Juicio Final (66 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

BOOK: Juicio Final
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Continuaban adentrándose en una oscuridad cada vez mayor. Al debilitarse, la luz desdibujaba los contornos de las casas y construcciones y cada vez resultaba más difícil distinguir la serpenteante carretera por la que viajaban.

—En este condado Jesús hace horas extra —dijo Brown—. Recogiendo almas.

El teniente había conducido en silencio, incapaz de quitarse de la cabeza el recuerdo que había irrumpido de pronto en su conciencia. Se trataba de una imagen de la guerra, terrible aunque habitual: él llevaba siete meses en el campo y su pelotón había cruzado el descampado; era casi al final del día, se hallaban cerca del campamento, tenían calor, estaban sucios y cansados y, probablemente, en lugar de prestar atención iban pensando en lo que les esperaba al llegar, en la comida, en el descanso, en otra noche tensa e incómoda… lo cual los hacía muy vulnerables. De forma que, en retrospectiva, la sorpresa no debería haber sido tal cuando el disparo de un francotirador cortó el aire y uno de los hombres, el que iba al frente, se desplomó tan repentinamente que Brown tuvo la sensación de que un dios encolerizado había descendido para llevárselo por puro capricho. El hombre había lanzado un grito de miedo y dolor: «¡Ayudadme! ¡Por favor!» Brown no se había inmutado. Sabía que el francotirador estaba aguardando a que alguien socorriera al hombre herido. Sabía qué ocurriría si acudía en su ayuda. De modo que permaneció inmóvil, cuerpo a tierra, pensando: «Yo también quiero vivir.» Se quedó así hasta que el jefe de pelotón dio la orden de atacar la hilera de árboles donde se ocultaba el francotirador. A continuación, tras haber destrozado y astillado el bosque con una docena de explosivos de alta potencia, Brown corrió hacia el hombre herido. Era un chico blanco de California y sólo llevaba una semana en el pelotón. Brown se había arrodillado junto a él, contemplando su pecho desgarrado, ya sin esperanza, y tratando de recordar su nombre.

Había sido su último herido. Y había muerto.

Una semana más tarde, Brown había regresado a casa porque su período de servicio era más corto, al igual que para muchos estudiantes de medicina; de vuelta a la Universidad Estatal de Florida, después al curso de formación en justicia penal y, finalmente, al cuerpo de policía. No era el primer negro que trabajaba en la jefatura del condado de Escambia, pero se daba por sentado que iba a ser el primero en prosperar. Lo tenía todo a su favor: era de la zona, era una estrella del fútbol, era un héroe de guerra, y era licenciado. Los viejos prejuicios se iban erosionando como rocas que se desintegran con el continuo batir de las olas.

Se sentía un poco culpable. El recuerdo de los gritos de auxilio de los heridos lo perseguía, aunque siempre habían sido los gritos de hombres a los que había salvado. «Resulta fácil evocar esas voces —pensó—. Te recuerdan que tú estabas allí haciendo el bien en medio de tantas crueldades.» Aquélla era la primera vez que recordaba el último grito de aquel hombre.

«¿También pidió ayuda Wilcox? —se preguntó—. A él también lo abandoné.»

Sabía que tendría que explicárselo a la familia de Wilcox. Por suerte, no había mujer ni pareja estable. Se acordaba de una hermana, casada con un oficial de la marina destinado en San Diego. Le constaba que la madre de Wilcox había fallecido, y que su padre vivía solo en un hogar de ancianos. Había docenas de residencias para la tercera edad en el condado de Escambia; era un negocio en auge. Recordó los primeros encuentros con el padre de Wilcox: un hombre estricto y severo. «Es un hombre que ya detesta el mundo. Ahora tendrá un motivo más —pensó—. ¿Cómo se lo diré? ¿Que lo perdí? ¿Que lo dejé con una detective inexperta y desapareció? ¿Que lo doy por muerto? ¿Desaparecido en acto de servicio? Pero no es como si hubiera desaparecido en medio de la selva.» Sin embargo, se dio cuenta de que efectivamente era así.

