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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (10 page)

BOOK: El pozo de la muerte
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Hatch cogió su maletín, saltó de la lancha antes de que se detuviera del todo y subió corriendo por el terraplén. Ahora podía oír los gritos directamente delante de él. Cuando llegó arriba, se detuvo un instante. Ante él se extendía una zona completamente cubierta por juncias y rosales silvestres que se mecían en la brisa, ocultando las mortales trampas del terreno sobre el cual crecían. El extremo sur de la isla aún no había sido cartografiado por el equipo de Thalassa.

Es suicida correr por aquí, se dijo mientras se lanzaba a campo traviesa, esquivando antiguas vigas y agujeros abiertos en el suelo.

Un minuto más tarde se encontraba entre el grupo de figuras vestidas de blanco que se apiñaban junto al borde irregular de un pozo. De la negra abertura salía olor a agua de mar y a tierra removida. Se veían varias cuerdas enrolladas alrededor de un cabrestante.

—¡Me llamo Streeter! —gritó la figura más cercana—. Soy el jefe del equipo.

Era el hombre que estaba detrás de Niedelman cuando éste les habló; un tipo delgado, de labios apretados y corte de pelo militar.

Sin decir palabra, dos hombres se acercaron a Hatch y comenzaron a ponerle un arnés.

Hatch miró dentro del pozo y su estómago se contrajo involuntariamente. Varios metros más abajo —imposible decir exactamente cuántos—, veía las luces amarillentas de las linternas eléctricas. Dos figuras atadas con cuerdas trabajaban frenéticamente sobre una viga. Debajo de ella Hatch vio horrorizado otra figura que apenas se movía. Su boca se abrió. A Hatch le pareció oír un grito de angustia sobre el rugir del agua.

—¿Qué diablos ha pasado? —gritó Hatch, cogiendo el botiquín de primeros auxilios de su maletín.

—Un hombre del equipo que investiga la antigüedad de las vigas ha caído al pozo —explicó Streeter—. Se llama Ken Field. Hemos lanzado una cuerda, pero debe de haberse enredado en una viga, y ha provocado un derrumbe. Tiene las piernas atrapadas bajo la viga, y el agua está subiendo muy rápido. Tenemos tres minutos, ni uno más.

—¡Que le pongan una escafandra! —gritó Hatch mientras le indicaba al operador del cabrestante que le bajara al pozo.

—¡No hay tiempo! —le llegó la contestación de Streeter—. Los buceadores están demasiado lejos.

—Bonita manera la suya de llevar un equipo.

—Ya le han puesto las cuerdas para subirlo —continuó Streeter después de un momento—. Corte lo que tenga que cortar para soltarlo, y nosotros lo subiremos.

¿Que corte lo que tenga que cortar?, pensó Hatch mientras lo llevaban hasta el borde del pozo.

Y un instante después estaba balanceándose en el vacío. Dentro de los confines del pozo, el rugido del agua era ensordecedor. Por un instante bajó en caída libre, y después el arnés frenó bruscamente la caída y lo dejó entre dos de los miembros del equipo de salvamento. Hatch, balanceándose en el aire, buscó un saliente donde afirmarse y luego miró hacia abajo.

El hombre yacía de espaldas, y la gruesa viga le cruzaba en diagonal el tobillo izquierdo y la rodilla derecha, aprisionándolo. Mientras Hatch miraba, el hombre gimió de dolor. Uno de los del equipo de rescate estaba quitando rocas y tierra de encima del herido, y el otro intentaba cortar la viga con una pesada hacha. Las astillas salpicaban por todas partes, y llenaban el pozo con el olor de la madera podrida. Debajo de ellos, el agua subía con una rapidez aterradora.

