La forja de un rebelde (50 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Pero no comprendo que estas cosas se toleren en el ejército.

—Ta, ta, ta. Si a ese tío le da la gana de abrir el cajón de los secretos, como él lo llama, ni los generales se escapan del escándalo. Ochenta y cinco por ciento de la guarnición le debe dinero. Aparte de eso, el hombre es una institución necesaria. Sin él, la mitad de nosotros estábamos en la cárcel. Mira: como tú sabes, cada noche armamos la partida de bacará. Un día Herrero tuvo una racha mala y perdió. El señor Pepe le prestó quinientas pesetas; las perdió. Entonces cogió quinientas pesetas del dinero de la cocina y las perdió también. El señor Pepe le dijo que no le daba un céntimo más y Herrero no tenía dinero para dar de comer a los soldados. Pidió permiso al capitán para bajar a Tetuán y volvió por la tarde con mil pesetas. Ahora le descuenta cincuenta pesetas cada mes.

Habíamos llegado al final de la calle de la Luneta y Córcoles dio una vuelta en redondo.

—Oye, tú, ¿dónde vamos?

—A pasear un poco —me contestó.

—Bueno, pues vámonos de aquí. Me gustaría ver un poco de la ciudad.

—Aquí no hay otro paseo que éste. Después de cenar nos iremos a la Alcazaba. Pero ahora no puedes ir a ninguna parte. Aquí ves a todo el mundo y puedes echar un trago cuando te da la gana.

En la calle de la Luneta, indudablemente, todo el mundo estaba haciendo lo mismo que nosotros, pasear la calle arriba y abajo de una punta a otra, de vez en cuando entrando o saliendo de las tabernas y bares. La calle era un hormiguero, pero uno se encontraba las mismas caras la segunda vez que la recorría.

Todo el comercio de propietarios europeos o judíos más o menos europeizados se encontraba en la calle de la Luneta. Fuera de allí todo eran callejas silenciosas y solitarias. La calle en sí comenzaba en la misma estación del ferrocarril y terminaba en la Plaza de España. En un trecho de quinientos metros se concentraba toda la vida de la ciudad. En el lado izquierdo se abrían las puertas del antiguo barrio judío, y por ellas se volcaba una riada de chiquillos astrosos que acosaban infatigables a los transeúntes, en libre competencia con innumerables chiquillos mo—ros y cristianos igualmente haraposos.

La calle era una extraña mezcla de colores: predominaba el caqui de los uniformes, resaltando aquí y allá sobre su fondo la nieve de las capas blancas, los albornoces y los pantalones bombachos de las unidades moras, los fajines rojos y azules del Estado Mayor y unos pocos generales, con los entorchados de oro de los ayudantes de campo, y los trajes azules de los mecánicos de los parques. Se cruzaba uno con los moros de la montaña, escuálidos, piojosos y descalzos, envueltos en sus chilabas haraposas, grises o color café, y con los moros ricos de Tetuán en albornoces blancos y azules, de lana o de seda, calzados con babuchas limpísimas de color amarillo o en cuero taraceado lleno de policromías. Se encontraban judíos envueltos en hopalandas sucias y grandes, mezclados con judíos cuyos caftanes eran de fina lana o fina seda y cuyas camisas deslumhraban por su blancura. Había gitanos vendiendo cuanto es vendible bajo el sol, mendigos de las tres razas mosconeando dioses, limpiabotas a cientos que se amparaban de vuestros pies mientras andabais. Y muy pocas mujeres.

Tan pocas mujeres había en la calle de la Luneta que el paso de una de ellas, si no era vieja y gorda, producía un murmullo que la acompañaba a lo largo de toda la calle.

Un polvo impalpable flotaba en el aire, el polvo de innumerables e incesantes pisadas. La calle entera se moría de sed y alimentaba incansable las tabernas de ambos lados, siempre llenas, siempre abiertas.

