¿Qué había gritado? No puedo recordar qué fue lo que exclamó. Si pudiera recordar cuáles fueron sus palabras, comprendería por qué estoy aquí de pie en el camino, rodeado por árboles cubiertos de nieve...
El reverendo Thrower miró sus manos y miró los árboles. Había caminado casi un kilómetro desde la casa de los Miller. Ni siquiera llevaba puesta su capa.
Entonces vio claramente la verdad. No había engañado al diablo en absoluto.
Satán lo había llevado hasta allí, en menos de lo que canta un gallo, para impedirle acabar con la Bestia. Thrower había fracasado en su única oportunidad de grandeza. Se inclinó contra un tronco negro y frío y lloró amargamente.
Cally avanzó hacia la habitación, llevando las herramientas sobre la cabeza.
Mesura se dispuso a aferrar la pierna, cuando de pronto, Thrower se puso de pie y salió de la habitación con tal prisa que parecía encaminarse al excusado.
—Reverendo Thrower —exclamó Mamá—. ¿Adonde va usté?
Pero Mesura ya lo había comprendido todo.
—Déjalo que se marche, Mamá.
Oyeron que se abría la puerta principal y oyeron los pasos pesados del ministro sobre el patio.
—Cally, ve a cerrar la puerta —ordenó Mesura.
Y por una vez, Cally obedeció sin decir esta boca es mía. Mamá miró a Mesura, luego a Papá y luego otra vez a Mesura.
—No comprendo por qué se ha ido de ese modo —dijo.
Mesura le sonrió ligeramente y miró a Papá.
—Tú sí lo sabes, ¿verdad, Papá?
—Quizá... —repuso Miller.
Mesura se explicó ante su madre.
—Los cuchillos y ese predicador no pueden estar en esta habitación con Alvin Júnior al mismo Tiempo...
—¿Por qué no? —preguntó ella—. Si iba a hacer la operación...
—Bueno, ten por cierto que ya no la hará —concluyó Mesura.
El cuchillo y la sierra aguardaban sobre la manta.
—Papá... —anunció Mesura.
—Yo no —se negó Papá.
—Mamá...—prosiguió Mesura.
—No puedo... —se disculpó la mujer.
—Pues bien entonces... —dijo Mesura—. Supongo que acabo de convertirme en cirujano. —Miró a Alvin.
El rostro del niño tenía una palidez peor que el tono mortecino de la fiebre.
Pero se las arregló para esbozar una sonrisa y susurrar:
—Supongo que sí.
—Mamá, tendrás que sostener el colgajo de piel.
Fe asintió.
Mesura levantó el cuchillo y apoyó la hoja sobre la línea inferior.
—Mesura... —musitó el niño.
—Sí, Alvin... —respondió Mesura.
—Podré soportar el dolor y quedarme quieto si tú silbas.
—Pero si al mismo tiempo pretendo cortar derecho, no podré seguir ninguna melodía...
—No te pido ninguna melodía —dijo Alvin.
Mesura miró al niño a los ojos y no tuvo más remedio que hacer lo que le pedía. Era la pierna de Al, después de todo, y si quería una operación silbada, pues la tendría. Mesura se llenó los pulmones de aire y comenzó a silbar, sin seguir ninguna tonada en particular. Sólo silbar notas. Volvió a posar la hoja sobre la línea negra y cortó. Al principio fue un corte superficial, pero oyó que Al contenía la respiración.
—Sigue silbando —murmuró Alvin—. Y corta hasta el hueso.
Mesura silbó otra vez e hizo un tajo hondo y rápido. Hasta el hueso, en mitad de la línea. Dos cortes profundos a ambos lados, y luego deslizó el cuchillo por debajo de ambas esquinas y tiró atrás para separar la piel y el músculo.
Al principio sangró bastante, pero la hemorragia cesó casi de inmediato.
