo tomó?

—Con más calma de la que yo esperaba. El sacerdote en cuestión ha quedado suspendido de sus funciones, por supuesto; pero Su Santidad ha ordenado que se le someta a un examen médico y psiquiátrico antes de adoptar la decisión definitiva… Un paso desusado.

—¿Está usted en desacuerdo con él? —preguntó Rinaldi inquisidoramente.

—Tal como se me planteó la situación —dijo Leone pensativamente—, no me encontré facultado para opinar contrariamente. Su Santidad indicó que, hiciese lo que hiciese un sacerdote, era siempre un alma extraviada que necesitaba ayuda; que castigar no era suficiente; que debíamos ayudar a ese hombre para que enmendase su falta y su vida. Continuó diciendo que la investigación moderna había demostrado que muchas aberraciones sexuales tenían su origen en alguna enfermedad real de la mente, y que la vida célibe planteaba problemas especialísimos a los seres de tendencias psicóticas… Las disposiciones de los cánones sobre este punto son cautas, pero no prohibitivas, por supuesto. Un sacerdote puede buscar o recibir tratamiento psiquiátrico sólo en casos graves y con la autorización del obispo. Sobre esta materia, la autoridad del Padre Santo es suprema.

—Aún no me ha dicho si estuvo usted de acuerdo con la decisión de Su Santidad —dijo Rinaldi con su voz suave e irónica.

Leone rió.

—Lo sé, lo sé. Tengo una mala reputación. Para la Iglesia en general aún soy el Gran Inquisidor, dispuesto a purgar el error en el potro y el fuego… Pero no es así. En estas materias siempre me veo en un dilema. ¡Tengo que cuidar tanto de no dañar la disciplina…! Y siempre me veo desgarrado entre la compasión y mi deber de cumplir con la ley… Conocí a ese sacerdote. Es una criatura atribulada, desolada. Podemos quebrantarlo con una palabra, y con esa misma palabra lanzarlo por el camino de la condenación. Por otra parte, están la mujer y el niño que ha de nacer.

—¿Qué dijo Su Santidad acerca de ello?

—Quiere que el niño sea pupilo de la Iglesia. Quiere que la muchacha reciba una dote y un empleo. Y aquí está otra vez el problema del precedente. Pero admiro la actitud del Padre Santo, aunque no sé si puedo estar totalmente de acuerdo con ella. Tiene el corazón blando… El peligro estriba en que sea demasiado blando para el bien de la Iglesia.

—Ha sufrido más que nosotros. Tal vez tenga más derecho que nosotros a confiar en su corazón

—Lo sé. Desearía que confiase algo más en mí

—Sé que confía en usted. —Rinaldi estableció este punto con firmeza—. Sé que siente gran respeto por usted. ¿Ha actuado de alguna forma el contra suya?

—Aún no. Creo que la verdadera prueba está todavía por llegar.

—¿Qué quiere decir?

Leone miró astutamente a su anfitrión.

—No me diga que no lo ha oído. El padre general de los jesuitas ha traído de regreso a Roma a ese Télémond. Y ha dispuesto que hable en presencia del Papa durante la festividad de San Ignacio de Loyola.

—Lo sé. Estoy invitado a asistir. No creo que signifique mucho. Télémond es un distinguido hombre de ciencia. Me parece natural que Semmering desee rehabilitarlo y proporcionarle un mayor campo de acción dentro de la Iglesia.

—Creo que es un paso calculado —dijo Leone categóricamente—. Semmering y yo no nos tenemos gran simpatía. Sabe que las opiniones de Télémond aún se contemplan con sospecha.

—¡Vamos, vamos, mi querido amigo! Ha tenido veinte años para revisarlas, lo que no demuestra precisamente un espíritu rebelde. ¿No se sometió cuando se le impuso silencio? Ni siquiera el Santo Oficio puede negarle la oportunidad de plantear nuevamente su posición.

—La ocasión es demasiado pública. Demasiado simbólica, si usted quiere. Creo que Semmering ha cometido una indiscreción.

—¿Qué es lo que teme realmente, amigo mío? ¿Una victoria de los jesuitas?

Leone gruñó y sacudió su blanca melena.

—Bien sabe que no es así. Los jesuitas llevan a cabo la obra de Dios, como lo hacemos nosotros, a su manera.

—Entonces, ¿qué?

—¿Conoce a Jean Télémond?

—No.