Al caer la noche, Córcoles me llevó al casino de sargentos y me inscribió como socio. El casino consistía en un salón con divanes y sillas, un bar, y otro salón como tertulia con unas pocas mesas de billar, unas cuantas mesitas aisladas forradas de verde para las partidas de cartas y una enorme mesa para bacará, treinta y cuarenta y rouge et noir. Una multitud de sargentos y suboficiales estaban jugando; miramos el juego un rato, arriesgamos unas monedas, perdimos un poco de dinero y nos fuimos a cenar. Córcoles planeaba el ir a casa de la Luisa.

—No te creas que todo el mundo puede entrar allí. Sargentos sólo admiten unos pocos que ya conocen. Pero allí yo soy alguien.

—Si te digo la verdad, preferiría irme a dormir —dije.

—Te llevas una a la cama y te duermes después.

—No me gustan mucho las casas de putas para dormir.

—Y yo te digo que es el mejor sitio donde puedes dormir, en los hoteles te dan ganas de vomitar. Están llenos de mierda y de chinches y no puedes cerrar los ojos. Aquí pagas cinco duros y tienes una mujer y cama limpia.

—Bueno, vamos donde quieras, me es igual.

Cruzamos la Plaza de España, entramos en el barrio moro y nos enfrentamos con una calleja empinada, estrecha y retorcida, con casas bajas, la mayoría de un piso, y empedradas con cantos de río formando ángulo hacia el centro convertido en un albanal de agua sucia y maloliente.

—Esto es la Alcazaba —dijo Córcoles—. Aquí están todas las putas de Tetuán.

No veía nada más que miserables casuchas y largas tapias Manqueadas con cal, taladradas de vez en cuando por recias puertas con gruesos clavos. Córcoles se paró ante una de estas puertas v llamó; se abrió un ventanillo y alguien nos inspeccionó desde dentro y abrió una puertecilla para que entráramos. Nos recibió una vieja que nos condujo a una sala brillantemente alumbrada, sobrecargada de espejos, con una mesa en el centro y un piano en el fondo. Dio unas palmadas y detrás de nosotros entró un grupo de mujeres, la mayoría de ellas en una simple bata y medio desnudas bajo ella.

Cuatro sargentos estaban en la sala bebiendo y bromeando. La repugnancia fría que siempre me han dado los burdeles me condujo a reunirme a ellos y evitar la invitación de las mujeres. Charlamos, bebimos, reímos y al fin cantamos a coro metiendo un poco de escándalo. Uno tras otro fueron desapareciendo, unos discreta, otros ruidosamente. Córcoles y yo nos encontramos solos, él con una muchacha que mantenía ser de Marsella, con una voz estridente y gutural, gruesa y pesada como una vaca. Yo aún era el centro de atracción de tres de las chicas.

Córcoles estaba un poco borracho ya.

—Si tú no te quieres acostar con nadie, a mí no me quitas de acostarme con ésta —dijo, palmeando los hombros desnudos y macizos de la francesa que sonaban a gelatina.

—Te espero aquí si no tardas mucho, y si tardas me voy. No tengo ganas de acostarme con nadie.

Pedí una botella de vino para matar la espera. Las muchachas me miraron despectivas y dos se marcharon; una se quedó conmigo.

—¿No te gusto?

—No.

—¿Te aburro?

—No, quédate y bebe conmigo.

Llenó dos vasos y me alargó uno. Bebimos ambos. Se sentó en el sofá a mi lado:

—Déjame estar aquí un rato. Es tan cansado esto, siempre lo mismo, el día entero. Sabes, es una vida miserable... —Y comenzó a contarme una historia sentimental que había oído cientos de veces. No la escuchaba.

Me aburría: bebía mi vino a sorbos y encendía un cigarrillo tras otro. Al fin se calló.

—Te estoy aburriendo. Lo siento.

Cerró la puerta sin ruido y me quedé solo. Me fui al piano y me entretuve en punzar sus teclas con un dedo. En la calleja sonaban los pasos de los transeúntes y algunas veces las herraduras de un burro o un caballo, sonoras sobre los cantos. Una voz detrás de mí me dijo:

—¡Pobrecito! Te han dejado solo.

