La comunidad del anillo (52 page)

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Authors: J. R. R. Tolkien

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La comunidad del anillo
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—Suena alto y claro en los valles de las colinas —dijo—, ¡y los enemigos de Gondor ponen pies en polvorosa!

Llevándose el cuerno a los labios, Boromir sopló y los ecos saltaron de roca en roca y todos los que en Rivendel oyeron esa voz se incorporaron de un salto.

—No te apresures a hacer sonar de nuevo ese cuerno, Boromir —dijo Elrond—, hasta que hayas llegado a las fronteras de tu tierra y sea necesario.

—Quizá –dijo Boromir—, pero siempre en las partidas he dejado que mi cuerno grite, y aunque más tarde tengamos que arrastrarnos en la oscuridad, no me iré ahora como un ladrón en la noche.

Sólo Gimli el enano exhibía una malla corta de anillos de acero (pues los enanos soportan bien las cargas) y un hacha de regular tamaño le colgaba de la cintura. Legolas tenía un arco y un carcaj, y en la cintura un largo cuchillo blanco. Los hobbits más jóvenes cargaban las espadas que habían sacado del túmulo, pero Frodo no disponía de otra arma que Dardo y llevaba oculta la cota de malla, como Bilbo se lo había pedido. Gandalf tenía su bastón, pero se había ceñido a un costado la espada élfica que llamaban Glamdring, hermana de Orcrist, que descansa ahora sobre el pecho de Thorin bajo la Montaña Solitaria.

Todos fueron bien provistos por Elrond con ropas gruesas y abrigadas, y tenían chaquetas y mantos forrados de piel. Las provisiones y ropas de repuesto fueron cargadas en un poney, nada menos que la pobre bestia que habían traído de Bree.

La estadía en Rivendel lo había transformado de un modo asombroso: le brillaba el pelo y parecía haber recuperado todo el vigor de la juventud. Fue Sam quien insistió en elegirlo, declarando que Bill (así lo llamaba ahora) se iría consumiendo poco a poco si no lo llevaban con ellos.

—Ese animal casi habla —dijo— y llegaría a hablar si se quedara aquí más tiempo. Me echó una mirada tan elocuente como las palabras del señor Pippin: Si no me dejas ir contigo, Sam, te seguiré por mi cuenta.

De modo que Bill sería la bestia de carga; sin embargo era el único miembro de la Compañía que no parecía deprimido.

 

Ya se habían despedido de todos en la gran sala junto al fuego y ahora sólo estaban esperando a Gandalf, que aún no había salido de la casa. Por las puertas abiertas podían verse los reflejos del fuego y en las ventanas brillaban unas luces tenues. Bilbo estaba de pie y en silencio junto a Frodo, arropado en un manto. Aragorn se había sentado en el suelo y apoyaba la cabeza en las rodillas; sólo Elrond entendía de veras qué significaba esta hora para él. Los otros eran como sombras grises en la oscuridad.

Sam, junto al poney, se pasaba la lengua por los dientes y miraba morosamente la sombra de allá abajo donde el río cantaba sobre un lecho de piedras; en este momento no tenía ningún deseo de aventuras.

—Bill, amigo mío —dijo—, no tendrías que venir con nosotros. Podrías quedarte aquí y comerías el heno mejor, hasta que crecieran los nuevos pastos.

Bill sacudió la cola y no dijo nada.

Sam se acomodó el paquete sobre los hombros y repasó mentalmente todo lo que llevaba, preguntándose con inquietud si no habría olvidado algo: el tesoro principal, los utensilios de cocina; la cajita de sal que lo acompañaba siempre y que llenaba cada vez que le era posible; una buena porción de hierba para pipa, "no suficiente", pensaba; pedernal y yesca; medias de lana; ropa blanca; varias pequeñas pertenencias que Frodo había olvidado y que él había guardado para mostrarlas en triunfo cuando las necesitasen. Lo repasó todo.

—¡Cuerda! —murmuró—. ¡Ninguna cuerda! Y anoche mismo te dijiste: "Sam, ¿qué te parece un poco de cuerda? Si no la llevas la necesitarás." Bueno, ya la
necesito.
No puedo conseguirla ahora.

 

En ese momento Elrond salió con Gandalf y pidió a la Compañía que se acercase.

—He aquí mis últimas palabras —dijo en voz baja—. El Portador del Anillo parte ahora en busca de la Montaña del Destino. Toda
responsa
bilidad recae sobre él: no librarse del Anillo, no entregárselo a ningún siervo de Sauron y en verdad no dejar que nadie lo toque, excepto los miembros del Concilio o la Compañía y esto en caso de extrema necesidad. Los otros van con él como acompañantes voluntarios, para ayudarlo en esa tarea. Podéis detenemos, o volver, o tomar algún otro camino, según las circunstancias. Cuanto más lejos lleguéis, menos fácil
será retroceder, pero
ningún lazo ni juramento os obliga a ir
más
allá de vuestros propios corazones, y no podéis prever lo que cada uno encontrará en el camino.