Puso las luces largas del coche. Inmediatamente vislumbraron los ojitos redondos y rojos de una zarigüeya asomada a un margen de la carretera, como dispuesta a desafiar a las ruedas del coche. Brown no se desvió, y en el último momento el animalito saltó de nuevo a la cuneta.

Brown pensó que ojalá él también pudiera esconderse.

«Imposible», se dijo.

Poco tiempo después, paró el coche en el aparcamiento de un motel llamado Admiral Benbow Inn, en las afueras de Pachoula y dejó a Cowart y Shaeffer en la acera. Sus rostros quedaron iluminados por un letrero blanco cuyo resplandor atraía la atención de todos los conductores de la interestatal.

—Volveré —dijo con un tono enigmático.

—¿Qué va a hacer?

—Organizar los refuerzos. No creerá que vamos a atraparlo nosotros solos, ¿no?

Cowart pensó en lo que Brown había dicho en Newark. No se imaginaba que iban a pedir refuerzos.

—Supongo que no.

Shaeffer les interrumpió.

—¿A qué hora?

—Temprano. Les recogeré antes de que amanezca. Pongamos las cinco y cuarto.

—¿Y luego?

—Iremos a casa de la abuela de Ferguson. Creo que él estará allí. A lo mejor lo sorprendemos durmiendo. A ver si hay suerte.

—¿Y si no? —preguntó Cowart—. ¿Qué haremos entonces?

—Buscaremos mejor. Pero creo que allí lo encontraremos.

Shaeffer asintió. Sonaba sencillo e imposible al mismo tiempo.

—¿Dónde va usted ahora? —preguntó Cowart de nuevo.

—Ya se lo he dicho. A organizar los refuerzos. Tal vez a rellenar algunos informes. Y quiero pasar por mi casa a ver a mi familia. Nos reuniremos antes de que salga el sol.

Luego arrancó y se alejó a gran velocidad, dejando al periodista y la joven detective en la acera, como un par de turistas despistados en el extranjero. Por un instante miró por el retrovisor y los vio dirigirse a la recepción del motel. Parecían pequeños, indecisos. Luego tomó una curva y los perdió de vista. Sintió una especie de liberación interior, como si se hubiera aflojado algo que lo estaba oprimiendo. Sentía también que la amargura brotaba en su interior, notaba su regusto en la lengua. La noche lo envolvía y, por primera vez en días, se sintió tranquilo, lo suficiente para dar rienda suelta a su ira. Condujo bruscamente, a toda velocidad pero sin rumbo. No tenía la menor intención de rellenar informes ni de organizar refuerzos. Se dijo: «Las cuentas con la muerte pueden esperar.»

Cowart y Shaeffer se registraron en el motel y se dirigieron al restaurante para comer algo. Ninguno de los dos tenía mucho apetito, pero era la hora de cenar, de modo que parecía lo lógico. Les atendió una camarera que, a juzgar por sus gestos, se sentía incómoda con el almidonado uniforme azul, probablemente demasiado estrecho, que le aprisionaba los exuberantes pechos. El interés que mostró al tomarles nota fue mínimo. Mientras esperaban, Cowart miró a Shaeffer y cayó en la cuenta de que no sabía prácticamente nada de ella. Y también de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado sentado frente a una mujer joven. Tras la agresiva personalidad que proyectaba la detective se escondía en realidad una mujer atractiva. Cowart pensó: «Si esto fuera Hollywood, habrían surgido entre nosotros sentimientos intensos por todas las vivencias comunes y ahora nos fundiríamos en un abrazo —pensó él y sonrió—. Pero me temo que ni siquiera lograremos mantener una conversación agradable.»

—Esto no es parte de los cayos, ¿verdad? —comentó por decir algo.