Mesura supuso que debía ser algo que Alvin estaba haciendo desde su interior, pues si no no entendía cómo la sangre podía dejar de manar de ese modo.
—Fe... —dijo Papá.
Mamá extendió su mano y la colocó bajo el trozo sangriento. Al acercó una mano temblorosa y dibujó una cuña sobre el hueso teñido de rojo, en su propia pierna. Mesura dejó el cuchillo a un lado y tomó la sierra. Se oyó un sonido espeluznante y horroroso. Pero Mesura siguió silbando y cortando, cortando y silbando. Y pronto, mostró en las manos una cuña de hueso. No parecía distinta del resto de la pierna.
—¿Estás seguro de que era el sitio correcto? —preguntó.
Al asintió lentamente.
—¿Lo he sacado todo? —preguntó Mesura.
Al permaneció unos segundos en silencio y luego volvió a asentir.
—¿Quieres que Mamá vuelva a coserte esto? —propuso su hermano.
Al no respondió.
—Se ha desmayado —señaló Papá.
La sangre comenzó a fluir nuevamente, muy despacio, manando de la herida.
Mamá tenía hilo y aguja en el alfiletero que llevaba alrededor del cuello. En un santiamén había cosido en su sitio el colgajo de carne, con puntadas finas y firmes.
—Tú sigue silbando, Mesura —dijo ella.
Y Mesura silbó mientras ella cosía, hasta que la herida estuvo completamente vendada y Alvin quedó dormido de espaldas, como un recién nacido. Se pusieron en pie para marcharse. Papá posó su mano sobre la frente del pequeño, con toda la suavidad de que fue capaz.
—Creo que se le ha ido la fiebre —dijo.
La tonada de Mesura se volvió más vivaz mientras desaparecían tras la puerta.
Elly lo vio y fue a recibirlo convertida en la dulzura en persona. Le sacudió la nieve, lo ayudó con su capa y en ningún momento le preguntó qué había sucedido.
Pero su gentileza no sirvió para nada. Había sido humillado ante su propia esposa, pues tarde o temprano ella sabría la verdad por boca de alguno de los crios. Y la historia no tardaría en circular de norte a sur del Wobbish. Cómo Soldado de Dios Weaver, comerciante de toda la región occidental, futuro gobernador, fue echado a patadas hasta dar de bruces sobre la nieve por su propio suegro. Se reirían a sus espaldas, vaya si no. Se reirían de él vergonzosamente. No en la cara, claro que no, pues no había una sola persona entre el lago Canadá y el río Ruidoso que no le debiera dinero o necesitara de sus mapas para demostrar la propiedad de sus tierras.
Y llegaría el día en que la región del Wobbish fuese un estado, y contarían la historia en todos los rincones. Quizá les gustara el hombre que motivaba sus burlas, pero no le tendrían respeto y nadie votaría por él.
Era la muerte de sus proyectos, y su esposa se parecía demasiado a los Miller. Era bonita, para ser una mujer de las fronteras, pero qué le importaba a él la belleza en ese momento. Qué le importaban las dulces noches y las serenas mañanas. Qué le importaba que trabajara a su lado en la tienda, codo con codo. Lo único que importaba era su furia y su vergüenza.
—No hagas eso.
—Debes quitarte esa camisa húmeda. ¿Cómo es que te ha llegado la nieve hasta la camisa?
—¡He dicho que me quites las manos de encima!
Ella retrocedió un paso, sorprendida.
—Sólo estaba...
—Sé muy bien lo que «sólo estabas». Pobre Soldadito de Dios, sólo tienes que consolarlo como a un niño y ya se sentirá mejor.
—Podrías morir de un resfri...
—Díselo a tu padre. Si dejo los bofes de tanto toser, puedes decirle qué significa arrojar un hombre a la nieve.
—¡Oh, no! —gritó—. ¡No puedo creer que Papá haya...!
—¿Has visto? Ni siquiera crees en tu propio esposo...