Hatch se dio cuenta enseguida de que no había esperanza; no podrían cortar la viga a tiempo. Miró el agua y calculó que no quedaban más de dos minutos antes de que las aguas cubrieran al trabajador, menos tiempo del que había imaginado Streeter. Repasó mentalmente sus opciones y se dio cuenta de que no tenía ninguna. No había tiempo para un analgésico o un anestésico; no había tiempo para nada. Buscó desesperadamente en su botiquín: tenía un par de escalpelos lo bastante grandes para una herida pequeña, y nada más. Los hizo a un lado y empezó a quitarse la camisa.

—¡Asegúrese de que está bien atado! —le gritó a uno de los integrantes del equipo de salvamento—. Después coja mi botiquín y vuelva a la superficie.

Se dirigió al otro hombre.

—Usted quédese para subir a Field.

Hatch rasgó su camisa en dos. Retorció luego una manga y la ató alrededor de la pierna izquierda, a unos diez centímetros por debajo de la rodilla. Con la otra manga hizo lo mismo alrededor de la parte más gruesa del muslo derecho del hombre.

Ató primero una manga y luego la otra, tirando para dejarlas tan apretadas como pudo.

—¡Deme el hacha! —le gritó al hombre que se había quedado abajo para ayudarle—. ¡Y prepárese para subirlo a la superficie!

El hombre le dio el hacha sin decir nada. Hatch se situó encima del hombre atrapado y, afirmándose, levantó el hacha.

Los ojos del hombre se abrieron en una mirada de repentina comprensión.

—¡No! —gritó—. ¡Por favor, no…!

Hatch golpeó con toda su fuerza. A medida que el hacha se hundía, Hatch tuvo por un instante la sensación de que estaba cortando el tronco de un árbol joven. Hubo un momento de resistencia, y luego cedió.

La voz del hombre enmudeció, pero sus ojos permanecieron abiertos y los tendones de su cuello destacaban, tensos. En la pierna se abrió una gran herida, y por un instante se vio el hueso. Después el agua que subía se arremolinó alrededor del corte y la sangre comenzó a correr. Malin volvió a golpear con el hacha y la pierna quedó separada del cuerpo, mientras el agua parecía hervir, teñida de rojo. El hombre echó la cabeza atrás, la boca muy abierta en un grito mudo, y los empastes de sus muelas brillaron a la luz de la linterna.

Hatch retrocedió un paso y respiró hondo varias veces. Contuvo el temblor que comenzaba a agitar sus brazos y volvió a situarse junto al muslo izquierdo del hombre. Esto iba a ser peor, mucho peor. Pero el agua ya cubría la rodilla del hombre y no había tiempo que perder.

El primer golpe cayó sobre algo más suave que la madera, con la consistencia de la goma, y resistente. El hombre, inconsciente, se desplomó hacia un lado. El segundo hachazo no cayó en el mismo lugar que el primero, y produjo una horrible herida en la rodilla. Después, el agua comenzó a arremolinarse alrededor del muslo, subiendo en dirección a la cintura del hombre. Hatch calculó dónde debía dar el siguiente hachazo, levantó el hacha sobre su cabeza y luego la dejó caer con todas sus fuerzas. Cuando la hoja penetró en el agua, Hatch sintió que esta vez había acertado, y el hueso se partió con un crujido.

—¡Súbalo! —gritó Hatch.

El hombre del equipo de rescate dio dos tirones a la cuerda, que de inmediato se tensó. Los hombros del herido se enderezaron y la cuerda lo levantó hasta colocarlo en posición de sentado, pero la gruesa viga se negaba a soltarlo. La pierna no había sido amputada por completo. La cuerda volvió a aflojarse y el hombre se desplomó hacia atrás; el agua comenzó a cubrirle las orejas, la nariz y la boca.

—¡Deme su hoz! —le gritó Hatch al otro hombre.

Cogió la afilada herramienta, respiró hondo y se sumergió. Tanteó en la oscuridad hasta encontrar la pierna derecha, localizó la herida y cercenó rápidamente con la hoz los músculos y tendones que faltaban.