—No.

—¿Usted creció allí abajo?

—Sí, más o menos. Nací en Chicago pero nos trasladamos allí cuando yo era pequeña.

—¿Por qué decidió hacerse policía?

—¿Es una entrevista? ¿Piensa escribir un artículo sobre mí?

Cowart le hizo un gesto desdeñoso con la mano, pero se dio cuenta de que posiblemente tuviera razón. Era probable que acabara incluyendo los pequeños detalles cuando se sentara a relatar todo lo ocurrido.

—No. Sólo trataba de entablar una conversación normal. No tiene por qué responder. Podemos quedarnos en silencio, a mí no me supone ningún problema.

—Mi padre era policía, detective en Chicago hasta que le dispararon. Después de su muerte nos trasladamos a los cayos. En busca de refugio, supongo. Yo pensé que tal vez me gustaría el trabajo de policía, así que me matriculé después del instituto. Lo llevo en la sangre, supongo. Y eso es todo.

—¿Cuánto tiempo lleva…?

—Dos años en coche patrulla. Seis meses en atracos y robos. Tres meses en homicidios. Ya está. Ésa es mi historia.

—¿Los asesinatos de Tarpon Drive han sido su primer caso importante?

Ella negó con la cabeza.

—No. Y, por cierto, todos los homicidios son importantes.

Shaeffer no supo si Cowart se había tragado el farol o se había percatado, pero él se centró en la ensalada, que era unos trozos de lechuga iceberg con un tomate cortado y salsa Thousand Island. Pinchó un cuarto de tomate con el tenedor y lo levantó.

—Nueva Jersey número seis —dijo.

—¿Cómo?

—Tomates de Nueva Jersey —explicó él—. De hecho, seguramente no estén maduros pero por el aspecto éste podría tener un año, por lo menos. ¿Sabe lo que hacen? Los recogen cuando aún están verdes, mucho antes de que maduren. Por eso están duros como una piedra. Al cortarlos no se descomponen, no se salen las semillas ni la pulpa; así los quieren los restaurantes. Por supuesto, nadie se comería un tomate verde, de modo que le inyectan un colorante rojo para que luzcan mejor. Los venden por miles de millones a los locales de comida rápida.

Ella lo contempló. «Ya no sabe lo que dice —pensó—. Bueno, no es de extrañar. Su vida se ha ido al traste. —Se miró la mano—. Tal vez tenemos eso en común.»

Guardaron silencio. La taciturna camarera les llevó la cena. Cuando Shaeffer ya no pudo contenerse más, preguntó:

—Ahora dígame qué demonios cree que va a pasar.

Empleó un tono de voz bajo, casi de conspiración, pero cargado de apremio por saber. Cowart se apartó ligeramente de la mesa y la miró antes de responder:

—Creo que vamos a encontrar a Ferguson en casa de su abuela.

—¿Y después?

—El teniente lo detendrá por el asesinato de Joanie Shriver, otra vez, aunque sea inútil. O por obstrucción a la justicia. O por mentir bajo juramento. O quizá como testigo material de la desaparición de Wilcox. Por cualquier cosa que se le ocurra. Entonces usted y él cogerán todo lo que sabemos y lo que no sabemos y comenzarán a interrogarlo. Y yo escribiré un artículo y esperaré a que explote la bomba. —La miró—. Al menos Ferguson estará controlado y no por ahí haciendo de las suyas. Es el único modo de frenarlo.

—¿Y será así de fácil?

Cowart negó con la cabeza.

—No —respondió—. Será peligroso y arriesgado.

—Ya lo sé —repuso ella muy tranquila—. Sólo quería asegurarme de que usted también lo supiera.

Volvieron a guardar silencio durante unos instantes incómodos, hasta que Cowart dijo:

—Todo ha ocurrido muy deprisa, ¿verdad?

—¿A qué se refiere?

