La historia de Zoe (17 page)

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Authors: John Scalzi

BOOK: La historia de Zoe
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Podemos decir que algunos de aquellos arreglos estaban más
arreglados
que otros, por expresarlo amablemente, y alguna gente cantaba con el mismo control vocal que un gato en la ducha. Pero un par de meses después de que Los Hootenanners hubieran empezado, la gente comenzó a pillarle el tranquillo y llegaban a los recitales con nuevas canciones arregladas a capella. Una de las canciones más populares de las últimas actuaciones era «Déjame conducir el tractor»: la historia de un colono al que un menonita enseñaba a conducir un tractor manual, ya que, como eran los únicos que sabían cómo manejar maquinaria agrícola sin ordenadores, los menonitas habían sido puestos al cargo de plantar las cosechas y nos enseñaban al resto a usar su equipo. La canción termina con que el tractor se cae a una zanja. Estaba basada en una historia real. Los menonitas pensaban que la canción era muy divertida, aunque fuera al precio de un tractor destrozado.

Las canciones sobre tractores estaban muy lejos de lo que todos nosotros escuchábamos antes, pero claro, nosotros mismos estábamos muy lejos de donde estábamos antes en todos los sentidos, así que tal vez era apropiado. Y para ponernos ya del todo sociológicos, tal vez significaba que dentro de veinte o cincuenta años estándar, cuando fuera que la Unión Colonial decidiera permitirnos entrar en contacto con el resto de la raza humana, Roanoke tendría su propia forma musical distintiva. Tal vez la llamarían roanokapella. O hootenoke. O
algo.

Pero en este momento, todo lo que yo intentaba hacer era conseguir que Gretchen cantara la nota adecuada para poder ir al siguiente recital con una versión medio decente de «Delhi Morning» para que Los Hootenanners la aprendieran. Y estaba fracasando miserablemente. Eso es lo que se siente cuando te das cuenta de que, a pesar de que una canción sea tu favorita de todos los tiempos, no conoces todos sus detalles. Y como mi copia de la canción estaba en mi PDA, que ya no podía usar y ni siquiera tenía, no había manera de corregir ese problema.

A menos...

—Tengo una idea —le dije a Gretchen.

—¿Implica que aprendas a cantar sin desafinar?

—Todavía mejor.

Diez minutos después estábamos en el otro extremo de Croatoan, delante del centro de información de la aldea, el único lugar en todo el planeta donde aún se podían encontrar una pieza electrónica en funcionamiento, ya que el interior estaba diseñado completamente para bloquear cualquier señal de radio o de otro tipo. La tecnología para conseguirlo, tristemente, era tan rara que sólo teníamos suficiente para un contenedor de carga reconvertido. La buena noticia era que estaban haciendo más. La mala noticia, que sólo hacían suficientes para un hospital. A veces la vida apesta. Gretchen y yo entramos en la zona de recepción, que estaba completamente oscura debido al material para ocultar las señales; había que cerrar la puerta exterior del centro de información antes de poder abrir la interior. Así que durante aproximadamente un segundo y medio fue como si nos hubiera tragado una muerte sombría, negra y sin rasgos. No era una sensación muy recomendable.

Entonces abrimos la puerta interior y encontramos dentro a un friki. Nos miró a ambas, un poco sorprendido, y luego adoptó esa expresión de
no.

—La respuesta es no —dijo, confirmando la expresión.

—Oh, señor Bennett —dije—. Ni siquiera sabe qué le vamos a pedir.

—Bueno, veamos —dijo Jerry Bennett—. Dos chicas adolescentes (hijas, casualmente, de los líderes de la colonia), que entran en el único lugar de la colonia donde se puede jugar con una PDA. Hmmm. ¿Han venido a suplicar jugar con una PDA? ¿O están aquí porque les gusta la compañía de un hombre regordete de mediana edad? No es una pregunta difícil, señorita Perry.

—Sólo queremos escuchar una canción —dije—. Se librará de nosotras en un momentito.

Bennett suspiró.

—¿Sabes? Al menos un par de veces al día alguien como vosotras tiene la brillante idea de venir aquí y pedir que les preste una PDA para ver una película o escuchar música o leer un libro. Y, oh, sólo tardará un momentito. Ni siquiera me daré cuenta de que está delante. Y si digo que sí, entonces otra gente vendrá y pedirá lo mismo. Tarde o temprano, pasaré tanto tiempo ayudando a la gente con sus PDA que no tendré tiempo para hacer el trabajo que tus padres, señorita Perry, me han asignado que haga. Así que dime: ¿qué debería hacer?

—¿Conseguir un cerrojo? —dijo Gretchen.

Bennett la miró, agrio.

—Muy divertido —dijo.

—¿Qué está haciendo para mis padres? —pregunté.

