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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (2 page)

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora
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Antes de que Shaill volviera a hablar, su voz se escuchó con dureza.

—¿Quién sois? —inquirió en tono agresivo—. ¿Qué os trae por aquí?

De nuevo aquella gélida sonrisa; una sonrisa, observó Tirand, de completa seguridad. El hombre del pelo negro hizo un gesto descuidado en dirección a Ailind.

—Pregúntaselo a tu amigo y mentor, que se esconde detrás de ti como una serpiente detrás de un matojo —replicó tajantemente—. Me conoce muy bien.

El rostro de Tirand enrojeció.

—¿Sabéis quién…? —Entonces, de repente, se dio cuenta de lo que estaba a punto de decir, y reprimió las furiosas palabras. Pero el desconocido terminó la frase por él.

—¿Que si sé quién es esa criatura? Sí, Sumo Iniciado, lo sé. Aunque no creo que puedan decir lo mismo la mayoría de los aquí presentes. ¿Me equivoco?

El rubor de Tirand se hizo todavía más intenso.

—¡Maldita sea vuestra insolencia! ¿Quién sois para entrar en esta sala sin permiso, para…?

Los ojos del desconocido cambiaron. Tan sólo Tirand percibió el impacto completo del cambio, puesto que la mirada verde estaba fija en él, y lo hizo callar cuando se dio cuenta de que, fuera quien fuese, aquel ser no era humano.

—Soy Tarod —repuso con suavidad el extraño de cabellos negros—, hermano de Yandros del Caos. Y no me hace falta la invitación de un pelele del Orden para entrar en la sala que nuestros siervos construyeron hace un eón.

Del grupo surgieron murmullos, exclamaciones de asombro, suspiros. Sen y otros dos se pusieron de pie; la Matriarca se aferró a los brazos de su silla hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Tirand comenzó a temblar.

—Eso… —dijo con voz tensa— es imposible…

La mirada de Tarod se tornó maliciosa.

—¿Imposible, Sumo Iniciado?

—¡Sois…, sois un fraude, un farsante!

Tarod suspiró.

—Como quieras. —Chasqueó los dedos en dirección al otro extremo de la sala, y, a todo lo largo de ésta, las antorchas, una por una, se fueron apagando en sus soportes. Sólo quedó la luz del fuego, y, ante su rojizo resplandor, Tarod recorrió con la mirada el semicírculo de rostros asombrados que lo rodeaba.

—Nada más que un pequeño truco de farsante, Sumo Iniciado —declaró con ironía—. Supongo que cualquier novicio de primer grado podría hacerlo en un abrir y cerrar de ojos. —Tirand no contestó, y Tarod volvió a chasquear los dedos, esta vez en dirección a la chimenea. El fuego se apagó, y la sala se sumió en una total oscuridad, a excepción de una fina franja de luz que se colaba por debajo de las puertas, procedente del pasillo. Alguien apenas reprimió un grito, y una silla cayó con ruido estrepitoso. Entonces Tarod miró las vigas del techo, envueltas en sombras, y al hacerlo pareció que el techo se desvaneciera y la sala quedó descubierta bajo el cielo.

Esta vez el grito fue de verdad, y otra voz exclamó aterrorizada:

—¡Dioses, no, no! —El Warp que Tarod había invocado y hecho venir desde el norte aullaba directamente sobre sus cabezas. Protegidos por la brillante y cálida seguridad de la sala, por sus gruesos muros y cortinas echadas, los adeptos no habían percibido la proximidad de la tormenta, y, cuando el sonido y la visión de ésta cayeron sobre ellos, fueron presas del pánico. La terrible voz del Warp, como el griterío de un millar de almas en pena, golpeó sus sentidos; el chillido agudo y ululante del huracán que se escuchaba con la tormenta y por encima de ésta hacía temblar los cimientos del Castillo. El cielo se veía surcado por relámpagos de color carmesí, esmeralda y plata, y su resplandor convertía la sala, y a sus acobardados y agazapados ocupantes, en un torbellino de escenas fantasmagóricas. Y, en lo más alto de los atormentados cielos, las grandes bandas de color oscuro giraban despacio, inexorablemente a través del mundo.