—Yo sí. Es un hombre encantador y, creo, de singular espiritualidad. Me parece que puede causar una impresión favorable al Padre Santo. Creo que es lo que espera Semmering.

—¿Y eso le parece pernicioso?

—Podría serlo. Si obtiene la protección del Pontífice, tendrá mayor libertad para promulgar sus opiniones.

—Siempre estará allí el Santo Oficio para dirigirlas.

—Es más difícil actuar contra un hombre que se halla bajo la protección papal.

—Creo que está usted basándose en dos premisas que no tienen fundamento: que Télémond logrará la protección papal, y que usted tendrá que actuar contra él.

—Debemos estar preparados para lo que pueda suceder.

—¿No hay ningún medio más sencillo? ¿Por qué no hablarlo ahora con el Padre Santo?

—¿Y qué puedo decirle? ¿Qué desconfío de su prudencia, y que debe confiar más en mí?

—Ya veo que resultaría difícil —rió Rinaldi, y pulsó el timbre para que les trajesen el plato siguiente—. Le daré un consejo. Tranquilícese. Goce de la cena y deje que el asunto se desenvuelva por sí solo. Ni siquiera el Santo Oficio puede obrar con tanto beneficio para la Iglesia como el Espíritu Santo…

Leone sonrió amargamente y se dedicó al asado.

—Me estoy haciendo viejo, amigo mío, viejo y testarudo. No me puedo acostumbrar a la idea de que un muchacho de cincuenta años lleve la triple corona.

Rinaldi se encogió de hombros con ademán muy romano.

—Creo que la tiara le cae perfectamente. Y en la Fe no hay nada que prescriba que la Iglesia debe ser una gerontocracia, un gobierno de ancianos. Ahora tengo tiempo para pensar, y me he convencido de que no siempre la edad nos hace más sabios.

—No me interprete mal. Veo lo bueno que este hombre nos trae. Avanza como un verdadero pastor entre su rebaño. Visita hospitales y prisiones. El domingo pasado, por increíble que parezca, escuchó tres sermones en tres diferentes iglesias romanas… para saber qué tipo de prédicas se pronuncian en nuestros púlpitos.

—¿Obtuvo una buena impresión?

—No —dijo Leone con acre humor—. Y no se reservó su opinión. Habló de «retórica pomposa» y de «vaga devoción». Creo que oiremos algo al respecto en la encíclica que está preparando ahora.

—¿Está terminada ya?

—Aún no. Sé que está trabajando en la primera versión rusa… Tal vez nos llevemos algunas sorpresas… —Rió tristemente—. Yo ya he tenido algunas. Su Santidad desaprueba el tono de ciertas proclamas del Santo Oficio. Opina que son demasiado secas, demasiado duras. Quiere que nos abstengamos de la condenación expresa, especialmente de personas, y que adoptemos un tono más bien de amonestación y advertencia.

—¿Explicó por qué?

—Con toda claridad. Dijo que debíamos permitir cierta libertad de movimientos a los hombres de buena voluntad, aun cuando estén en un error. Debemos señalar el error, pero no debemos cometer la injusticia respecto a las intenciones de quienes lo cometen.

Rinaldi se permitió una breve sonrisa.

—Ahora veo por qué le preocupa Jean Télémond.

Leone desestimó la chanza y gruñó:

—Me siento inclinado a convenir con Benedetti. Este hombre es un reformador. Quiere barrer todas las estancias al mismo tiempo. Creo que ha hablado de una reforma de la Rota, de cambios en la enseñanza de los seminarios, e incluso de comisiones separadas que representen a las diversas iglesias nacionales en Roma.

—Eso podría ser un paso muy conveniente —dijo Rinaldi, meditabundo—. Creo que todos en Roma sabemos que hemos centralizado en exceso.

Vivimos tiempos convulsionados, y si hay otra guerra, entonces las Iglesias del mundo estarán mucho más aisladas de lo que lo han estado jamás. Cuanto antes puedan desarrollar una vida local vigorosa, mejor para la Fe.

—Si hay otra guerra, amigo mío…, puede muy bien ser el fin del mundo.

—Gracias a Dios, las cosas parecen más tranquilas por el momento.

Leone sacudió la cabeza.

—Esta calma es engañosa, creo yo. La presión sube, y me parece que antes de finalizar el año veremos una crisis. Goldoni me lo decía ayer. Está preparando un informe especial para el Pontífice.

—Me gustaría saber —dijo Rinaldi suavemente— qué aspecto adquiere la crisis para un hombre que ha vivido durante diecisiete años a la sombra de la muerte.