—Te creo, pero me parece imposible que Papá...
—Sí, señora. ¡Tu padre es como el mismo diablo, eso es! ¡Es lo que se respira en cada rincón de su casa! ¡El espíritu del mal! Y cuando un cristiano intenta pronunciar la palabra de Dios en ese lugar, lo arrojan a la nieve.
—¿Qué hacías tú allí?
—Trataba de salvar la vida de tu hermano. Sin duda debe de estar muerto a estás alturas...
—¿Y cómo podrías salvarlo tú?
Puede que ella no quisiera mostrarse tan despectiva. Daba igual. El sabía lo que había querido decir. Que como él no tenía ningún poder oculto, no podía hacer nada para ayudar a nadie. Después de dos años de casados, ella depositaba su fe en la brujería, igual que los suyos. No había podido cambiarla en lo más mínimo.
—Eres como ellos —le dijo—. El mal está tan arraigado en ti que no puedo erradicarlo con oraciones, no puedo erradicarlo con prédicas, con amor, ni con gritos. —Y cuando dijo «con oraciones», la sacudió un poco para subrayar la idea. Cuando dijo «con prédicas», la sacudió un poco más y la mujer dio un paso atrás. Cuando dijo «con amor», le dio tal sacudida por los hombros que el cabello, que estaba recogido en un rodete, salió volando por los aires alrededor de su cabeza. Y cuando dijo «con gritos», la empujó tanto que Eleanor fue a dar al suelo.
Al verla caer, aun antes de que se golpeara, sintió tal vergüenza que fue peor que cuando su suegro lo arrojó a la nieve.
Un hombre fuerte me hace sentir débil, de modo que vuelvo a casa y golpeo a mi esposa para sentirme poderoso. Hasta aquí he sido un cristiano que jamás puso la mano sobre ningún hombre o mujer, y ahora golpeo a mi propia esposa, carne de mi carne, hasta hacerla caer al suelo.
Eso pensaba, y estaba por caer de rodillas y balbucear como un niño y pedirle perdón. Y lo habría hecho, pero cuando ella vio la expresión de su rostro, deformado por la vergüenza y la ira, no supo que el enojo de su marido era consigo mismo. Sólo supo que la estaba lastimando, e hizo lo que era natural en toda mujer que hubiera sido criada como ella: movió los dedos para hacer un conjuro de protección y murmuró una palabra para detenerlo.
No podía caer de rodillas delante de ella. No podía dar un solo paso hacia su mujer. Ni siquiera podía pensar en acercársele. Su conjuro era tan poderoso que se tambaleó hacia atrás, se encaminó hacia la puerta, la abrió y salió corriendo en mangas de camisa. Ese día se había hecho realidad aquello que más temía. Probablemente su futuro en política estuviese destruido, pero eso no era nada comparado con aquello otro: su propia esposa hacía brujerías en su propio hogar, y además en contra de él, y lo peor era que no había podido defenderse de sus conjuros. Era una bruja. Una bruja. Y su casa había quedado mancillada.
Hacía frío. No llevaba chaqueta. Ni siquiera chaleco. La camisa ya estaba húmeda desde antes, pero ahora se le pegaba a la piel y el frío le calaba hasta los huesos. Debía refugiarse en algún lado, pero no se atrevía a llamar a las puertas de nadie.
Había un sólo lugar donde podía ir: a la iglesia, sobre la colina. Thrower debía de tener encendido el fuego, y al menos no pasaría frío. En la iglesia podría orar y tratar de comprender por qué el Señor no lo había ayudado.
—¿Acaso no te he servido bien, Señor?
El reverendo Thrower abrió la puerta de la iglesia y entró con paso lento y temeroso. No podía soportar la idea de enfrentarse con el Visitante, sabiendo que había fracasado. Había sido su propia falta. Ahora lo sabía. Satán no debería tener poder sobre él para apartarlo de la casa de ese modo. Era un ministro, había sido ordenado, actuaba como emisario del Señor, seguía instrucciones dictadas por un ángel... Satán no debería poder arrojarlo así de esa casa, antes de que tuviera tiempo de enterarse siquiera de lo que estaba sucediendo con él.
