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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (3 page)

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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Nebamon hizo que lo dejaran en el lindero del gran palmeral y despidió la silla de manos. Saboreaba ya aquella maravillosa noche en la que Neferet se le entregaría. Hubiera preferido una mayor espontaneidad, pero los métodos utilizados no importaban. Obtendría lo que deseaba, como de costumbre.

Los guardianes del palmeral, apoyados en el tronco de los grandes árboles, tocaban la flauta, bebían agua fresca y charlaban. El médico en jefe tomó por una gran avenida, giró a la izquierda y se dirigió hacia el antiguo pozo. El lugar era solitario y apacible.

La muchacha pareció nacer del fulgor de poniente, que enrojecía su larga túnica de lino.

Neferet cedía. Ella, tan orgullosa, la que lo había desafiado, le obedecería como una esclava. Cuando la hubiera conquistado, se sentiría unida a él, y olvidaría el pasado. Admitiría que sólo Nebamon le ofrecía la existencia en la que soñaba sin saberlo. Le gustaba demasiado la medicina para seguir refugiándose en un papel subalterno; ¿no era el más envidiable destino convertirse en la esposa del médico en jefe?

La muchacha no se movía. Él avanzó.

—¿Veré de nuevo a Pazair?

—Tenéis mi palabra.

—Haced que lo liberen, Nebamon.

—Esa es mi intención si aceptáis ser mía.

—¿Por qué tanta crueldad? Sed generoso, os lo suplico.

—¿Estáis burlándoos de mí?

—Apelo a vuestra conciencia.

—Seréis mi mujer, Neferet, porque así lo he decidido.

—Renunciad.

Él siguió avanzando y se detuvo a un metro de su presa.

—Me gusta miraros, pero exijo otros placeres.

—¿Destruirme forma parte de ellos?

—Liberaros de un amor ilusorio y de una existencia mediocre.

—Por última vez, renunciad.

—Me pertenecéis, Neferet.

Nebamon tendió la mano hacia ella. Cuando iba a tocarla, fue brutalmente echado hacia atrás y arrojado al suelo. Asustado, descubrió a su agresor: un enorme babuino con las fauces abiertas y espuma en los belfos. Engarfió su mano diestra, peluda y poderosa, en la garganta del médico mientras con la izquierda agarraba sus testículos y tiraba de ellos. Nebamon aulló.

El pie de Kem se plantó en la frente del médico en jefe. El babuino, sin aflojar la presa, se inmovilizó.

—Si os negáis a ayudarnos, mi babuino os emasculará. Yo no habré visto nada; y él no tendrá remordimientos.

—¿Qué queréis?

—La prueba de la inocencia de Pazair.

—No, yo no…

El babuino emitió un sordo gruñido. Sus dedos se apretaron.

—¡Acepto, acepto!

—Os escucho.

Nebamon jadeaba.

—Cuando examiné el cadáver de Branir, advertí que la muerte remontaba a varias horas antes, tal vez todo un día. El estado de los ojos, el aspecto de la piel, la crispación de la boca, la herida… Los signos clínicos no engañaban. Consigné mis observaciones en un papiro. No hubo flagrante delito; Pazair fue sólo un testigo. No hay cargos serios contra él.

—¿Por qué callasteis la verdad?

—Una magnífica oportunidad… Neferet estaba por fin a mi alcance.

—¿Dónde está Pazair?

—No… no lo sé.

—Claro que sí.

El babuino gruñó de nuevo. Aterrorizado, Nebamon cedió.

—Compré al jefe de policía para que no eliminara a Pazair. Era necesario mantenerlo con vida para que mi chantaje tuviera éxito. El juez está aislado, pero ignoro dónde.

—¿Conocéis al verdadero asesino?

—¡No, os juro que no!

Kem no dudó de la sinceridad de la respuesta. Cuando el babuino dirigía un interrogatorio, los sospechosos no mentían.

Neferet oró, dando gracias al alma de Branir. El maestro había protegido al discípulo.

La frugal cena del decano del porche se componía de higos y queso. A la falta de sueño se añadía la inapetencia. No soportaba ya la menor presencia y había despedido a sus criados. ¿Qué podía reprocharse, salvo el deseo de preservar Egipto del desorden? Sin embargo, su conciencia no estaba en paz. Nunca, durante toda su larga carrera, se había apartado así de la Regla.

Asqueado, apartó la escudilla de madera.

Fuera se oyeron unos gemidos. ¿Acaso, según los cuentos de los magos, no acudían los espectros a torturar las almas indignas? El decano salió.

Kem tiraba de la oreja al médico en jefe Nebamon, acompañado por el babuino.

—Nebamon desea confesar.

Al decano no le gustaba el policía nubio. Conocía su pasado de violencia, desaprobaba sus métodos y lamentaba que se hubiera enrolado en las fuerzas de seguridad.

—Nebamon no es libre de hacer lo que quiera. Su declaración no tendrá ningún valor.

—No es una declaración, es una confesión.

