Cien años de soledad (17 page)

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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #drama

BOOK: Cien años de soledad
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—¡Qué bueno! —exclamó—. Ya tenemos telégrafo en Macondo.

Su respuesta fue terminante. En tres meses esperaba establecer su cuartel general en Macondo. Si entonces no encontraba vivo al coronel Gerineldo Márquez, fusilaría sin fórmula de juicio a toda la oficialidad que tuviera prisionera en ese momento, empezando por los generales, e impartiría órdenes a sus subordinados para que procedieran en igual forma hasta el término de la guerra. Tres meses después, cuando entró victorioso a Macondo, el primer abrazo que recibió en el camino de la ciénaga fue el del coronel Gerineldo Márquez.

La casa estaba llena de niños. Úrsula había recogido a Santa Sofía de la Piedad, con la hija mayor y un par de gemelos que nacieron cinco meses después del fusilamiento de Arcadio. Contra la última voluntad del fusilado, bautizó a la niña con el nombre de Remedios. «Estoy segura que eso fue lo que Arcadio quiso decir», alegó. «No le pondremos Úrsula, porque se sufre mucho con ese nombre». A los gemelos les puso José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo. Amaranta se hizo cargo de todos. Colocó asientitos de madera en la sala, y estableció un parvulario con otros niños de familias vecinas. Cuando regresó el coronel Aureliano Buendía, entre estampidos de cohetes y repiques de campanas, un coro infantil le dio la bienvenida en la casa. Aureliano José, largo como su abuelo, vestido de oficial revolucionario, le rindió honores militares.

No todas las noticias eran buenas. Un año después de la fuga del coronel Aureliano Buendía, José Arcadio y Rebeca se fueron a vivir en la casa construida por Arcadio. Nadie se enteró de su intervención para impedir el fusilamiento. En la casa nueva, situada en el mejor rincón de la plaza, a la sombra de un almendro privilegiado con tres nidos de petirrojos, con una puerta grande para las visitas y cuatro ventanas para la luz, establecieron un hogar hospitalario. Las antiguas amigas de Rebeca, entre ellas cuatro hermanas Moscote que continuaban solteras, reanudaron las sesiones de bordado interrumpidas años antes en el corredor de las begonias. José Arcadio siguió disfrutando de las tierras usurpadas, cuyos títulos fueron reconocidos por el gobierno conservador. Todas las tardes se le veía regresar a caballo, con sus perros montunos y su escopeta de dos cañones, y un sartal de conejos colgados en la montura. Una tarde de setiembre, ante la amenaza de una tormenta, regresó a casa más temprano que de costumbre. Saludó a Rebeca en el comedor, amarró los perros en el patio, colgó los conejos en la cocina para salarlos más tarde y fue al dormitorio a cambiarse de ropa. Rebeca declaró después que cuando su marido entró al dormitorio ella se encerró en el baño y no se dio cuenta de nada. Era una versión difícil de creer, pero no había otra más verosímil, y nadie pudo concebir un motivo para que Rebeca asesinara al hombre que la había hecho feliz. Ese fue tal vez el único misterio que nunca se esclareció en Macondo. Tan pronto como José Arcadio cerró la puerta del dormitorio, el estampido de un pistoletazo retumbó en la casa. Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso directo por los andenes desparejos, descendió escalinatas y subió pretiles, pasó de largo por la Calle de los Turcos, dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una lección de aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan.

—¡Ave María Purísima! —gritó Úrsula.

Siguió el hilo de sangre en sentido contrario, y en busca de su origen atravesó el granero, pasó por el corredor de las begonias donde Aureliano José cantaba que tres y tres son seis y seis y tres son nueve, y atravesó el comedor y las salas y siguió en línea recta por la calle, y dobló luego a la derecha y después a la izquierda hasta la Calle de los Turcos, sin recordar que todavía llevaba puestos el delantal de hornear y las babuchas caseras, y salió a la plaza y se metió por la puerta de una casa donde no había estado nunca, y empujó la puerta del dormitorio y casi se ahogó con el olor a pólvora quemada, y encontró a José Arcadio tirado boca abajo en el suelo sobre las polainas que se acababa de quitar, y vio el cabo original del hilo de sangre que ya había dejado de fluir de su oído derecho. No encontraron ninguna herida en su cuerpo ni pudieron localizar el arma. Tampoco fue posible quitar el penetrante olor a pólvora del cadáver. Primero lo lavaron tres veces con jabón y estropajo, después lo frotaron con sal y vinagre, luego con ceniza y limón, y por último lo metieron en un tonel de lejía y lo dejaron reposar seis horas. Tanto lo restregaron que los arabescos del tatuaje empezaban a decolorarse. Cuando concibieron el recurso desesperado de sazonarlo con pimienta y comino y hojas de laurel y hervirlo un día entero a fuego lento, ya había empezado a descomponerse y tuvieron que enterrarlo a las volandas. Lo encerraron herméticamente en un ataúd especial de dos metros y treinta centímetros de largo y un metro y diez centímetros de ancho, reforzado por dentro con planchas de hierro y atornillado con pernos de acero, y aun así se percibía el olor en las calles por donde pasó el entierro. El padre Nicanor, con el hígado hinchado y tenso como un tambor, le echó la bendición desde la cama. Aunque en los meses siguientes reforzaron la tumba con muros superpuestos y echaron entre ellos ceniza apelmazada, aserrín y cal viva, el cementerio siguió oliendo a pólvora hasta muchos años después, cuando los ingenieros de la compañía bananera recubrieron la sepultura con una coraza de hormigón. Tan pronto como sacaron el cadáver, Rebeca cerró las puertas de su casa y se enterró en vida, cubierta con una gruesa costra de desdén que ninguna tentación terrenal consiguió romper. Salió a la calle en una ocasión, ya muy vieja, con unos zapatos color de plata antigua y un sombrero de flores minúsculas, por la época en que pasó por el pueblo el Judío Errante y provocó un calor tan intenso que los pájaros rompían las alambreras de las ventanas para morir en los dormitorios. La última vez que alguien la vio con vida fue cuando mató de un tiro certero a un ladrón que trató de forzar la puerta de su casa. Salvo Argénida, su criada y confidente, nadie volvió a tener contacto con ella desde entonces. En un tiempo se supo que escribía cartas al obispo, a quien consideraba como su primo hermano, pero nunca se dijo que hubiera recibido respuesta. El pueblo la olvidó.

