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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (6 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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»Samah, has enviado la muerte a través de la Puerta de la Muerte.

CAPÍTULO 3

EL NEXO

Xar, Señor del Nexo, recorría las calles de su tierra apacible y crepuscular, una tierra construida por su enemigo. El Nexo era un lugar hermoso de suaves colinas, prados y bosques llenos de verdor. Sus edificios se alzaban con perfiles suavizados, redondeados, a diferencia de sus habitantes, que eran fríos y afilados como cuchillas de acero. La luz del sol era apagada, difusa, como si brillara a través de un velo de fina gasa. En el Nexo, nunca era totalmente de día, ni noche cerrada. Era difícil distinguir un objeto de su sombra, saber dónde terminaba uno y empezaba la otra. El Nexo parecía una tierra de sombras.

Xar estaba cansado. Acababa de emerger del Laberinto, tras salir victorioso de una batalla con la magia perversa de aquella tierra espantosa. En esta ocasión, la magia había enviado a un ejército de caodines para destruirlo. Estos caodines, criaturas inteligentes parecidas a enormes insectos, miden lo que un hombre y tienen el cuerpo cubierto por un caparazón negro de gran dureza. El único modo de destruir a un caodín es acertarle de lleno en el corazón y matarlo en el acto, pues si vive, aunque sólo sea unos segundos, de una gota de sangre derramada puede hacer surgir una copia de sí mismo.

Y Xar acababa de enfrentarse a un ejército de aquellos seres: cien, doscientos... el número no importaba porque crecía cada vez que hería a uno. El patryn les había hecho frente a solas y sólo había tenido unos momentos para reaccionar antes de que la marea de insectos de ojos bulbosos lo engullera.

Xar había entonado las runas y había creado entre él y la vanguardia de los caodines un muro de llamas que lo había protegido del primer asalto y le había proporcionado tiempo para ampliar más su círculo defensivo.

Los caodines habían intentado entonces eludir las llamas, que se extendían alimentándose de las hierbas del Laberinto, dotadas de una vida mágica gracias a los vientos mágicos que les insuflaba Xar. A los pocos caodines que habían escapado a las llamas, Xar les había dado muerte con una espada rúnica, teniendo buen cuidado de incrustarla bajo el caparazón para alcanzar el corazón. Y, mientras lo hacía, el viento continuó soplando y las llamas crepitaron, alimentadas con los restos de los muertos. El fuego saltaba ahora de una víctima a otra, diezmando las filas de las ominosas criaturas.

La retaguardia de los caodines observó el holocausto que se avecinaba, titubeó, dio media vuelta y huyó.

Con la protección de las llamas, Xar había rescatado a varios de los suyos, más muertos que vivos. Los caodines los habían tomado prisioneros para utilizarlos como cebo y tentar al Señor del Nexo a combatir.

Ahora, los rehenes estaban siendo atendidos por otros patryn, que también debían su vida a Xar. Pueblo severo y sombrío, despiadado, inflexible e inconmovible, los patryn no eran efusivos en su gratitud al señor que una y otra vez ponía en riesgo su vida por salvar las de ellos. Los patryn no proclamaban su lealtad y su devoción hacia él, sino que la demostraban, aplicándose con esfuerzo y sin protestas a cualquier tarea que les asignaba. Todos obedecían sus órdenes sin vacilar. Y, cada vez que Xar entraba en el Laberinto, una multitud se congregaba a la boca de la Última Puerta para mantener una silenciosa vigilia hasta su regreso.

Y siempre había algunos, en especial entre los jóvenes, que acudían con la intención de entrar con él. Eran patryn que llevaban en el Nexo el tiempo suficiente como para que se hubiera difuminado en su recuerdo el horror del tiempo pasado en el Laberinto.

—Regresaré contigo —afirmaban—. Me atreveré a hacerlo, mi señor.

Y Xar siempre se lo permitía. Y nunca les hacía la menor recriminación cuando los veía vacilar ante la Puerta, cuando sus rostros palidecían y se les helaba la sangre, cuando les temblaban las piernas y sus cuerpos se derrumbaban.

Haplo, uno de los más fuertes entre los jóvenes, había llegado más lejos que la mayoría. Ante la Última Puerta, había caído al suelo, torturado por el miedo, pero aun entonces había seguido avanzando a cuatro manos, gateando, hasta que por fin, presa de temblores, había retrocedido hacia las acogedoras sombras del Nexo.

—¡Perdóname, mi señor! —había gritado con desesperación, como hacían todos.

—No hay nada que perdonar, hijo mío —respondía siempre Xar.

Y era sincero. Él comprendía aquel miedo mejor que cualquiera, pues tenía que afrontarlo cada vez que entraba, y cada vez resultaba peor. Rara era la ocasión en que, ante la Última Puerta, sus pasos no vacilaban y su corazón no se encogía. Cada vez que entraba, lo hacía con la certeza de que no regresaría. Cada vez que salía de nuevo, sano y salvo, se prometía a sí mismo que no lo repetiría.