Se quitó el manto. La iglesia estaba muy caliente. El fuego debía de haber estado ardiendo mucho tiempo en la chimenea. O acaso fuera el bochorno de la vergüenza.
No podía ser que Satán fuera más poderoso que el Señor. La única explicación posible era que el mismo Thrower fuese demasiado débil. Que su propia fe hubiese vacilado.
Thrower se arrodilló ante el altar y pronunció el nombre del Señor.
—¡Perdonadme por mi falta de fe! —gritó—. Tuve el cuchillo en mis manos, pero Satán se interpuso y no tuve fuerzas. —Recitó una letanía de autoflagelación y repasó todos sus fracasos de la jornada, hasta que por fin cayó exhausto.
Sólo entonces, con los ojos hinchados por el llanto, con la voz ronca y débil, comprendió en qué momento su fe había sido socavada. Fue cuando estaba de pie en la habitación de Alvin, pidiendo al niño que confesara su fe, y el pequeño se mofó de los misterios de Dios. «¿Cómo puede sentarse encima de algo que no tiene dónde apoyarse?» Si bien Thrower había rechazado el argumento como resultado de la ignorancia y el mal, la pregunta había penetrado no obstante en su corazón hasta perforar la médula de su convicción. Certezas que había sostenido durante toda su vida eran ahora vulneradas por las preguntas de un niño ignorante.
—Me robó la fe —dijo Thrower—. Entré en esa habitación como hombre de Dios y salí presa de la duda.
—Realmente... —dijo a sus espaldas una voz. Una voz que conocía.
Una voz que ahora, en ese momento de fracaso, deseaba y temía. Oh, mi Visitante, mi amigo, consuélame y perdóname. Pero no dejes también de castigarme con la ira formidable de un Dios celoso.
—¿Castigarte? —le preguntó el Visitante—. ¿Cómo podría castigar a semejante espécimen glorioso de la humanidad?
—No soy glorioso —dijo Thrower con pesar.
—Bueno, para el caso, eres apenas humano —repuso el Visitante—. ¿A semejanza de quién fuiste hecho? Te envié a transmitir mi palabra a esa casa, y en cambio casi te han convertido. ¿Cómo he de llamarte ahora? ¿Hereje? ¿O sólo escéptico?
—¡Cristiano! —exclamó Thrower—. Perdóname y llámame cristiano una vez más.
—Tuviste el cuchillo en tus manos, pero lo apartaste.
—No quise hacerlo...
—Débil, débil, débil, débil, débil... —Cada vez que el Visitante repetía la palabra, la estiraba más y más, hasta que al fin cada repetición fue un canto en sí misma. Y mientras cantaba, empezó a caminar alrededor de la iglesia.
No corría: caminaba deprisa. Con más premura de la que cualquier hombre podía ser capaz—. Débil... débil... —Se movía tan rápido que Thrower debía girar constantemente para no perderlo de vista. El Visitante ya no caminaba sobre el suelo. Se deslizaba sobre las paredes, y su movimiento era suave y veloz como el de una cucaracha. Y luego, más deprisa aún, hasta convertirse en una mancha que Thrower no llegaba a enfocar con claridad por mucho que girara. Se inclinó sobre el altar, frente a los bancos vacíos, observando la carrera del Visitante una y otra vez. Y otra vez. Y otra vez.
Gradualmente, Thrower comprendió que el Visitante había mudado de forma, que se había estirado, como una bestia larga y esbelta, como una lagartija, como un lagarto, de escamas lustrosas y brillantes, más y más largo.
Finalmente, el cuerpo del Visitante se estiró tanto que cercó el recinto, como una vasta serpiente que girara con la cola entre los dientes.