—¡Trate de subirlo ahora! —gritó sacando la cabeza del agua.

La cuerda se sacudió y esta vez el hombre, inconsciente, subió a la superficie chorreando agua y sangre. Después subió el trabajador del equipo de salvamento, y un momento más tarde le tocó el turno a Hatch. En unos segundos estuvo fuera del oscuro y húmedo pozo, arrodillado sobre la hierba junto al herido. Buscó señales de vida: el hombre no respiraba, pero su corazón todavía latía. A pesar de los improvisados torniquetes, la sangre continuaba manando de los muñones.

ARC, se dijo Hatch para sus adentros, aire, respiración y circulación.

Abrió la boca del hombre y con el dedo la limpió de lodo y de vómito; luego lo puso de costado, acomodándolo en posición fetal. Vio con alivio cómo un fino hilo de agua salía de la boca del herido, junto con una breve exhalación de aire. Hatch comenzó a hacer todo lo necesario para estabilizar su situación: primero respiración boca a boca, después una pausa para ajustar el torniquete de la pierna izquierda; boca a boca de nuevo; una pausa para ajustar el otro torniquete; boca a boca otra vez, y luego a controlar el pulso.

—¡Mi maletín, necesito una hipodérmica! —le gritó a los atónitos hombres del equipo.

Uno de los hombres cogió el maletín y empezó a buscar en el interior.

—¡Échelo todo al suelo, por Dios!

El hombre obedeció y Hatch sacó del montón una jeringa y un frasco. Llenó la jeringa hipodérmica con un centímetro cúbico de epinefrina y se la inyectó al herido en el hombro. Después insistió con la respiración boca a boca. Y cuando contaba cinco, el hombre tosió y comenzó a respirar.

Streeter se acercó con un teléfono móvil en la mano.

—Hemos llamado a un helicóptero del servicio médico —dijo—. Nos esperará en el muelle de Stormhaven.

—Ni hablar —replicó Hatch, cortante.

—Pero el servicio médico… —comenzó Streeter con ceño fruncido.

—Vienen desde Portland. Y esos pilotos del servicio médico no pueden bajar una barquilla mientras están suspendidos en el aire.

—¿Pero no deberíamos llevarlo a tierra firme…?

—¿No ve que este hombre no sobrevivirá al traslado? Llame a la Guardia Costera y páseme el teléfono.

Streeter pulsó un número en la memoria del teléfono y le tendió el auricular sin decir palabra.

Hatch solicitó hablar con un enfermero, y cuando se puso al teléfono, le informó rápidamente acerca de lo sucedido.

—Tenemos aquí una doble amputación, una pierna por encima de la rodilla y la otra por debajo —dijo—. Gran pérdida de sangre, estado de shock, pulso débil a cincuenta y cinco pulsaciones por minuto, y agua en los pulmones. Aún está inconsciente. Venga en helicóptero y traiga a su mejor piloto. No hay pista de aterrizaje y tendrán que bajar una barquilla. Tráigame también una bolsa de suero salino y, si tiene, sangre universal Rh negativo. Pero lo más importante es que se dé prisa, será cuestión de subirlo al aparato y salir corriendo. —Cubrió el aparato con la mano y le preguntó a Streeter—: ¿Hay alguna posibilidad de recuperar esas piernas en el plazo de una hora?

—No lo sé —respondió Streeter con voz inexpresiva—. El agua ha anegado el pozo y lo ha vuelto más inseguro. Quizá podamos enviar un submarinista a reconocer el terreno.

Hatch meneó la cabeza y volvió al teléfono.

—Tendrán que llevar al paciente directamente al hospital Eastern Maine Medical. Avisen a urgencias para que estén preparados. Hay una posibilidad de que podamos recuperar las extremidades amputadas. Por si acaso, que tengan preparado un cirujano microvascular.

Cerró el teléfono y se lo devolvió a Streeter.

