La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (35 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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Decidí, pues, irme a vivir a su lado para acompañarla y ayudarla con lo que yo pudiese ganar. El matrimonio me estaba vedado, porque, prohibida en España la poligamia, yo no me hallaba dispuesto a sufrir las incomodidades que lleva consigo la posesión de una sola mujer; me pareció preferible cerrar la historia de mi vida de progenitor, dejar apagarse las cenizas de mis pasiones africanas, y consagrar todo mi cariño a mi sobrinilla, a la que encontraba gran parecido con mi hijo Josimiré. Sólo me debía preocupar en adelante el triste problema de la manutención, el cual era para mí casi insoluble por haber perdido la brújula y hallarme en mi país tan desorientado como si jamás hubiera vivido en él. Para los negocios me incapacitaba el no tener capital ni crédito; para la política o el periodismo, el no saber distinguir a unos hombres políticos de otros, ni siquiera este de aquel partido; para la abogacía, el haber olvidado casi todas las leyes que aprendí y haber caído en desuso las pocas que recordaba. Y aparte de esto, la contrariedad de tener el hígado echado a perder y estar casi siempre de malísimo humor. En tal apuro, no fue escasa fortuna que la protección del diputado de mi distrito, antiguo criado de mi casa, me proporcionara un destino de ocho mil reales en la Dirección de la Deuda, en una de cuyas oficinas me propuse, si me dejaban, pasar el resto de mis miserables días. Allí, con papel, tinta y plumas del Estado he ido urdiendo esta relación de mis aventuras y descubrimientos, destinada en un principio a quedar manuscrita, para uso reservado de mis parientes y escasos amigos, y publicada sólo porque así me determinó a hacerlo un sueño que tuve, y que me pareció de buen augurio.

SUEÑO DE PÍO CID

Hallábame, no sé cómo ni por qué, paseando a las altas horas de la noche por uno de los patios del monasterio del Escorial, cuando se me acercó un hombre de mediana talla, de rostro agresivo, su complexión toda aguileña, en quien creí descubrir alguna semejanza con un retrato de Hernán Cortés que, allá en mi niñez, recordaba yo haber visto. Aquel hombre o fantasma me saludó familiarmente, como si de muy antiguo me conociera, y sin rodeos ni preámbulos entabló conmigo el diálogo siguiente:

—No he querido pasar por estos lugares sin estrechar tu mano en prueba de amistad, y sin aconsejarte que des a luz la historia de tus descubrimientos y conquistas, de la que nuestra pobre patria está en gran manera necesitada.

—No sé si dar las gracias o entristecerme y afligirme —dije yo con un movimiento de desconfianza, y retirando mi mano con modestia no exenta de orgullo—; porque me hallo indigno de merecer estímulos que parecen venir de tan alto, y temo ser víctima de un ensueño engañoso. ¿Cuáles son mis hazañas y mis conquistas? ¿Qué nuevo imperio he colocado yo bajo el dominio de España? ¿A qué amistad soy acreedor yo, pobre diablo, que tras mil aventuras incoherentes e infructuosas, tengo que vivir a expensas de la caridad del Estado, de una limosna disfrazada de sueldo, soportando humildemente que mis superiores jerárquicos, que en Maya no servirían ni para mnanis, me reprendan cuando llego a la oficina con retraso, o cuando dedico a componer mis Memorias los ratos perdidos, que otros consagran a hablar de lo que no saben o a contemplarse mutuamente?

—Si alguna humillación hubiera en lo que dices, recaiga toda sobre la sociedad degenerada, que no sabe conocer a sus hombres; y si faltó a tus triunfos la glorificación exterior, échese toda la culpa a la fatalidad, que nos trajo a tan completa ruina. En cuanto a ti, ¿qué pudiste hacer más? Los más descollados conquistadores necesitaron de auxiliares, pocos o muchos, pero algunos, para acometer sus empresas, en tanto que tú fuiste solo, y solo terminaste la pacífica conquista de muchas tierras y de muchas y varias gentes, y aun te bastaste para fundar un numeroso plantel dinástico, que durante muchos siglos prolongará tu dominación.

—Quiero creer que todo eso sea verdad; pero, aun así, considero mi obra más como capricho de mi fantasía que como real y positiva creación; porque hombres somos, y para que nuestras obras sean humanas han de ser conocidas de otros hombres, y mi conquista quedará ignorada de todo el mundo por haberle faltado dos importantes detalles: la sumisión del rey Josimiré a la soberanía de España, y el solemne reconocimiento de las potencias. ¿A qué bueno pueden servir esos descubrimientos; y esas conquistas, que no traen consigo ningún provecho, ni siquiera un cambio en la composición de los mapas?