—Tus padres me han encargado que localice e imprima lenta y concienzudamente todos los archivos y memorándums de la administración de la Unión Colonial, para que puedan referirse a ellos sin tener que venir aquí y molestarme —contestó Bennett—. En cierto sentido lo agradezco, pero en un sentido más inmediato llevo haciéndolo tres días y es probable que tenga que seguir haciéndolo durante otros cuatro. Y como la impresora con la que tengo que trabajar se atasca cada dos por tres, hace falta que alguien le preste atención. Y ése soy yo, señorita Perry: cuatro años de educación técnica y veinte años de trabajo profesional me han permitido convertirme en técnico impresor en el mismo culo del espacio. En verdad, he conseguido el objetivo de mi vida.

Me encogí de hombros.

—Entonces permítanos hacerlo a nosotras —dije.

—¿Perdona?

—Si todo lo que hay que hacer es asegurarse de que la impresora no se atasca, lo podríamos hacer por usted —dije—. Trabajaremos durante un par de horas, y a cambio usted nos permite usar un par de PDA mientras estamos aquí. Y podrá hacer lo que tenga que hacer.

—O irse a almorzar —dijo Gretchen—. Sorprenda a su esposa.

Bennett guardó silencio durante un minuto, reflexionando.

—¿Os ofrecéis a ayudarme? —murmuró—. Nadie ha intentado esa táctica antes. Muy sibilino.

—Así es —dije.

—Y es la hora de almorzar —dijo Bennett—. Y sólo hay que imprimir.

—Así es —reconocí.

—Supongo que si estropeáis las cosas horriblemente no será demasiado malo para mí —dijo Bennett—. Vuestros padres no me castigarán por mi incompetencia.

—El nepotismo, trabajando a su favor.

—No va a haber ningún problema —dijo Gretchen.

—No —reconocí—. Somos unas técnicas impresoras excelentes.

—Muy bien —dijo Bennett, y extendió la mano sobre su mesa de trabajo para coger su PDA—. Podéis usar mi PDA. ¿Sabéis cómo hacerlo?

Me lo quedé mirando.

—Lo siento. De acuerdo —recuperó un puñado de archivos en la pantalla—. Estos son los archivos que hay que imprimir hoy. La impresora está allí —señaló el otro extremo de la mesa de trabajo—, y el papel está allí. Introducidlo en la impresora, colocad los documentos al lado una vez impresos. Si la impresora se atasca, y lo hará varias veces, sacad el papel y dejad que se autoalimente de uno nuevo. Reimprimirá automáticamente la última página en la que trabajaba. Mientras tanto, podéis conectar con la carpeta de «Entretenimiento». Descargué todos esos archivos en un solo lugar.

—¿Descargó los archivos de todo el mundo? —pregunté, y me sentí ligeramente violada.

—Tranquila —dijo Bennett—. Sólo son accesibles los archivos públicos. Si encriptasteis vuestros archivos privados antes de entregar las PDA, como os dijeron que hicierais, vuestros secretos están a salvo. Bien, cuando accedáis a un archivo de música, los altavoces se conectarán. No pongáis el volumen demasiado alto o no podréis oír si la impresora se atasca.

—¿Tiene instalados altavoces y todo? —preguntó Gretchen.

—Sí, señorita Trujillo —respondió Bennett—. Lo creas o no, incluso a los hombres regordetes de mediana edad les gusta escuchar música.

—Lo sé —dijo Gretchen—. A mi padre le encanta.

—Y con esa nota desinfladora de egos, me marcho —dijo Bennett—. Volveré dentro de un par de horas. Por favor, no destruyáis el lugar. Y si viene alguien preguntando si puede usar una PDA, le decís que la respuesta es no, y sin excepciones.

—Espero que estuviera siendo irónico —dije.

—No te preocupes —contestó Gretchen, y echó mano a la PDA—. Dame eso.

—Eh —repliqué, apartándola—. Lo primero es lo primero.

Preparé la impresora, puse los archivos a imprimir, y luego accedí a «Delhi Morning». Las notas del principio sonaron por los altavoces y me empapé en ellas. Juro que estuve a punto de llorar.

—Es sorprendente lo mal que recordabas esta canción —dijo Gretchen, sin mucho énfasis.

—Shhhh —dije—. Es esta parte.

Ella vio la expresión de mi rostro y estuvo callada hasta que terminó la canción.

* * *

Dos horas no es tiempo suficiente con una PDA si no has tenido acceso a una durante meses. Y es todo lo que voy a decir al respecto. Pero sí fue tiempo suficiente para que Gretchen y yo saliéramos del centro de información sintiendo que habíamos pasado horas empapándonos en un agradable baño caliente... cosa que, ahora que lo pienso, era algo de lo que tampoco disfrutábamos desde hacía meses.

—Tendríamos que guardar el secreto para nosotras —dijo Gretchen.

—Sí —dije—. No vaya a ser que la gente moleste al señor Bennett.

—No, es que me gusta saber que tengo acceso a algo más que los demás.

—No hay mucha gente que pueda alardear con gracia. Sin embargo, de algún modo, tú lo haces.

Gretchen asintió.

—Gracias, señora. Y ahora tengo que volver a casa. Le prometí a mi padre que rastrillaría el huerto de verduras antes de que oscureciera.

—Que te lo pases bien revolviendo la tierra —dije.