Pero seguía haciéndolo. Una y otra vez.

—Son las caras —reflexionaba en voz alta—. Las caras de los míos, los rostros de quienes me esperan, de quienes me incluyen en el círculo de su ser. Esos rostros me dan el valor. Son mis hijos, todos y cada uno de ellos. Yo los he arrancado de ese útero terrible donde fueron engendrados. Yo los he traído al aire y a la luz.

»Qué gran ejército harán —continuó murmurando—. Débil en número, pero fuerte en magia, en lealtad y en amor. ¡Qué gran ejército! —repitió con una risilla.

Xar hablaba consigo mismo a menudo. Pasaba mucho tiempo a solas, pues los patryn tenían propensión a la soledad
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y por eso hablaba solo muchas veces, pero nunca se reía, nunca soltaba carcajadas.

La risilla era una farsa, un hábil recurso de comedia. El Señor del Nexo continuó hablando, como haría cualquier anciano, haciéndose compañía a sí mismo en las vigilias solitarias en aquella tierra crepuscular. Dirigió una mirada de reojo hacia sus manos, cuya piel mostraba su edad. Una edad que Xar no podía calcular con exactitud, pues no tenía una idea clara de cuándo había empezado su vida. Sólo sabía que era viejo, mucho más que cualquiera de los otros patryn que habían salido del Laberinto.

La piel del dorso de sus manos, surcada de arrugas, estaba tensa y estirada, y en ella se dibujaba claramente el perfil de cada tendón, de cada hueso. Los signos mágicos azules tatuados en el dorso de la mano eran complejos y enrevesados pero su color era intenso, en absoluto desvaído por el paso del tiempo. Y su magia, si acaso, era aún más poderosa. Aquellas runas tatuadas habían empezado a emitir un resplandor azulado.

A Xar no lo habría sorprendido aquel aviso de peligro en el interior del Laberinto, donde su magia actuaba instintivamente para prevenirlo de peligros, para alertarlo de ataques, pero en aquel momento caminaba por las calles del Nexo, unas calles que siempre habían sido seguras, unas calles que eran un refugio. El Señor del Nexo observó el resplandor azul que brillaba con luz fantasmal en el apacible crepúsculo, notó el ardor de las runas de su piel y percibió el calor de la magia en su sangre.

Continuó andando como si no sucediera nada, sin dejar de murmurar por lo bajo. La advertencia de los signos mágicos se hizo más urgente; las runas brillaron con más intensidad. Xar cerró los puños y los ocultó bajo las anchas mangas de la larga túnica negra. Sus ojos escrutaron cada sombra, cada objeto.

Dejó las calles y tomó un sendero que se adentraba en el bosque que rodeaba su residencia. Xar vivía aparte de su pueblo pues prefería —mejor, necesitaba— tener silencio y tranquilidad. Las sombras más oscuras de los árboles proporcionaban al lugar un remedo de noche. Volvió la vista hacia la mano; la luz de las runas era perceptible a través de las ropas negras. No había dejado atrás el peligro; al contrario, se encaminaba directamente hacia su origen.

El Señor del Nexo estaba más perplejo que nervioso, más enfadado que inquieto. ¿Acaso la maldad del Laberinto se había colado de alguna manera en el Nexo a través de la Última Puerta? Tal idea le resultaba inconcebible. Aquel lugar era obra de la magia sartán, igual que la Puerta y la Muralla que rodeaba el mundo prisión del Laberinto. Los patryn, reacios a confiar en un enemigo que los había arrojado a dicha cárcel, habían reforzado la Muralla y la Puerta con su propia magia. No; era imposible que algo pudiera escapar.

El Nexo estaba protegido de los otros mundos —los mundos de los sartán y de los mensch— mediante la Puerta de la Muerte. En tanto ésta permaneciera cerrada, no podía cruzarla nadie que no dominase la poderosa magia necesaria para recorrerla. Xar había aprendido el secreto, pero sólo después de eones de concienzudos estudios de escritos sartán. Lo había aprendido y había trasmitido su conocimiento a Haplo, que se había aventurado en esos otros mundos del universo separado.

—Pero supongamos —se dijo Xar en un leve murmullo, mientras volvía la vista a un lado y a otro tratando de rasgar la oscuridad que siempre le había resultado apacible y que ahora era perturbadora—, ¡supongamos que alguien ha abierto la Puerta de la Muerte! Al salir del Laberinto, he notado un cambio, como si un soplo de aire se agitara de pronto dentro de una casa largo tiempo cerrada y atrancada. Me pregunto...