—Parece que haya pasado mucho tiempo desde que Sullivan fue ejecutado en la silla. Pero sólo han pasado unos días.

—¿Hubiera preferido que durara más? —preguntó ella.

—No. Quiero que termine.

—¿Y qué pasará cuando todo termine?

Cowart no dudó en responder:

—Que tendré la posibilidad de volver a lo que hacía antes de que empezara todo esto. Sólo la posibilidad. —Se guardó la respuesta que consideraba más exacta: «Tendré la posibilidad de estar a salvo.» Soltó una risita sarcástica—. Lo más probable es que me linchen de mala manera en el proceso. Y a Tanny Brown. Tal vez a usted también. Pero… —Se encogió de hombros dando a entender que ya no le importaba, lo cual era mentira.

Para Shaeffer, la gente que pretendía que las cosas volvieran a ser como antes solía ser tremendamente ingenua.

—¿Confía usted en el teniente Brown? —preguntó.

Cowart titubeó.

—Creo que es un hombre peligroso, si se refiere a eso. Pienso que ha tocado fondo. También creo que va a hacer lo que dice. —Se abstuvo de añadir: «Creo que está lleno de rabia contenida y odio hacia sí mismo»—. Aunque desde luego no ha alcanzado su actual posición infringiendo la ley —continuó—. Ha llegado hasta ahí jugando limpio, ateniéndose a lo establecido, comportándose como la gente esperaba que lo hiciera. Transgredió la norma en una ocasión, cuando permitió que Wilcox diera una paliza a Ferguson para que confesara. Pero no volverá a cometer el mismo error.

—A mí también me parece que ha tocado fondo —coincidió ella—. Pero se lo ve decidido. —¿En realidad pensaba eso? Podría decirse lo mismo de Cowart, o incluso de ella misma.

—Da igual —dijo Cowart de repente.

—¿Porqué?

—Porque los tres vamos a llevar esto hasta el final.

La camarera fue a retirar los platos y preguntó si iban a tomar postres. Rehusaron, y tampoco pidieron café. La camarera, hosca, parecía haberse anticipado a sus respuestas: traía la cuenta, que dejó sin más encima de la mesa. Shaeffer insistió en pagar su mitad. De camino a las habitaciones no cruzaron palabra. Tampoco se dieron las buenas noches.

Andrea Shaeffer cerró la puerta y fue directa a la cómoda de la pequeña habitación. Imágenes de los días anteriores y retazos de conversaciones invadían su mente de un modo confuso e inquietante. Pero respiró hondo y se recompuso. Colocó su bolso encima de la cómoda y sacó su semiautomática de 9 mm. Extrajo el cargador de la culata para asegurarse de que estaba lleno. Inspeccionó el cañón y se cercioró de que todo el mecanismo funcionaba correctamente. Volvió a cargar el arma y la depositó delante de sus ojos. Luego rebuscó en su bolso el cargador de repuesto. Lo revisó y a continuación lo colocó junto a la pistola.

Miró fijamente el arma.

Pensó en las horas que había pasado practicando con aquella pistola. La jefatura central del condado de Monroe tenía un campo de tiro en una zona deshabitada justo debajo de Marathon. El procedimiento era muy simple; mientras ella avanzaba entre una serie de edificios abandonados que eran poco más que el armazón de cemento de casas blanqueadas por el sol, un oficial de control de campo activaba electrónicamente una serie de objetivos. Ella solía obtener buenos resultados, puntuando regularmente por encima de noventa. Pero lo que más le gustaba era lo excitante de aquellas prácticas, tener que avistar el objetivo, distinguir si era amigo o enemigo y, una vez decidido, disparar o no. Le producía una sensación de total inmersión, ajena a todo salvo al sol, al peso de la pistola y a los objetivos que iban apareciendo. Era una zona diseñada para aprender a matar. Allí se sentía cómoda, sola, con el único cometido de ir avanzando.

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