—Y ¿en qué libro está escrito que las conquistas deban producir provecho a los conquistadores? ¿Qué utilidad trajeron a España las grandes y gloriosas conquistas de todos conocidas y celebradas? Ellas se llevaron nuestra sangre y nuestra vida a cambio de humo de gloria. ¿Qué significa ni qué vale un siglo, dos o cuatro de dominación real, si al cabo todo se desvanece, y el más poderoso y el más noble viene a quedar el más abatido y el más calumniado? Quizá nuestra patria hubiera sido más dichosa si, reservándose la pura gloria de sus heroicas empresas, hubiera dejado a otras gentes más prácticas la misión de poblar las tierras descubiertas y conquistadas, y el cuidado de todos los bajos menesteres de la colonización. Por esto, tu conquista me parece más admirable. No será útil a España, ni debe serlo; pero es gloriosa y no ha exigido dispendios, que en nuestra pobreza no podríamos soportar. Los grandes pueblos y los grandes hombres, pobres han sido, son y serán; y las empresas más grandiosas son aquellas en que no interviene el dinero, en que los gastos recaen exclusivamente sobre el cerebro y el corazón.

Yo también me entusiasmo más con las glorias sin provecho, que con los provechos sin gloria; mas, a decir verdad, mis aventuras no sólo han sido inútiles, sino que no aumentarán en un adarme la gloria de nuestra gloriosísima nación; porque careciendo, como carezco, de pruebas documentales en que apoyarlas, aunque me determine a darlas a luz, ¿quién, por los tiempos que corren, las tomará por verdaderas?

—He ahí una razón que debe decidirte sin más réplicas a seguir mis consejos. Nunca es más oportuna la verdad que cuando se sospecha que no ha de ser creída. El genio de la acción tiene mucho que penar si nace en naciones decadentes, porque necesita del concurso de las fuerzas nacionales, y cuando éstas faltan, las empresas mejor concebidas se quedan en el mundo de lo imaginado; pero el genio de la idea tiene siempre el campo expedito para concebir y para crear, y debe cumplir su misión con tanto más celo cuanto mayor sea la sordera y la ceguedad de los que le rodean. Si Cervantes, el más poderoso y universal héroe que yo descubro en nuestra raza, viviera en estos tiempos raquíticos, de seguro que no tendría ocasión de quedarse manco, a no ser que el pobre se cayese por las escaleras de algún quinto piso; pero no dejaría de escribir su
Don Quijote
para señalarnos a qué altura podemos llegar cuando huimos de las groseras y vulgares aspiraciones que contrarían nuestra naturaleza y nos apartan de nuestra congénita austeridad.

—Pero ¿cómo me atreveré yo a remontar mi espíritu a esas alturas ideales, si con los pies firmes en el suelo, con sólo fijar el pensamiento en esas grandezas, se me desvanecen todos los sentidos? Yo adoro y reverencio a los héroes inmortales que, enseñoreados de toda la Creación, lo mismo escriben una epopeya con la pluma que con la espada; sin embargo, en mi pequeñez, tan desmesurados ejemplos me oprimen, me descorazonan y me quitan los pocos ánimos que tengo para acometer empresas literarias. Quizás haya en mí algo de eso que tú has llamado genio de la acción, y en otra época o en otro país hubiera podido figurar dignamente entre los hombres más resueltos, más atrevidos y más audaces; pero mis medios pacíficos de expresión son muy pobres. Sólo he parecido elocuente en Maya por el prestigio de mi antecesor Arimi, y sólo en aquel país, casi salvaje, llegué a escribir medianamente, porque su lengua contiene pocas palabras, y de éstas ninguna inútil. Mis Memorias no contendrán, pues, méritos de forma, y por lo que hace al fondo, tengo también mis dudas; pues la mayor parte de los que llegaran a leerlas me censurarían por haber sacado a los mayas del estado de paz en que mal o bien iban viviendo, para iniciarles en los peligrosos secretos de la civilización.

—No te importe la opinión de los demás, y atente a la tuya propia. Los verdaderos escritores no buscan el placer en la obra terminada; el placer está en el esfuerzo, no en la obra, porque ésta es siempre despreciable para el que la compuso. Quédese para la muchedumbre, en la cual existe un fondo permanente de salvajismo, la admiración de los hechos consumados. Los mayas eran felices como bestias, y tú les has hecho desgraciados como hombres. Esta es la verdad. El salvaje ama la vida fácil, en contacto directo con la Naturaleza, y rechaza todo esfuerzo que no tiene utilidad perentoria; el hombre civilizado detesta, quizá con motivo, esa vida natural, y halla su dicha en el esfuerzo doloroso que le exige su propia liberación. Conquistar, colonizar, civilizar, no es, pues, otra cosa que infundir el amor al esfuerzo que dignifica al hombre, arrancándole del estado de ignorante quietud en que viviría eternamente. Yo veo pueblos que adquieren tierras y destruyen razas, y establecen industrias, y explotan hombres; pero no veo ya conquistadores desinteresados y colonizadores verdaderos. Así, tu obra es más bella. Porque tú saliste de Maya como entraste (salvo lo del tesoro de marfil, que allí no hacía ninguna falta, y a ti te era indispensable para el camino); amoldaste tu vida a la del pueblo que ibas a regenerar, para que tus ideas parecieran como salidas del seno de la misma nación; fuiste introduciendo con habilidad los gérmenes de la reforma, la levadura que había de hacer fermentar el espíritu de los mayas; y en vez de destruirlos tú, les diste los medios necesarios para que ellos entre sí se destruyeran, para que el placer que en ello recibieran les llevara de la mano a la cumbre de la civilización. Morirán muchos, sin duda, pero nacerán más, porque en los estados poligámicos, si quedan a salvo las mujeres, pocos hombres bastan para que la especie se propague; y tú estuviste inspiradísimo decretando que las mujeres fuesen irresponsables y libres de la acción destructora de la ley penal.