De pronto, desde algún lugar cerca de la chimenea vacía, una voz surgió atronadora:

—¡Detén esto!

Ailind se había puesto en pie; los ojos eran de un color oro ardiente y brillaban de odio. Tarod lo miró por encima de una docena de formas agachadas, y sus ojos también se entrecerraron. Luego alzó la mirada… y el Warp dejó de existir. Los relámpagos y la mortecina rueda de color desaparecieron; las voces ululantes quedaron en nada. Las estrellas brillaban frías en un cielo despejado, y, en el extremo oriental de la sala, el débil resplandor de la primera luna al surgir tiñó la parte superior de la pared sin techo.

Poco a poco se fueron apagando los lamentos y las oraciones, cuando los miembros del grupo se fueron dando cuenta de que la tormenta sobrenatural había desaparecido. El fuego volvió a cobrar vida, y luego lo hicieron las antorchas; y, cuando Tirand y unos pocos más se atrevieron a alzar las cabezas, vieron que el techo de la estancia estaba intacto y que la escena volvía a ser normal.

Muy despacio, Tirand se levantó. Miró a Tarod una vez, con una mirada cargada de asombro, miedo y odio; luego se volvió para ayudar a la Matriarca, cuya amplia túnica entorpecía sus intentos por levantarse. Los demás también iban recuperando la compostura; Sen, ayudado por dos más, enderezaba las sillas esparcidas y tumbadas, mientras que otros, al descubrir que sus piernas todavía no eran capaces de sostenerlos, permanecían sentados, temblorosos y callados, intentando recuperar un cierto aire digno.

Detrás de Tarod se movió otra persona, y Karuth, que había permanecido agazapada junto a una de las largas mesas, tapada la cara con las manos, se levantó. Había esperado algo como aquello, pero lo repentino y violento de la demostración del señor del Caos la había cogido desprevenida. Tarod le dirigió una mirada y sonrió. Ella vaciló apenas un instante, y enseguida le devolvió la sonrisa, al tiempo que se apartaba de los ojos la larga y oscura cabellera y parpadeaba ante la luz renovada. Tirand estaba demasiado preocupado para observar la mirada que ella y Tarod intercambiaron, pero no así Ailind. El rostro del señor del Orden se iluminó al comprender y, apartando a un lado a un adepto que sin darse cuenta le cerraba el camino, dio un paso hacia ella.

—Tú —dijo. Tirand, al escucharlo, se giró con rapidez; pero, antes de que Ailind pudiera decir nada más, Tarod se interpuso en su camino.

—Sumo Iniciado… —Sus ojos eran fríos como las profundidades del mar y dio la espalda a Ailind para centrar la atención en Tirand—. ¿He demostrado quién soy de manera satisfactoria?

La Matriarca, que había vuelto a sentarse, emitió un sonido ahogado que igual podía haber sido un sollozo que una risa casi histérica.

—¿Demostrado? —repitió—. Dioses, ¡oh, dioses!

Tarod miró en su dirección y su actitud cambió.

—Señora —dijo—, debo pediros perdón por haberme manifestado de manera tan enfática. No deseo mal a ninguno de los mortales aquí presentes —puso el más débil de los énfasis en la palabra «mortal»—, pero es esencial que ninguno dude de mi verdadera naturaleza. Lamento haberos inquietado.

Shaill tragó saliva.

—Yo… acepto vuestras disculpas, mi señor —contestó con cuidadosa pero insegura formalidad—. Y confío en que, a cambio, vos… comprenderéis por qué en este momento no me levanto y me inclino ante vos, como dictaría el protocolo.

Tarod sonrió. Le gustaba Shaill, y admiraba su resistencia a dejarse intimidar.