—Si puede recuperar esas piernas sin que nadie arriesgue la vida, hágalo.

Dirigió nuevamente su atención al herido. El pulso era muy débil pero regular. El hombre comenzaba a recuperar la conciencia, y se agitaba y gemía débilmente. Hatch sintió otra oleada de alivio; si hubiese continuado inconsciente, el pronóstico habría sido malo. Buscó en su maletín y le dio al hombre cinco miligramos de morfina, suficiente para amortiguar el dolor pero no para debilitar aún más el pulso. Hatch examinó lo que quedaba de las piernas. Las heridas presentaban la carne desgarrada y los huesos astillados irregularmente; el filo de un hacha no se parecía en nada a los escalpelos y las sierras del quirófano. Aún había hemorragia, especialmente en la arteria femoral de la pierna derecha. Cogió de su botiquín una aguja e hilo y comenzó a suturar las venas y las arterias.

—¿Doctor Hatch?

—¿Sí? —contestó éste, mientras cogía con unas pinzas una vena de tamaño mediano que ya había comenzado a retraerse.

—Cuando tenga un momento el capitán Neidelman quisiera hablar con usted.

Hatch asintió con la cabeza, terminó de ligar la vena, inspeccionó los torniquetes y desinfectó las heridas. Después cogió la radio.

-¿Sí?

—¿Cómo está el herido? —preguntó Neidelman.

—Si no hay problemas con el helicóptero, tiene posibilidades de sobrevivir.

—Gracias a Dios. ¿Y las piernas?

—No creo que puedan volver a injertárselas, aunque consigan recuperarlas del pozo. Y será mejor que revise las medidas de seguridad con su capataz, porque este accidente habría podido evitarse.

—Ya —dijo Neidelman.

Hatch cortó la comunicación y miró hacia el noreste, donde estaba el puesto más cercano de la Guardia Costera. Dentro de tres o cuatro minutos, como máximo, tenían que ver el helicóptero en el horizonte. Después se volvió hacia Streeter.

—Será mejor que ponga una señal luminosa. Y despeje la zona, no quiero tener que ocuparme de otro accidente. Cuando llegue el helicóptero harán falta cuatro hombres para subirlo a la camilla, ni uno más —le dijo.

—De acuerdo —respondió Streeter, apretando los labios.

Hatch advirtió que el rostro del hombre estaba anormalmente oscuro, y que le latía una vena en la sien.

Mala suerte, pensó, ya me ocuparé de arreglar nuestra relación. Además, no es él quien tendrá que vivir sin piernas el resto de su vida.

Volvió a escudriñar el horizonte. Una pequeña mancha oscura se aproximaba rápidamente. Instantes después, el monótono ruido de las hélices llenó el aire, y el helicóptero cruzó la isla, se inclinó lateralmente y luego se acercó al pequeño grupo reunido cerca del pozo. El viento producido por la hélice agitó los matorrales e hizo que los ojos de Hatch se llenaran de polvo. La puerta del compartimiento de carga se abrió y una plataforma de salvamento descendió balanceándose en el aire. Acostaron al herido, lo sujetaron con correas y avisaron a los del helicóptero para que lo subieran. Hatch les indicó mediante una señal que volvieran a lanzar la plataforma para que subiera él. Cuando todos estuvieron a bordo, el enfermero cerró la puerta y le indicó al piloto que podía partir. De inmediato el helicóptero se inclinó a la derecha y luego se alzó en el aire en dirección sudoeste.

Hatch echó una mirada alrededor. La bolsa de suero ya estaba colgada, lista para usar, y había también una máscara y una bombona de oxígeno, antibióticos, vendas, torniquetes y antisépticos.

—No teníamos sangre Rh negativo, doctor —dijo el enfermero.

—No se preocupe —contestó Hatch—, lo ha hecho muy bien. Pero vamos a ponerle una intravenosa; tenemos que aumentar el volumen de sangre de este pobre tipo.

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