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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (10 page)

BOOK: Erixitl de Palul
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——Quédate con la capa —ofreció el artesano—. Te protegerá la piel, así como el amuleto protege tu espíritu.

Erix quiso protestar por el obsequio, dispuesta a ofrecerle algo en pago de la capa; era la primera y única cosa del mercado que había despertado su interés. Pero, al ver que el hombre se había embarcado en un regateo con un Caballero Águila, la muchacha decidió volver un poco más tarde. Cuando lo hizo, no vio ninguna señal del viejo ni de la manta donde tenía sus productos. Preguntó a los otros vendedores, pero ninguno de ellos había visto qué se había hecho del hombre.

La capa era suave y cálida, y Erix se sintió más animada en su camino de vuelta al palacio. Como era habitual, no había nadie en sus aposentos.

No obstante, esta vez no estuvo sola mucho tiempo. El ruido de la cortina de junco le avisó que había llegado alguien. Se giró para ver quién era y se encontró con Poshtli, que aguardaba junto a la puerta su permiso para entrar.

——Pasa —dijo Erix, feliz de ver al guerrero. La expresión del Caballero Águila, siempre muy seria y tensa desde que habían llegado a Nexal, era ahora más alegre y relajada.

Erix dio una vuelta para que la capa de plumas se elevara de sus hombros y flotara en el aire, como un fondo de brillante colorido a su piel cobriza y sus negros cabellos.

——¿Te gusta?

——Es hermosa —dijo él con toda sinceridad—. Pero no tanto como la mujer que la lleva.

La joven se detuvo de pronto, sorprendida. Su rostro se cubrió de rubor, y miró al suelo, complacida pero también desconcertada por el comentario. Poshtli se acercó, y ella lo miró a los ojos.

——Erixitl..., hace semanas que deseo hablar contigo. Desde el día en que nos conocimos, quiero decirte lo que siento en mi corazón, pero nunca he tenido la ocasión. A veces porque no estábamos solos y, en otras. porque me parecía tener un nudo en la garganta que me impedía hablar.

»¡Pero ya no! —La sujetó por los hombros, y la miró a los ojos, en los que observó unos toques de verde—. Eres la mujer más encantadora que he conocido en toda mi vida. Tu belleza me deja sin palabras. ¡Jamás me había pasado algo así con ninguna otra mujer!

——¡Mi señor! —exclamó Erix, atónita por sus palabras. Por un momento se sintió entusiasmada, pero también experimentó una sensación de angustia y nerviosismo.

——Erixitl de Palul, ¿quieres ser mi esposa?

Por un instante, ella se quedó de una pieza. Su excitación se convirtió en miedo, o, al menos, en una inquietud que la ahogaba.

Entonces, él apretó sus labios contra los suyos. Su beso era ardiente, y ella le correspondió con afecto. Sentía la presión de su abrazo, y no estaba muy segura de desear separarse.

Halloran tenía la impresión de no tocar el suelo. mientras se daba prisa por volver a sus aposentos. Naltecona acababa de ofrecerle una casa, en compensación por las enseñanzas del legionario acerca de los extranjeros.

El joven había manifestado —y el reverendo canciller así lo había aceptado— que las enseñanzas no incluirían preparar a los guerreros mazticas para sus combates contra la Legión Dorada. Podía ser un desertor, pero era totalmente incapaz de colaborar en la muerte de sus antiguos camaradas.

En realidad, en este momento los pensamientos de Halloran estaban muy lejos de las cuestiones bélicas. Su único interés residía en la persona que lo esperaba en las habitaciones del jardín.

Por un instante, se reprochó a sí mismo la poca atención que había dedicado a Erixitl desde la llegada a Nexal. Las audiencias con Naltecona, las visitas a las sedes de los Caballeros Águilas y Jaguares, las largas discusiones con los alquimistas y hechiceros de Maztica; todo esto lo habían mantenido muy ocupado. Había permitido que la fascinación ante la novedad de Nexal lo privara de la compañía de aquella con la que deseaba compartir el resto de sus días.

Pero esto se había acabado. Ahora, con la oferta de una casa, ya no era un fugitivo errante. Quería a esta ciudad y, lo que era más importante, había descubierto su amor por la maravillosa mujer que lo había conducido allí.

Casi a la carrera recorrió los últimos metros. Llegó a las cortinas con el corazón radiante de gozo. Entonces escuchó voces en el patio, y se detuvo.

«¿... ser mi esposa?» Era la voz de Poshtli. Halloran sintió que su estómago se convertía en un bloque de hielo.
¿Cuál sería la respuestas de Eríx?

En aquel momento, a través de la cortina, vio a Poshtli abrazar a Erix, y cómo ella le correspondía apretándolo contra su cuerpo.

Atontado como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza, Halloran apartó la mano de la cortina, dio media vuelta y se alejó con paso vacilante.

Se avivó el fuego, iluminando el interior de la gran sala. Los aprendices arrojaron más leña a las llamas, y una fuerte luz amarilla bañó la gran estatua del repulsivo y sanguinario Zaltec.