El médico en jefe intentó liberarse. El babuino le mordió la pantorrilla, sin clavar los colmillos.

—Tened cuidado —recomendó Kem—. Si lo irritáis, no podré contenerlo.

—¡Marchaos! —ordenó, enfurecido, el magistrado.

Kem empujó al médico hacia el decano.

—Daos prisa, Nebamon, los babuinos no son pacientes.

—Poseo un indicio en el asunto Pazair —declaró el notable con voz ronca.

—No es un indicio —rectificó Kem—; se trata de la prueba de su inocencia.

El decano palideció.

—¿Es una provocación?

—El médico en jefe es un hombre serio y respetable.

Nebamon sacó de su túnica un papiro enrollado y sellado.

—Consigné aquí mis observaciones acerca del cadáver de Branir. El… el flagrante delito es un error de apreciación. Había olvidado… transmitiros este informe.

El magistrado recibió el documento con poco entusiasmo; tuvo la sensación de tocar unas brasas.

—Nos hemos equivocado —deploró el decano del porche—. Para Pazair es demasiado tarde.

—Tal vez no —objetó Kem.

—¡Olvidáis que ha muerto!

El nubio sonrió.

—Otro error de apreciación, sin duda. Engañaron vuestra buena fe.

Con una mirada, el nubio ordenó al babuino que soltara al médico en jefe.

—¿Soy… soy libre?

—Desapareced.

Nebamon huyó cojeando. En su pantorrilla se había impreso la señal de los colmillos del mono, cuyos rojizos ojos brillaban en la noche.

—Os ofreceré un puesto tranquilo, Kem, si aceptáis olvidar tan deplorables acontecimientos.

—No sigáis interviniendo, decano del porche, de lo contrario, no sujetaré a
Matón
. Pronto será necesario decir la verdad, toda la verdad.

CAPÍTULO 5

E
n medio del paisaje de rubia arena y montañas negras y blancas, se elevó una nube de polvo. Se acercaban dos hombres a caballo. Pazair se había arrastrado hasta la sombra de un enorme bloque, desprendido de una pirámide natural. Sin agua, era imposible ir más lejos.

Si se trataba de la policía del desierto, lo devolverían al penal. Por lo que a los beduinos se refiere, actuarían según su humor del momento: o lo torturarían o lo utilizarían como esclavo. A excepción de los caravaneros, nadie se aventuraba por aquellas extensiones desiertas. En el mejor de los casos, Pazair cambiaría el penal por la esclavitud.

¡Dos beduinos vestidos con túnicas de coloreadas rayas!

Llevaban los cabellos largos y en el mentón una corta barba.

—¿Quién eres?

—Me he escapado del campo de los ladrones.

El más joven bajó del caballo y miró atentamente a Pazair.

—No pareces muy robusto.

—Tengo sed.

—El agua hay que ganársela. Levántate y combate.

—No tengo fuerzas.

El beduino sacó un puñal de su vaina.

—Si no eres capaz de luchar, morirás.

—Soy juez, no soldado.

—¡Juez! Entonces no vienes del campo de los ladrones.

—Me acusaron falsamente. Alguien quiere que desaparezca.

—El sol te ha vuelto loco.

—Si me matas, serás maldecido en el más allá. Los jueces de los infiernos te harán pedazos el alma.

—¡Me importa un bledo!

El de más edad detuvo el brazo armado.

—La magia de los egipcios es temible. Pongámoslo en pie; luego nos servirá de esclavo.

Pantera, la rubia libia de ojos claros, no se tranquilizaba. A Suti, el amante fogoso e inventivo, le había sucedido un blanduzco llorón y apagado. Enemiga irreductible de Egipto, había caído en manos del teniente de carros, héroe ya en su primera campaña de Asia. Por un repentino impulso, le había devuelto una libertad que ella no aprovechaba, pues le gustaba mucho hacer el amor con él. Cuando Suti fue expulsado del ejército, tras haber intentado estrangular al general Asher, a quien había visto asesinar a uno de sus exploradores, pero a quien el tribunal no pudo condenar por la desaparición del cadáver, el joven no había perdido su dinamismo.

Sin embargo, tras la desaparición de su amigo Pazair, se encerró en el silencio, no comía y ni siquiera la miraba.

—¿Cuándo renacerás?

—Cuando regrese Pazair.

—¡Pazair, siempre Pazair! ¿No comprendes que sus adversarios lo han eliminado?

—No estamos en Libia. Matar es un acto tan grave que condena a la aniquilación. Un criminal no resucita.

—¡Sólo hay una vida, Suti, aquí y ahora! Olvida esas pamplinas.

—¿Olvidar a un amigo?

El amor alimentaba a Pantera. Privada del cuerpo de Suti, languidecía.

Suti era un hombre de buena estatura, rostro alargado, mirada franca y directa, y con largos cabellos negros; fuerza, seducción y elegancia caracterizaban, por lo común, la menor de sus actitudes.

—Soy una mujer libre y no acepto vivir con una piedra. Si sigues inerte, me voy.