Había entrado otra de ellas, más elegante que las otras. Llevaba un traje de noche crema de seda espesa, que se ceñía estrechamente a su cuerpo. Podría verse que debajo estaba desnuda y el traje la hacía más desnuda aún.

—No me quieren por flaco —repliqué.

—Pobrecito —replicó sentándose en el diván y mirándo—me—. ¿No te gustan nuestras chicas?

—No.

Se enderezó rígida, como si la hubiera insultado:

—Gusto a muchos.

—No lo dudo. Contra gustos no hay nada escrito.

—¿Es que no te gustan las mujeres?

—Sí. —Y agregué como un idiota—. Pero las otras.

—¡Tonterías! En la cama todas somos iguales.

Se levantó del diván, fue al piano y se puso a tocar. Tocaba bien, con un tacto nervioso. Golpeó un grave y cerró la tapa con ruido. En aquel momento Córcoles entró un poco más colorado que antes. Llenó un vaso de vino y lo apuró de un trago.

—Buena compañía tienes —dijo.

—No está mal. ¿Nos vamos?

Intervino ella:

—¿Qué le pasa a tu amigo? No se puede marchar así. —Se volvió burlona a mí—. ¿Con quién quieres acostarte tú, rico?

—¿Yo? ¡Con el ama! Anda, vámonos.

La mujer se volvió a Córcoles:

—¿No sabe éste quién soy yo?

—Chica, acaba de llegar a Tetuán. Es un paleto aún.

La mujer me cogió del brazo y me empujó:

—Ven, te vas a acostar con el ama —dijo riéndose.

Tenía el espíritu tan cansado que no intenté resistir. ¿Qué más daba? Hay que tomar una broma como viene. El ama sería sin duda una vieja gorda hidrópica, sentada en un sillón con un gato en las faldas. Nos reiríamos todos. La seguí a través del laberinto de corredores y puertas, rozándonos con putas y maricas que se volvían a mirarnos. Entramos en una alcoba llena de pieles espléndidas, de cristales tallados como diamantes. Cerró la puerta y yo me quedé en medio del cuarto mirando. Nunca había visto un cuarto semejante en un burdel. Cuando me volví, se había quitado el traje y estaba completamente desnuda:

—¿Sabes? El ama aquí soy yo.

Se rebelaron todos mis instintos. ¡El ama era ella! Podía ser el ama de la casa, pero no iba a ser el ama de mí. No era más que una zorra como las otras, sin más privilegio que ser su ama. Pero yo no había ido allí a dormir con nadie, menos a someterme a nadie. Si una mujer me hubiera gustado, lo habría aceptado y me hubiera ido a la cama con ella. Pero no me daba la gana de aceptar que si yo le gustaba al ama, me tenía que acostar con ella.

Luisa era muy hermosa. Me acosté con ella. Fui actor y espectador a la vez. Como macho me sentía completamente independiente, liberado de la hembra. La miraba con mi cerebro y dominaba las sensaciones de mis sentidos. La miraba, la oía, la sentía, la olía, gustaba su boca, como uno disfruta de un espectáculo. Debió sentirlo, porque intentó arrastrarme a lo más hondo del placer y hacerse el ama de mí. Llegué en aquella ocasión a comprender el poder del chulo, el poder del macho mentalmente frígido sobre una mujer.

En las primeras horas de la madrugada cenamos Luisa y yo, una cena fría en un gabinetito inmediato a la alcoba. Muchas veces me puso su mano sobre un muslo y muchas veces mi mano tocó los suyos. Le quemaba la piel. Cuando terminamos se sentó al piano —¿cuántos pianos había en aquella casa?— y yo me quedé de pie detrás de ella, mirando el revolotear de los dedos perezosos sobre las teclas. Echó hacia atrás la cabeza contra mí y yo miré hacia abajo sobre los planos enérgicos de su barbilla poderosa, sus pestañas largas, los rizos de sus cabellos.

En uno de sus meñiques brillaba una esmeralda. Cuando dejó de tocar, la piedra se apagó, casi muerta, con sólo un reflejo profundo, funeral. Tenía un rubí sangriento colgado entre sus pechos, y cuando respiraba la piedra me lanzaba un destello a los ojos como una señal. Dejó las manos sobre el teclado como dos pájaros muertos, volvió la cabeza y se recostó más pesadamente sobre mí.