—No necesito muestras de respeto, señora. Cortesía y franqueza —lanzó una dura mirada en dirección a Tirand— son suficientes. —Alzó la cabeza y los contempló a todos—. Ahora que vuestras dudas sobre mí han sido satisfechas, quizá podríamos centrarnos en el asunto de la franqueza de alguien más, o, más bien, de su falta de franqueza. —Se volvió de repente y, cuando sus ojos verdes se encontraron con los de Ailind, su voz adquirió un tono de envenenado desafío—. Es hora de que acabe tu charada. O bien cuentas a nuestros amigos mortales la verdad sobre ti y tu propósito en este lugar o lo haré yo. Tú eliges.

Ailind le devolvió la mirada. Tirand, que observaba a ambos, abrió la boca para hablar, pero lo pensó mejor. Su rostro estaba pálido. En silencio, Sen Briaray Olvit se colocó a su lado y le puso una mano en el hombro, aunque tampoco él dijo nada.

—¿Bien? —urgió Tarod con aspereza—. Estamos esperando.

Ailind se estremeció, y los que estaban más cerca de él sintieron la onda psíquica de su furia. Aunque estaban desconcertados por el repentino desafío, aparentemente sin razón, del señor del Caos al marinero de cabellos blancos, el repentino cambio fue una advertencia, un primer atisbo de que Ailind podía no ser lo que parecía, y un adepto, intuyendo algo parecido a la verdad, jadeó, reprimió un grito y cogió del brazo a su vecino más cercano. Tarod y Ailind seguían frente a frente, y los miembros del grupo retrocedieron un tanto al darse cuenta todos de la carga de poder descarnado que se estaba acumulando entre las dos figuras inmóviles. Aquel poder, asfixiante, salvaje, letal, era tan extraño, tan inhumano, que ni siquiera reconocía la existencia de los presentes. Las mentes de ambos adversarios habían saltado del mundo de los mortales a otra dimensión inimaginable, y cualquier mortal lo bastante estúpido como para interponerse entre ellos sería barrido y convertido en polvo.

Más tarde, nadie sabría decir con exactitud cuánto tiempo se prolongó el silencioso desafío. A algunos les pareció cuestión de segundos; para otros fue como si hubiera transcurrido una vida humana entera mientras los dos enemigos se enfrentaban en un conflicto sin palabras, sin movimientos, pero de todos modos aterrador. A pesar de que la luz de las antorchas y del fuego no estaba atenuada, parecía no tener fuerza; enormes sombras se cernían sobre la estancia, adquiriendo formas que recordaban a las más terribles pesadillas, y las imaginaciones febriles captaron los horribles ecos de risas inhumanas y monstruosos susurros. Hubo un momento en que un viento intenso recorrió la sala, agitando los rizos de cabello negro de Tarod y la lisa cabellera blanca de Ailind, haciendo que los humanos presentes se helaran hasta los tuétanos, para luego desaparecer de golpe. El silencio, como una mano de acero, se había adueñado de la estancia. Entonces, de manera tan gradual que al principio pareció a los observadores humanos que se trataba de un sueño, una luz comenzó a cobrar vida por encima del corazón de Tarod. Fría, blanca, aturdidora, se convirtió en un resplandor y cuajó en siete rayos de cegadora brillantez que comenzaron a latir con ritmo lento pero perfecto. Ailind sonrió. Era el primer cambio de expresión que se advertía en su rostro, y su sonrisa parecía una mezcla de desprecio, orgullo y resignación. Entonces una segunda luz comenzó a brillar sobre su corazón. Firme y completamente simétrica, brillaba con el insoportable color dorado de un sol desconocido y trazó el perfil de un relámpago, helado, tranquilo y eterno: el antiquísimo símbolo del Orden encarnado. Sin saber lo que hacía, sin advertir siquiera que su mano se movía, Tirand tocó la insignia que llevaba en el hombro, la antigua insignia que en tiempos había ostentado su predecesor, muerto hacía mucho tiempo, Keridil Toln, en los días en que el Orden gobernaba el mundo mortal sin oposición, y su garganta se cerró hasta que apenas pudo respirar. De pronto, todo acabó. Los límites de ese instante no fueron muy precisos, pero en el transcurso de tres latidos de corazón humano la batalla psíquica terminó y el retorno a la normalidad fue completo. Un leño se movió en el fuego, con un fuerte crujido, y lanzó brillantes chispas; quebró el silencio, y los observadores sacudieron la cabeza como gente que saliera de un sueño inducido por drogas. Las antorchas ardían en todo el salón, con su brillo recuperado; no había sombras monstruosas arrastrándose por las paredes. Y Tarod y Ailind no parecían nada más que dos hombres mortales, uno frente a otro, con la luz del fuego danzando sobre sus inmóviles siluetas.