—Muy bien, vete.

Ella se arrodilló y lo tomó por la cintura.

—No sabes lo que estás diciendo.

—Si Pazair sufre, yo sufro; si está en peligro, la angustia me domina. No lograrás cambiarlo.

Pantera apartó el paño de Suti. Él no protestó. Jamás había existido un cuerpo de hombre más hermoso, más potente, más armonioso. Desde sus trece años, Pantera había tenido muchos amantes, pero ninguno de ellos la había colmado como aquel egipcio, enemigo jurado de su pueblo. Le acarició dulcemente el pecho, los hombros, rozó sus pechos, bajó hacia el ombligo. Sus dedos, ligeros y sensuales, destilaban placer.

Por fin, el hombre reaccionó. Con mano vigorosa, casi colérica, arrancó los tirantes de la corta túnica. Desnuda, cálida, se tendió junto a él.

—Sentirte, formar contigo una sola cosa… Eso me bastaría.

—A mí no.

La puso de espaldas y se tendió sobre ella. Lánguida, triunfante, recibió su deseo como un elixir de juventud, untuoso y caliente.

Fuera, alguien gritaba. Era una voz grave, imperiosa. Suti se precipitó a la ventana.

—Venid —dijo Kem—. Sé dónde está Pazair.

El decano del porche regaba el pequeño arriate de flores, a la entrada de su casa. A su edad, cada vez le era más difícil inclinarse.

—¿Puedo ayudaros?

El decano se volvió y descubrió a Suti. El antiguo teniente de carros no había perdido en absoluto su soberbia.

—¿Dónde está mi amigo Pazair?

—Ha muerto.

—Mentira.

—Se redactó un informe oficial.

—Me importa un bledo.

—La verdad os disgusta, pero nadie puede modificarla.

—La verdad es que Nebamon compró vuestra conciencia y la del jefe de policía.

El decano del porche se irguió.

—¡No, la mía no!

—Hablad entonces.

El decano vaciló. Podía hacer que detuvieran a Suti por injuria a un magistrado y violencia verbal. Pero le avergonzaba su propia conducta. Ciertamente, el juez Pazair le daba miedo: demasiado decidido, demasiado apasionado, demasiado amante de la justicia. Pero él, el viejo magistrado curtido en todas las intrigas, ¿no había traicionado la fe de su juventud? La suerte del pequeño juez lo obsesionaba. Tal vez hubiera muerto ya, incapaz de resistir la prueba de la reclusión.

—El penal de los ladrones, cerca de Khargeh —murmuró.

—Dadme una orden de misión.

—Pedís demasiado.

—Rápido, tengo prisa.

Suti abandonó su caballo en la última posta, en el lindero de la pista de los oasis. Sólo un asno sería capaz de soportar el calor, el polvo y el viento. Provisto de su arco, una cincuentena de flechas, una espada y dos puñales, Suti se sentía capaz de enfrentarse con cualquier adversario. El decano del porche le había entregado una tablilla de madera precisando que debía llevar a Menfis al juez Pazair.

A regañadientes, Kem se había quedado junto a Neferet. Cuando se hubiera recuperado de su espanto, Nebamon no permanecería inactivo. Sólo el babuino y su dueño protegerían eficazmente a la joven. El nubio, que tanto deseaba liberar al juez, admitió que debía servir de muralla.

Cuando le anunciaron la marcha de su amante, Pantera se había irritado. Si permanecía ausente más de una semana, lo engañaría con el primer recién llegado y proclamaría por todas partes su infortunio. Suti no había prometido nada, salvo regresar con su amigo.

El asno llevaba unos odres y cestos llenos de carne y pescados secos, fruta y panes que permanecerían blandos durante varios días. El hombre y el animal se concederían poco descanso, pues Suti estaba impaciente por llegar a su objetivo.

Al ver el campo, un conjunto de miserables barracas dispersas por el desierto, Suti invocó al dios Min, patrón de los exploradores y caravaneros. Aunque consideraba inaccesibles a los dioses, era mejor que uno se asegurase su ayuda en determinadas circunstancias.

Suti despertó al jefe del campo, que dormía bajo un refugio de tela. El coloso masculló.

—¿Tenéis aquí al juez Pazair?

—No conozco ese nombre.

—Ya sé que no está registrado.

—Os digo que no lo conozco.

Suti mostró la tablilla que no despertó el menor interés.

—Aquí no hay nadie que se llame Pazair. Todos son ladrones reincidentes, ninguno de ellos es juez.

—Mi misión es oficial.

—Esperad a que regresen los prisioneros, ya lo veréis.

El jefe del campo volvió a dormirse.

Suti se preguntó si el decano del porche no lo habría enviado a aquel callejón sin salida mientras hacía suprimir a Pazair en Asia. ¡Ingenuo una vez más! Entró en la cocina para aprovisionarse de agua.

El cocinero, un anciano desdentado, despertó dando un respingo:

—¿Quién eres?

—Vengo a liberar a un amigo. Por desgracia, no te pareces a Pazair.

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