—Hay, sin embargo, un punto en el cual mi conciencia no me absuelve: el de los sacrificios. Cuando veo el respeto casi supersticioso que en Europa se tiene a la vida de los hombres, las prolijas formalidades que están en uso para imponer la última pena, me horrorizo recordando la serenidad, por no decir la frescura, con que yo les separé las cabezas de los troncos a las ciento cincuenta y cinco nueras de la reina Mpizi, junto a la gruta de Bau-Mau.

—No comprendo ese horror; antes estoy convencido de que el progresivo envilecimiento de las naciones cultas proviene de su ridículo respeto a la vida. El principio jurídico fundamental no debe ser el derecho a la vida, sino el derecho al ideal, aun a expensas de la vida. Yo repruebo resueltamente el sacrificio de vidas humanas si los móviles del sacrificio son el engrandecimiento pasajero de este o aquel país, las disputas sobre propiedad, jurisdicción, supremacía y demás mezquindades en que los hombres se interesan. Tal es también tu sentimiento, puesto que, habiendo asistido imparcial a mil degollaciones en Maya, estuviste a dos dedos de perder el juicio sólo de oír a los accas el relato de una decapitación y un festín, en los que no tenías arte ni parte. Pero el noble sacrificio de las mujeres de Mujanda en aras de su fidelidad conyugal, o la muerte en las corridas de búfalos, tan bella, tan artística, paréceme que, lejos de degradar al hombre, le ennoblecen mucho más que su desmesurado apego a la vida y su cobarde aspiración a terminarla en un lecho, agarrado hasta el fin a los jirones de carne que le emponzoñan el espíritu con su fétida emanación. Amable es la vida; pero ¿cuánto más amable no es el ideal a que podemos elevarnos sacrificándola? De igual suerte, con ser la Biblia libro de tantos quilates, yo no vacilaría en destruir el único ejemplar que existiese en el mundo si había de servirme para prender fuego a tantas ciudades degradadas del presente o del porvenir. Yo amo a los hombres; si me dieran el mando de grandes ejércitos para emprender nuevas conquistas y para triunfar en nuevos combates, lo rechazaría, porque creo que ha llegado la hora de que cese la eterna disputa, el viejo afán del efímero poder; pero no vacilaría en ponerme al frente de hordas amarillas o negras que por Oriente o por Mediodía, como invasores sin entrañas y proféticos verdugos, cayeran sobre los pueblos civilizados y los destruyeran en grandes masas, para ver cómo, entre los vapores de tanta sangre vertida, brotaban las nuevas flores del ideal humano. En el paso de la barbarie a la civilización se encuentran siempre las mayores crueldades de nuestras historias, como para indicar que esa eflorescencia de los ideales exige un riego abundantísimo de sangre de hombres. Y lo que hoy llamarnos civilización, bien pudiera ser la barbarie precursora de otra civilización más perfecta; así como en Maya la aparente civilización de hoy es sólo el anuncio de un esplendoroso porvenir, al que la nación camina con paso firme bajo la dura mano de tu hijo Josimiré.

—¡Mi hijo Josimiré! ¿Tú le has visto? ¿Qué noticias de él puedes darme, ya que tan bien enterado pareces de lo que ocurre en aquellos lejanos países, en donde yo vivo casi siempre en pensamiento? Creo tener del continuo delante de mis ojos todas aquellas figuras conocidas, y la primera de todas la del tierno Josimiré, enano y gordinflón, semejante a un botijo.

—A pesar de su mala presencia, Josimiré es un rey que asombra. Con varios que hubiera en África de su temple, la supremacía de Europa no la pasaría muy bien. Al llegar a su mayor edad, comprendiendo con rara intuición el alcance del matrimonio entre sus hermanastros, el elocuente Arimi y la cabelluda Vitya, decidió no aceptar mujeres indígenas y tomó por esposas a todas sus hermanastras, para conservar en lo posible la superioridad de la sangre; y como además de gran rey es hombre limpio, ha designado como favorita a la hija mayor de la glotona Matay, tan hábil como su madre en el lavado de las túnicas. Pero el alma de palacio y el tirano de la moda en todo el país es la flaca Quimé, ahora en el apogeo de su belleza. La pobre Memé está ya muy alicaída, y la reina Mpizi continúa con sus devaneos amorosos. También vive en él palacio real, aparentemente como sierva del rey, la reina Muvi, que es ahora, como siempre, un modelo de madres.

—Entonces, ¿no existe ya el reino de Banga?

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