—Gracias —contestó Gretchen—. Si te sientes con ganas, podrías ofrecerte a ayudarme.

—Trabajo en mis maldades.

—Como quieras.

—Pero veámonos después de cenar para practicar —dije—, ahora que sabemos cómo cantar esa parte.

—Suena bien —dijo Gretchen—, O lo hará, con suerte.

Se despidió y volvió a casa. Yo eché un vistazo alrededor y decidí que era un buen día para dar un paseo.

Y tenía razón. Había salido el sol, el día era hermoso, sobre todo después de un par de horas en el centro de información, y era primavera en Roanoke, algo realmente bonito, aunque resultara que todas las flores nativas olieran a carne podrida servida en salsa de alcantarilla (esa descripción era cortesía de Magdy, que era capaz de hilvanar una frase de vez en cuando). Pero después de un par de meses, acababas por no advertir el olor, o al menos por aceptar que no había nada que pudieras hacer al respecto. Cuando todo el planeta huele, tienes que apañártelas.

Pero lo que realmente hacía que fuera un buen día para dar un paseo era cuánto había cambiado nuestro mundo en sólo un par de meses. John y Jane nos permitieron salir de Croatoan no mucho después de que Enzo, Gretchen, Magdy y yo diéramos aquella carrerita a medianoche, y los colonos habían empezado a establecerse en el campo, construyendo casas y granjas, ayudando y aprendiendo de los menonitas que estaban a cargo de nuestras primeras cosechas, que crecían ya en los campos. Estaban manipuladas genéticamente para crecer rápido: tendríamos nuestra primera cosecha en un futuro inmediato. Parecía que íbamos a sobrevivir, después de todo. Caminé entre las casas y los campos, saludando a la gente al pasar.

Al cabo de un rato dejé la última casa y llegué a un pequeño promontorio. Al otro lado no había más que hierba y matorrales y el bosque a un lado. El promontorio iba a ser parte de otra granja, y más granjas segmentarían aún más aquel valle. Era curioso cómo un par de miles de humanos podían empezar a cambiar el paisaje. Pero en ese momento no había ninguna otra persona más que yo; era mi sitio privado, mientras durara. Mío y sólo mío. Bueno, y en un par de ocasiones, mío y de Enzo.

Me tumbé, contemplé las nubes en el cielo y sonreí para mis adentros. Tal vez estuviéramos en los confines más lejanos de la galaxia, pero, en ese momento, las cosas iban bastante bien. Se puede ser feliz en cualquier parte, si tienes el punto de vista adecuado. Y la habilidad de ignorar el olor de todo un planeta.

—Zoë —dijo una voz detrás de mí.

Me erguí con un sobresalto y entonces vi a Hickory y Dickory. Acababan de llegar al promontorio.

—No hagáis eso —dije, y me levanté.

—Queremos hablar contigo —dijo Hickory.

—Podéis hacerlo en casa.

—Aquí es mejor. Estamos preocupados.

—¿Preocupados por qué? —dije, y los miré. Algo no encajaba en ninguno de ellos, y tardé un momento en comprender qué era—. ¿Por qué no lleváis puestos vuestros módulos de conciencia?

—Nos preocupan los incesantes riesgos que corres con tu seguridad —dijo Hickory, respondiendo a la primera pero no a la segunda de mis preguntas—. Y con tu seguridad en sentido general.

—¿Os referís a estar aquí? Tranquilo, Hickory. Estamos a plena luz del día, y la granja de los Hentosz está al otro lado de la colina. No me va a pasar nada malo.

—Hay depredadores aquí —dijo Hickory.

—Son yotes —dije, mencionando a los carnívoros del tamaño de perros que habíamos encontrado merodeando alrededor de Croatoan—. Puedo encargarme de un yote.

—Se mueven en carnadas.

—No durante el día.

—No sólo vienes aquí durante el día —dijo Hickory—. Ni vienes siempre sola.

Me puse un poco colorada, y pensé en enfadarme con Hickory. Pero no llevaba puesta su conciencia. Enfadarme con él no tendría ningún efecto.

—Creí que os había dicho que no me siguierais cuando quiero tener un poco de intimidad —dije, con toda la calma posible.

—No te seguimos —contestó Hickory—. Pero no somos estúpidos. Sabemos dónde vas y con quién. Tu falta de cuidado te pone en peligro, y no siempre nos permites que te acompañemos. No podemos protegerte como nos gustaría, y como se espera de nosotros.

—Lleváis meses aquí, chicos —dije—. No nos ha atacado nada ni nadie.

—Os habrían atacado aquella noche en el bosque si Dickory y
yo
no hubiéramos salido a tu encuentro —dijo Hickory—. No eran yotes lo que había en los árboles. Los yotes no pueden trepar ni moverse entre los árboles.

—Ya estás viendo que no estoy cerca del bosque —dije, y señalé en dirección a los árboles—. Y haya lo que haya allí no parece que vaya a salir, porque ya los habríamos visto si lo hiciera. Ya hemos hablado de esto antes, Hickory.

—No son sólo los depredadores lo que nos preocupa.

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