—¿Tú sabes que soy judía? Mi nombre verdadero es Miriam. Mi padre es platero. Cincela la plata con un martillo pequeñito. Mi abuelo era platero y el suyo también. Mis dedos son la herencia de generaciones de hombres que han manejado y tocado el oro y la plata. —Se acarició el rubí y la esmeralda con la yema de los dedos, cruzando sus manos sobre los pechos como en un gesto de súplica o de pudor—. Y piedras. Ahora ya no hay oro. En casa el padre conserva sus monedas de oro, unas monedas muy viejas, envueltas en un viejo paño de seda juntas con una gran llave roñosa. Al abuelo le echaron de España, le echaron de lo que vosotros llamáis la Imperial Toledo y se vino aquí con sus monedas y su llave. Cuando la llave vuelva a su antigua cerradura, las viejas monedas se cambiarán por moneda nueva. Padre sueña con ir a Toledo. Dicen que es una ciudad de calles muy estrechas y allí tenemos nosotros una casa construida en piedra. Porque me han contado que todas las casas que una vez fueron de los judíos existen aún en Toledo. ¿Has visto tú Toledo?

No aguardó por mi respuesta y continuó:

—Mientras tanto nos moríamos de hambre. Padre martilleaba su plata y yo me iba a mendigar a la Luneta, aquí en Tetuán.

Se calló y acarició el teclado. Echó la cabeza atrás otra vez y se rió con la risa estridente y seca de un borracho o de una mujer histérica.

—¡Oro! ¿Sabes que yo soy tal vez la mujer más rica de Tetuán? Tengo miles y miles, tal vez un millón. Todo mío. De Miriam, la judía.

Se levantó y se volvió hacia mí, cara a cara:

—¿Tú quieres dinero? ¿Mucho dinero?

—Yo, no. ¿Para qué? —Estaba cansado y somnoliento. «¿Es que aquí en África nadie piensa más que en dinero?», me pregunté yo mismo aburrido.

—Tienes razón. ¿Para qué?

Dejó caer las manos sobre las teclas y las hizo sonar en un cascabeleo de notas.

—Pide café, ¿quieres? —le dije.

—¿Me quieres? ¿Te gusto? —preguntó acercando su cara a la mía.

—No te quiero. Me gustas. Se le contrajo la cara con rabia.

—¿Por qué dices que no me quieres? Todos dicen que me quieren. Todos están dispuestos a hacer lo que yo diga. Son mis esclavos todos y yo soy el ama. Y tú no. ¿Por qué?

—Pues, porque no. Muy simple.

—¿No dices que te gusto?

—Sí.

—Entonces, bien, ¿te pegarías por mí? ¿Le matarías a uno a puñaladas por mí?

—No. ¿Por qué? No seas ridicula. ¿Por qué tenía yo que matar a alguien por el capricho de esta mujer?

Se rió blandamente y se me quedó mirando. Después de una larga pausa dijo:

—Tiene gracia —y se marchó de la habitación.

Poco después, uno de los homosexuales que hacían de sirvientes en la casa trajo café y coñac. Dejé disolver el azúcar en mi taza, con un sentimiento de irrealidad en el fondo de mi pensamiento, como si estuviera leyendo una novela francesa picara y barata.

Cuando Luisa volvió, llevaba puesto de nuevo el traje pesado de seda crema sobre la piel dorada. Sus ojos tenían una mirada ausente. Andaba rítmica y majestuosa, como la Reina de Saba, con un fruncir desdeñoso de su boca. Me la imaginé de repente en una serie de imágenes furtivas, como una niña judía harapienta vagabundeando en las calles de Tetuán, frotándose contra los pantalones inmaculados de los oficiales, pisando los albornoces de seda de los notables moros, escupiendo las hopalandas de seda de los banqueros judíos, agria y vengativa. Podía sentir ahora su odio rencoroso vivo aún. Por un momento tuve miedo y quise marcharme, pero ella dijo:

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