—Desleal es aquel que se despide cuando el camino se oscurece —dijo Gimli.

—Quizá —dijo Elrond—, pero no jure que caminará en las tinieblas quien no ha visto la caída de la noche.

—Sin embargo, un juramento puede dar fuerzas a un corazón desfalleciente.

—O destruirlo —dijo Elrond—. ¡No miréis demasiado adelante! ¡Pero partid con buen ánimo! Adiós y que las bendiciones de los elfos y los hombres y toda la gente libre vayan con vosotros. ¡Que las estrellas os iluminen!

—Buena... ¡buena suerte!

gritó Bilbo tartamudeando de frío
—. No
creo que puedas llevar un diario, Frodo, compañero, pero esperaré a que me lo cuentes todo cuando vuelvas. ¡Y no tardes demasiado! ¡Adiós!

 

Muchos otros de la Casa de Elrond
los
miraban desde
las
sombras y les decían adiós en voz baja. No había risas ni canto ni música. Al fin la Compañía se volvió, desapareciendo en la oscuridad.

Cruzaron el puente y remontaron lentamente los largos senderos escarpados que los llevaban fuera del profundo valle de Rivendel, y al fin llegaron a los páramos altos donde el viento siseaba entre los brezos. Luego, echando una mirada al Ultimo Hogar que centelleaba allá abajo, se alejaron a grandes
pasos perdiéndose
en la noche.

 

En el Vado del Bruinen dejaron el camino y doblando hacia el sur fueron por unas sendas estrechas entre los campos quebrados. Tenían el propósito de seguir bordeando las laderas occidentales de las montañas durante muchas millas y muchos días. La región era más accidentada y desnuda que el valle verde del Río Grande del otro lado de las montañas, en las Tierras Asperas. La marcha era necesariamente lenta, pero esperaban escapar de este modo a miradas hostiles. Los espías de Sauron habían sido vistos raras veces en estas extensiones desiertas y los senderos eran poco conocidos excepto para la gente de Rivendel.

Gandalf marchaba delante y con él iba Aragorn, que conocía estas tierras aun en la oscuridad. Los otros los seguían en fila y Legolas que tenía ojos penetrantes cerraba la marcha. La primera parte del viaje fue dura y monótona y Frodo sólo guardaría el recuerdo del viento. Durante muchos días sin sol, un viento helado sopló de las montarías del este y parecía que ninguna ropa pudiera protegerlos contra aquellas agujas penetrantes. Aunque la Compañía estaba bien equipada, pocas veces sintieron calor, tanto moviéndose como descansando. Dormían inquietos en pleno día, en algún repliegue del terreno o escondiéndose bajo unos arbustos espinosos que se apretaban a los lados del camino. A la caída de la tarde los despertaba quien estuviera de guardia y tomaban la comida principal: fría y triste casi siempre, pues pocas veces podían arriesgarse a encender un fuego. Ya de noche partían otra vez, buscando los senderos que llevaban al sur.

Al principio les pareció a los hobbits que aun caminando y trastabillando hasta el agotamiento, iban a paso de caracol y no llegaban a ninguna parte. Pasaban los días y el paisaje era siempre igual. Sin embargo, poco a poco, las montañas estaban acercándose. Al sur de Rivendel eran aún más altas y se volvían hacia el oeste; a los pies de la cadena principal se extendía una tierra cada vez más ancha de colinas desiertas y valles profundos donde corrían unas aguas turbulentas. Los senderos eran escasos y tortuosos y muchas veces los llevaban al borde de un precipicio, o a un traicionero pantano.

 

Llevaban quince días de marcha cuando el tiempo cambió. El viento amainó de pronto y viró al sur. Las nubes rápidas se elevaron y desaparecieron y asomó el sol, claro y brillante. Luego de haber caminado tropezando toda una noche, llegó el alba fría y pálida. Estaban ahora en una loma baja, coronada de acebos; los troncos de color verde grisáceo parecían estar hechos con la misma piedra de las lomas. Las hojas oscuras relucían y las bayas eran rojas a la claridad del sol naciente.

Lejos, en el sur, Frodo alcanzaba a ver los perfiles oscuros de unas montañas elevadas que ahora parecían interponerse en el camino que la Compañía estaba siguiendo. A la izquierda de estas alturas había tres picos; el más alto y cercano parecía un diente coronado de nieve; el profundo y desnudo precipicio del norte estaba todavía en sombras, pero donde lo alcanzaban los rayos oblicuos del Sol, el pico llameaba, rojizo.

Gandalf se detuvo junto a Frodo y miró amparándose los ojos con la mano.

—Hemos llegado a los límites de la región que los hombres llaman Acebeda; muchos elfos vivieron aquí en días más felices, cuando tenía el nombre de Eregion. Hemos hecho cuarenta y cinco leguas a vuelo de pájaro, aunque nuestros pies caminaran otras muchas millas. El territorio y el tiempo serán ahora más apacibles, pero quizá también más peligrosos.