Hoxitl entró en la sala; se despojó de su roñosa túnica y, vestido sólo con el taparrabos, se acercó a la efigie. Tenía las manos rojas, cubiertas con la sangre seca de la ceremonia de la Mano Viperina. Esa noche, al igual que en muchas de las noches anteriores desde la llegada de los extranjeros al Mundo Verdadero, había marcado a numerosos fieles con el signo de la mano.

Como todos los demás, hacían el voto de entregar sus corazones y mentes, sus cuerpos y almas —su vida— a Zaltec. En estos tiempos, con los extranjeros venidos desde el otro lado del mar marchando a través de sus tierras, encontraban consuelo en el culto del odio, y sólo Zaltec ofrecía esperanzas de vencerlos en la batalla. El culto florecía, y Hoxitl no podía menos que sentirse complacido. Sospechaba que los juramentos serían la única fuerza capaz de contener la marea cuando, sin que se pudiera evitar, la guerra estallara en Maztica.

Pero ahora tenía preocupaciones más inmediatas.

——¿Cuál es el último informe? —le preguntó a un sacerdote que salió de las sombras para colocarse a su lado, delante de la estatua.

——Tendrá que hacerse en el palacio —respondió Kallict. El joven y vigoroso clérigo poseía una gran habilidad en el manejo del puñal de sacrificio y estaba dotado de una inteligencia y sabiduría notables en alguien de su edad. Había muchos que lo consideraban como el posible sucesor de Hoxitl en el patriarcado.

El sumo sacerdote frunció el entrecejo al escuchar la noticia.

——¿Es que no va nunca a la ciudad? —preguntó.

——Muy de cuando en cuando —contestó Kallict—. A veces ha ido a visitar el mercado, pero siempre con una escolta de esclavos de palacio, y siempre durante el día.

——Sacarla del palacio será difícil —afirmó Hoxitl.

Kallict sacó un cuchillo de piedra de su cinturón. Miró de frente al viejo sacerdote y extendió el brazo, cubierto de largas cicatrices. Apoyó el filo contra la piel y, sin vacilar, hundió el puñal en su carne. La sangre brotó de la herida y cayó al suelo, sin que el joven pestañeara.

——Juro por Zaltec que encontraré la manera de hacerlo. —Los dos sacerdotes sabían que el juramento regado con sangre sería cumplido.

——Nos esperan en las laderas —informó Darién—. Más allá del segundo paso, se encuentra su ciudad. Estoy segura de que nos plantearán batalla en este lugar.

Cordell cogió la mano de la hechicera, agradecido por la advertencia. De no haber sido por ella, la legión habría caído en la emboscada.

——¿Desplegaos para responder al ataque! —ordenó el capitán general a sus oficiales. La marcha de la legión los había llevado hacia el oeste por el fondo de un gran valle. Ahora se acercaban a las tierras altas, donde se encontraba el paso. Habían avanzado muchos kilómetros a través de las tierras de Kultaka.

——Daggrande, dispón a tus ballesteros a lo largo del frente. Garrant, avanza por la ladera para crear una diversión. Intenta provocar una carga. Alvarro, que los lanceros permanezcan a cubierto, como reserva.

Con la eficacia que da la práctica, la Legión Dorada se preparó para la batalla. La infantería ligera de Garrand se desplegó en formación abierta. Los ballesteros de Daggrande tomaron posición a sus espaldas, mientas Alvarro se llevaba a su tropa para ocultarla. Cordell dispuso que los guerreros de Payit se desplegaran por las alas; de esta manera, sus aliados nativos protegerán a la legión de un ataque por los flancos.

El cielo pesaba como una coraza sobre el valle, y las nubes casi parecían tocar los picachos más altos. Durante toda la mañana había amenazado tormenta, pero, si bien tronaba con frecuencia, no llovía.

Una lluvia de flechas, con la intensidad de un chaparrón de verano, surgió de las laderas para ir a caer sobre los infantes de Cordell.

——¡Escudos arriba! —gritó Daggrande, mientras estudiaba nervioso las alturas.

Con el estrépito del granizo, las puntas de piedra de las flechas chocaron con los avíos y los cascos metálicos de los legionarios. Una o dos encontraron una brecha y alcanzaron un bíceps o un hombro, pero la mayoría de los proyectiles no causaron ningún daño.

Una y otra vez los dardos surcaron el aire, como una nube de langostas, y, en todos los casos, los escudos de acero de los soldados los salvaron de una carnicería.

——¡A la carga! ¡A ver esos ánimos! —Daggrande alzó su ballesta, y buscó entre los matorrales de la ladera alguna señal del enemigo. Vio a los arqueros kultakas que retrocedían por la colina, apartándose del avance de su compañía. La tentación de ordenar perseguirlos era muy fuerte; sin embargo, la veteranía del enano lo obligó a contenerse. Los ágiles guerreros nativos se escurrirían con facilidad de sus soldados cargados con su equipo pesado.

En cambio, la compañía marchó con el paso mesurado que les marcaba el tambor, manteniendo una línea recta a pesar de que alguna sección tenía que saltar una zanja o desviarse para rodear una zona de vegetación infranqueable.