Para Cirilo el Pontífice la crisis adquiría una variedad de aspectos.

La vio primero en microcosmos, en el campo de batalla de su propia alma. En el nivel más bajo, el nivel en el cual había vivido en la litera de la prisión, existía el simple impulso de la supervivencia: el esfuerzo desesperado por aferrarse a ese débil destello de vida que, una vez extinguido, no volvería a encenderse jamás. Sólo había una infusión de vida en el frágil recipiente del cuerpo. Y si ese recipiente se quebraba, no se reharía hasta el día de la última restauración, de manera que con la infusión de la vida iba también infundido el instinto de conservarla a toda costa contra lo que la amenazase, o pareciera amenazarla, desde dentro o desde fuera.

Cada animal contiene en sí mismo un mecanismo de supervivencia. Sólo el hombre, el último y el más noble miembro del reino animal, comprende, aunque oscuramente, que el mecanismo falla finalmente y que tarde o temprano debe ejecutar un acto consciente de abandono del don de la vida en manos del Creador, que se lo ha dado inicialmente. Éste es el acto para el cual la vida es una preparación; rehusarlo es incurrir en la rebelión última, de la cual no hay retractación.

Y, sin embargo, cada día de la vida de todos los hombres es una serie de pequeñas rebeliones contra el temor a la muerte, o de victorias esporádicas de esperanzas en lo invisible. Incluso Cirilo, Vicario de Dios en la Tierra, no podía retroceder ante la lucha diaria. El impulso de supervivencia tomaba muchas formas: el amor al poder, que daba al hombre la ilusión de inmortalidad; el temor a la oposición, que podía limitar esta ilusión; el deseo de amistad para afianzar el cuerpo débil y el espíritu vacilante; el instinto de acción que reafirmaba la potencia del hombre contra las circunstancias amenazantes; el deseo de poseer lo que finalmente habrá de abandonar; la cobardía que lo empuja hacia el aislamiento, como si así pudiese cerrar todas las brechas contra la invasión última de la muerte. Incluso para el Pontífice, de quien se presumía mayor proximidad a Dios, no había garantías de victoria sobre sí mismo. Cada día traía su cuota de claudicaciones, de las cuales era necesario arrepentirse para purgarlas en el tribunal de las penitencias.

Pero, ¿qué sería de otros hombres menos inspirados, mucho más vulnerables, mucho más oprimidos por el terror a la extinción corporal? Sobre ellos, las presiones de la existencia se acumulaban con dureza día a día, provocando una tensión casi insoportable. Para ellos, Cirilo tendría que hallar en sí mismo fortaleza que prestarles y caridad que darles, para evitar que se derrumbasen sin remedio bajo su carga, o se volviesen y se despedazaran unos a otros en una guerra salvaje, que los aniquilaría con mayor rapidez que la muerte misericordiosa de la cual escapaban.

Éste era el otro aspecto de la crisis que Cirilo leía en cada informe que aparecía sobre su mesa de trabajo, en cada periódico y en cada boletín que caía bajo sus ojos.

Cuando se lanzaba un hombre en su cápsula hacia una nueva dimensión de espacio y tiempo, el mundo se regocijaba como si debiese regresar con una promesa de eternidad en el bolsillo.

Cuando se anunciaba un nuevo programa de armamento, parecía que quienes lo propiciaban escribían con una mano un nuevo beneficio en el mercado de valores, mientras con la otra inscribían su propio epitafio.

Cada trabajo económico traía ventajas a sus signatarios, y cierta injusticia a los excluidos.

Las poblaciones de Oriente y de África estallaban en nuevas magnitudes y, sin embargo, los hombres confiaban en islas de color o de raza, como si por derecho divino hubiesen sido elegidos para un paraíso terrenal.

Cada nueva victoria sobre la enfermedad agotaba proporcionalmente los decrecientes recursos del planeta. Cada avance científico era otro parche en la raída capa con que el hombre protegía su cuerpo del viento helado de la disolución.

Y, sin embargo… Sin embargo, ésta era la naturaleza del hombre. Éste era el método histórico de su progreso: pasos sobre la cuerda floja hacia un destino percibido vagamente, pero sentido con profundidad. La Iglesia estaba en el mundo, aunque no pertenecía a él, y su función consistía en mantener la verdad en alto, como una lámpara para iluminar la playa lejana a la cual llegaría finalmente el hombre.

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