—No es preciso que te inquietes, Xar, señor de los patryn —lo interrumpió una voz procedente de la oscuridad—. Tu mente es rápida y tu lógica, infalible. Tienes razón en tus suposiciones. La Puerta de la Muerte ha sido abierta. Y por tus enemigos.

Xar detuvo sus pasos. No podía ver a quien hablaba, oculto entre las sombras, pero distinguía unos ojos que brillaban con una tenue y extraña luz rojiza, como si reflejaran las llamas de una fogata lejana. Su cuerpo le advertía que quien hablaba era poderoso y podía resultar peligroso, pero Xar no percibía la menor nota de amenaza en la voz sibilante. Sus palabras, como su tono, estaban llenas de respeto, incluso de admiración.

Pese a ello, Xar se mantuvo en guardia. Si había llegado a viejo en el Laberinto, no había sido prestando oídos a voces seductoras. Y la que ahora oía había cometido un grave error. De algún modo, había penetrado dentro de su mente y había descubierto el secreto. Xar había hecho sus comentarios en voz muy baja. Era imposible que nadie lo oyera desde aquella distancia.

—Me llevas ventaja, señor —respondió calmosamente—. Acércate donde estos viejos ojos míos, a los que las sombras confunden fácilmente, puedan veros.

Su vista era aguda, más penetrante de lo que había sido en su juventud, pues ahora sabía qué mirar. Su oído también era excelente, pero esto no tenía por qué saberlo su interlocutor. Era mejor, se dijo Xar, que creyera estar ante un frágil anciano.

Pero el desconocido no se dejó engañar.

—Sospecho que tus viejos ojos ven mejor que la mayoría, señor. Pero incluso los tuyos pueden dejarse cegar por el afecto, por la confianza mal otorgada.

El desconocido emergió del bosque y salió al camino. Se detuvo ante el Señor del Nexo y abrió las manos para indicar que no portaba armas. Con una llamarada, una tea encendida se materializó en sus manos y, bajo su luz, permaneció inmóvil donde estaba, sonriendo con serena confianza.

Xar lo contempló y pestañeó. Una duda asaltó su mente e incrementó su cólera.

—Eres un patryn, uno de los míos —dijo, estudiando al recién aparecido—, pero no te reconozco. ¿Qué truco es éste? —Su voz adquirió un tono duro—. Será mejor que hables enseguida. Hazlo mientras puedas, que no será mucho.

—Realmente, señor, tu fama no es exagerada. No me extraña que Haplo te admire, aunque te traicione. No soy ningún patryn, como has creído. En tu mundo, he adoptado esta apariencia para mantener en secreto mi verdadera forma. Puedo mostrarme con ella si eso te complace, mi señor, pero te advierto que resulta bastante desagradable. He considerado preferible que tú mismo decidas si quieres revelar mi presencia a tu pueblo.

—¿Y cuál es tu verdadero aspecto, entonces? —inquirió Xar, sin hacer caso por el momento de la acusación vertida contra Haplo.

—Entre los mensch, se nos conoce por «dragones», mi señor.

Xar entrecerró los ojos:

—He tratado con tu especie en otras ocasiones y no veo ninguna razón por la que deba dejarte vivir más que tus congéneres. Sobre todo, estando en mi propio reino.

El falso patryn sonrió y sacudió la cabeza.

—Esos a los que te refieres con ese nombre no son verdaderos dragones, sino meros primos lejanos.
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Igual que los simios,

Se dice, son primos lejanos de los humanos. Nosotros somos mucho más inteligentes y nuestra magia es mucho más poderosa.

—Razón de más para que te mate...

—Razón de más para que vivamos, sobre todo porque sólo vivimos para servirte, Señor de los Patryn, Señor del Nexo y, en breve, Señor de los Cuatro Reinos.

—¿Quieres servirme, eh? Y has hablado en plural: ¿cuántos sois? —Nuestro número es enorme. Nunca ha sido contado.

—¿Quién os creó? —Vosotros, los patryn, hace mucho tiempo —respondió la serpiente con un suave siseo.

—Ya. ¿Y dónde habéis estado todo este tiempo?

—Te contaré nuestra historia, señor —contestó la serpiente con frialdad, haciendo oídos sordos al tono sarcástico de Xar—. Los sartán nos tenían miedo; temían nuestro poder igual que os temían a vosotros, patryn. Los sartán encerraron a tu pueblo en una prisión mientras que a nosotros, por ser de una raza diferente, decidieron exterminarnos. Nos hicieron caer en una falsa sensación de seguridad fingiendo firmar la paz con nuestra especie y, cuando se produjo la Separación, nos pilló completamente desprevenidos e indefensos. Logramos escapar con vida por muy poco y, por desgracia, poco pudimos hacer por salvar a tu pueblo, del cual hemos sido siempre amigos y aliados. Escapamos, pues, a uno de los mundos recién creados y nos ocultamos allí para atender nuestras heridas y recuperar fuerzas.

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