——¡Alto! —gritó el enano, cuando llegaron a una parte de la ladera más empinada y rocosa—. ¡Los escudos!

Una vez más, cayó sobre ellos una lluvia de flechas, tan densa como una nube de insectos, que no tuvo muchas consecuencias. El enano observó satisfecho que, si bien varios de sus hombres sangraban por las heridas, ninguno de ellos se separaba de la fila o caía.

De pronto, un estruendo ensordecedor de pitos, cuernos y alaridos resonó en el terreno más alto. Allí donde Daggrande sólo había visto una ladera cubierta de matorrales y alguno que otro movimiento, ahora había aparecido una horda de varios miles de kultakas pintarrajeados y con tocados de plumas. Como por arte de magia, los nativos saltaban de los agujeros que les habían servido de escondrijo.

Hubo otra descarga de flechas y, antes de que los dardos llegaran a su destino, los kultakas se lanzaron a la carga.

——¡Volad, Águilas míos! ¡Volad a la victoria!

Justo debajo de la cumbre del risco, Takamal se levantó de un salto. El cacique de Kultaka volvió su rostro hacia el sol, y lanzó un largo y poderoso aullido, dejando que la alegría de su espíritu animara los corazones de sus soldados que corrían a la carga.

A sus espaldas, permanecía una fila de guerreros, cada uno munido de un palo largo. En la punta de cada mástil ondeaba un estandarte de plumas brillantes. Cada movimiento de estos mástiles, solos o combinados, servía para comunicar las órdenes al ejército kultaka.

A lo largo de la cumbre, y delante de un precipicio, se alineaban los Caballeros Águilas. Los guerreros, ataviados con sus capas blancas y negras, se lanzaban al vacío y cambiaban de forma en pleno vuelo, para evitar en el último momento, con el poderoso batido de sus alas, estrellarse contra las piedras del fondo.

——¡Mira cómo retroceden los extranjeros! —gritó Naloc, sumo sacerdote de Zaltec y consejero íntimo de Takamal.

La carga de los Águilas había rodeado a las figuras plateadas del enemigo. Al no disponer de lugar para maniobrar, los extranjeros habían optado por estrechar sus filas y formar en círculo, para hacer frente a los ataques que llegaban desde todas partes.

——Pero luchan bien —manifestó Takamal. Su alegría inicial se convirtió en una severa determinación—. Han muerto muy pocos.

Más abajo, los Águilas se posaron en tierra. De inmediato, recuperaron la forma humana y, empuñando sus
macas
de madera, se lanzaron al ataque. Los esperaba una sola fila de extranjeros, armados con sus escudos de plata y los largos cuchillos metálicos. Cuando las dos filas chocaron, cayeron docenas de Águilas, pero sólo uno o dos enemigos.

El cacique sabía que el cerco habría sido suficiente para acabar con cualquier enemigo de Maztica. Muchos de sus guerreros habían caído ante los cuchillos plateados y las flechas con punta metálica de los soldados, y no dudaba que habría muchas lamentaciones al final de la batalla.

——Hasta los payitas les sirven bien —observó Naloc. Takamal había ordenado que se ejecutaran pequeños ataques contra las tropas nativas ubicadas a cada lado de los extranjeros, y los payitas habían sabido proteger los flancos.

——¡Bah! No era más que una diversión —afirmó Takamal, poco preocupado por la presencia de aborígenes entre el enemigo—. Nuestro objetivo es derrotar a los extranjeros, y, mira, ¡los hemos contenido!

——Todavía no hay señal de los monstruos —dijo Naloc, inquieto, con la mirada en el campo. Ninguno de ellos había sabido interpretar muy bien las historias acerca de unas criaturas mitad hombre, mitad ciervo, que habían ayudado a los extranjeros en la batalla de Ulatos. Aunque los relatos parecían pura fantasía, la derrota de los payitas era un hecho.

——Que aparezcan cuando quieran. Estamos preparados.

Como si fuera una respuesta al desafío de Takamal. vieron a los seres fantásticos salir de una cañada con una velocidad sorprendente.

——¡Por Zaltec, existen! —susurró Naloc, pasmado.

Takamal no respondió. Contempló sorprendido, pero sin miedo, el avance de las criaturas. Podía ver que las formas humanas crecían directamente de sus lomos. Cargaban en cuatro hileras, de unos diez monstruos cada una. A su alrededor, corrían unas bestias peludas, de grandes colmillos blancos y collares erizados de púas. Le recordaban a los coyotes, pero eran mucho más grandes y feroces. Además, estas bestias luchaban con tanta bravura como los soldados, saltando sobre los guerreros para destrozarlos con sus terribles mandíbulas.

Las grandes bestias y sus compañeros más pequeños avanzaron a la carrera, por la zona más llana del centro del paso. Cada uno de los monstruos llevaba una lanza larga —las más largas que Takamal hubiera visto jamás— y la fuerza de su carga fue como un alud contra las primeras filas de soldados kultakas.

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