Tarod fue el primero en hablar. Hizo una seca inclinación de cabeza ante Ailind y, con un aire de indiferencia que no consiguió ocultar del todo la ira que sentía, dijo:

—Te saludo, primo. Parece ser que estamos igualados.

Los ojos de color oro leonado de Ailind mostraron disgusto sin ningún disimulo.

—Tal y como dices, Caos. Quizá no podíamos esperar otra cosa.

Nadie más se atrevió a decir palabra. Tirand respiraba con dificultad; Sen, que seguía junto a él, estaba lívido. La Matriarca tenía la cabeza inclinada, como si rezara, y Karuth, sola y distanciada del grupo reunido junto al fuego, contemplaba la escena en silencio, con el rostro inexpresivo.

—De manera que —dijo Tarod—, si es que no lo han adivinado ya, cosa que parece probable, creo que ha llegado el momento de que uno de nosotros revele a nuestros amigos mortales unos cuantos hechos fríos. ¿Saldrán de tus labios o de los míos?

Ailind se encogió de hombros, mostrando desinterés, y el señor del Caos miró los tensos rostros de los habitantes del Castillo. Su mirada se posó por último en Tirand y allí la dejó.

—¿O quizás el Sumo Iniciado desearía contar la historia con sus propias palabras? —añadió Tarod en voz baja—. Sabes lo que quiero decir, ¿verdad, Tirand? Tú y dos más de los presentes en esta sala sabéis qué clase de ser acogéis bajo vuestro techo. No se trata de un pobre marinero náufrago, rescatado de una tormenta invernal, sino un señor del Orden, un hermano de Aeoris, quien te obligó a jurar que mantendrías el secreto so pena de caer en desgracia ante él, y quien te sedujo con promesas de un regreso a las viejas costumbres por las que tu corazón suspira en privado. ¿No es así?

Tirand se ruborizó intensamente.

—Deformáis la verdad…

—No; digo la verdad. Es una costumbre desagradable, pero el Caos a menudo decide permitírsela, en contra de las expectativas humanas. Así es nuestra naturaleza, Sumo Iniciado, como sabrías si hubieras estudiado el catecismo con un poco más de imparcialidad. Ahora, vuelvo a preguntarte, como también le pregunto a la Matriarca y al adepto que se encuentra a tu lado y que te ofrece su apoyo moral: ¿reconocéis que es verdad lo que digo?

Todas las miradas del grupo se clavaron en Tirand, que de pronto se sintió como un joven estudiante llevado a comparecer ante su maestro por algún acto vergonzoso. Entonces, inmediatamente a continuación de aquella sensación, llegó la ira; la ira justificada, no sólo por él, sino en nombre de todo el Círculo. ¡Era el Sumo Iniciado! Había renunciado a toda lealtad que hubiera podido profesar antes al Caos, y en aquella renuncia había sido apoyado por el Consejo de Adeptos y por los otros dos miembros del triunvirato gobernante. Y ahora tenía delante a un señor del Caos que lo acusaba de engañar a sus compañeros adeptos… pero ¿con qué derecho? Había cumplido con su deber para con el Círculo y para con su conciencia. Su lealtad era hacia Ailind y los señores del Orden. Ellos eran sus dioses, sus únicos dioses.

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