—Peligroso o no, un verdadero amanecer es siempre bien recibido —dijo Frodo echándose atrás la capucha y dejando que la luz de la mañana le cayera en la cara.

—¡Las montañas están frente a nosotros! —dijo Pippin—. Nos desviamos al este durante la noche.

—No —dijo Gandalf —. Pero ves más lejos a la luz del día. Más allá de esos picos la cadena dobla hacia el sudoeste. Hay muchos mapas en la Casa de Elrond, aunque supongo que nunca pensaste en mirarlos.

—Sí, lo hice, a veces —dijo Pippin—, pero no los recuerdo. Frodo tiene mejor cabeza que yo para estas cosas.

—Yo no
necesito mapas
—dijo Gimli, que se había acercado con Legolas y miraba ahora ante él con una luz extraña en los ojos profundos—. Esa es la tierra donde trabajaron nuestros padres, hace tiempo, y hemos grabado la imagen de esas montañas en muchas obras de metal y de piedra y en muchas canciones e historias. Se alzan muy altas en nuestros sueños: Baraz, Zirak, Shathûr.

"Sólo las vi una vez de lejos en la vigilia,
pero las
conozco y sé cómo se llaman, pues debajo de ellas está Khazad-dûm, la Mina del Enano, que ahora: llaman el Pozo Oscuro, Moria en la lengua élfica. Más allá se encuentra Barazinbar, el Cuerno Rojo, el cruel Caradhras; y aún más allá el Cuerno de Plata y el Monte Nuboso: Celebdil el Blanco y Fanuidhol el Gris, que nosotros llamamos Zirak-zigil y Bundushathûr.

"Allí las Montañas Nubladas se dividen y
entre los dos brazos se
extiende el valle profundo y oscuro que no podemos olvidar: Azanulbizar, el Valle del Arroyo Sombrío, que los elfos llaman Nanduhirion.

—Hacia ese valle vamos —dijo Gandalf—. Si subimos por el paso llamado la Puerta del Cuerno Rojo, en la falda opuesta del Caradhras, descenderemos por la Escalera del Arroyo Sombrío al valle profundo de
los enanos; allí
se encuentran el Lago Espejo
y
los helados manantiales del Cauce de Plata.

—Oscura es el agua del Kheled-zâram —dijo Gimll— y frías son las fuentes del Kibil-nâla. Se me encoge el corazón pensando que los veré pronto.

—Que esa visión te traiga alguna alegría, mi querido enano —dijo Gandalf—. Pero hagas lo que hagas, no podremos quedarnos en ese valle. Tenemos que seguir el Cauce de Plata aguas abajo hasta los bosques secretos y así hasta el Río Grande y luego...

Hizo una pausa.

—Sí, ¿y luego qué? —preguntó Merry.

—Hacia nuestro destino, el fin del viaje —dijo Gandalf—. No podemos mirar demasiado adelante. Alegrémonos de que la primera etapa haya quedado felizmente atrás. Creo que descansaremos aquí, no sólo hoy sino también esta noche. El aire de Acebeda tiene algo de sano. Muchos males han de caer sobre un país para que olvide del todo a los elfos, si alguna vez vivieron ahí.

—Es cierto — dijo Legolas —. Pero los elfos de esta tierra no eran gente de los bosques como nosotros, y los árboles y la hierba no los recuerdan. Sólo oigo el lamento de las piedras, que todavía los lloran:
Profundamente cavaron en nosotras, bellamente nos trabajaron, altas nos erigieron; pero han desaparecido.
Han desaparecido. Fueron en busca de los puertos mucho tiempo atrás.

 

Aquella mañana encendieron un fuego en un hueco profundo, velado por grandes macizos de acebos, y por vez primera desde que dejaran Rivendel tuvieron un almuerzo-desayuno feliz. No corrieron en seguida a la cama, pues esperaban tener toda la noche para dormir y no partirían de nuevo hasta la noche del día siguiente. Sólo Aragorn guardaba silencio, inquieto. Al cabo de un rato dejó la Compañía y caminó hasta el borde del hoyo; allí se quedó a la sombra de un árbol, mirando al sur y al oeste, con la cabeza ladeada como si estuviera escuchando. Luego se volvió y miró a los otros que reían y charlaban.

—¿Qué pasa, Trancos? —llamó Merry—. ¿Qué estás buscando? ¿Echas de menos el Viento del Este?

—No por cierto —respondió Trancos—. Pero algo echo de menos. He estado en el país de Acebeda en muchas estaciones. Ninguna gente las habita ahora, pero hay animales que viven aquí en todas las épocas, especialmente pájaros. Ahora sin embargo todo está callado, excepto vosotros. Puedo sentirlo. No hay ningún sonido en muchas millas a la redonda y vuestras voces resuenan como un eco. No lo entiendo.

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