A pesar de su regreso triunfal, el coronel Aureliano Buendía no se entusiasmaba con las apariencias. Las tropas del gobierno abandonaban las plazas sin resistencia, y eso suscitaba en la población liberal una ilusión de victoria que no convenía defraudar, pero los revolucionarios conocían la verdad, y más que nadie el coronel Aureliano Buendía. Aunque en ese momento mantenía más de cinco mil hombres bajo su mando y dominaba dos estados del litoral, tenía conciencia de estar acorralado contra el mar, y metido en una situación política tan confusa que cuando ordenó restaurar la torre de la iglesia desbaratada por un cañonazo del ejército, el padre Nicanor comentó en su lecho de enfermo: «Esto es un disparate: los defensores de la fe de Cristo destruyen el templo y los masones lo mandan componer». Buscando una tronera de escape pasaba horas y horas en la oficina telegráfica, conferenciando con los jefes de otras plazas, y cada vez salía con la impresión más definida de que la guerra estaba estancada. Cuando se recibían noticias de nuevos triunfos liberales se proclamaban con bandos de júbilo, pero él medía en los mapas su verdadero alcance, y comprendía que sus huestes estaban penetrando en la selva, defendiéndose de la malaria y los mosquitos, avanzando en sentido contrario al de la realidad. «Estamos perdiendo el tiempo», se quejaba ante sus oficiales. «Estaremos perdiendo el tiempo mientras los cabrones del partido estén mendigando un asiento en el congreso». En noches de vigilia, tendido bocarriba en la hamaca que colgaba en el mismo cuarto en que estuvo condenado a muerte, evocaba la imagen de los abogados vestidos de negro que abandonaban el palacio presidencial en el hielo de la madrugada con el cuello de los abrigos levantado hasta las orejas, frotándose las manos, cuchicheando, refugiándose en los cafetines lúgubres del amanecer, para especular sobre lo que quiso decir el presidente cuando dijo que sí, o lo que quiso decir cuando dijo que no, y para suponer inclusive lo que el presidente estaba pensando cuando dijo una cosa enteramente distinta, mientras él espantaba mosquitos a treinta y cinco grados de temperatura, sintiendo aproximarse el alba temible en que tendría que dar a sus hombres la orden de tirarse al mar.

Una noche de incertidumbre en que Pilar Ternera cantaba en el patio con la tropa, él pidió que le leyera el porvenir en las barajas. «Cuídate la boca», fue todo lo que sacó en claro Pilar Ternera después de extender y recoger los naipes tres veces. «No sé lo que quiere decir, pero la señal es muy clara: cuídate la boca». Dos días después alguien le dio a un ordenanza un tazón de café sin azúcar, y el ordenanza se lo pasó a otro, y éste a otro, hasta que llegó de mano en mano al despacho del coronel Aureliano Buendía. No había pedido café, pero ya que estaba ahí, el coronel se lo tomó. Tenía una carga de nuez vómica suficiente para matar un caballo. Cuando lo llevaron a su casa estaba tieso y arqueado y tenía la lengua partida entre los dientes. Úrsula se lo disputó a la muerte. Después de limpiarle el estómago con vomitivos, lo envolvió en frazadas calientes y le dio claras de huevos durante dos días, hasta que el cuerpo estragado recobró la temperatura normal. Al cuarto día estaba fuera de peligro. Contra su voluntad, presionado por Úrsula y los oficiales, permaneció en la cama una semana más. Sólo entonces supo que no habían quemado sus versos. «No me quise precipitar», le explicó Úrsula. «Aquella noche, cuando iba a prender el horno, me dije que era mejor esperar que trajeran el cadáver». En la neblina de la convalecencia, rodeado de las polvorientas muñecas de Remedios, el coronel Aureliano Buendía evocó en la lectura de sus versos los instantes decisivos de su existencia. Volvió a escribir. Durante muchas horas, al margen de los sobresaltos de una guerra sin futuro, resolvió en versos rimados sus experiencias a la orilla de la muerte. Entonces sus pensamientos se hicieron tan claros, que pudo examinarlos al derecho y al revés. Una noche le preguntó al coronel Gerineldo Márquez:

—Dime una cosa, compadre: ¿por qué estás peleando?

—Por qué ha de ser, compadre —contestó el coronel Gerineldo Márquez—: por el gran partido liberal.

—Dichoso tú que lo sabes —contestó él—. Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que estoy peleando por orgullo.

—Eso es malo —dijo el coronel Gerineldo Márquez.

Al coronel Aureliano Buendía le divirtió su alarma. «Naturalmente», dijo. «Pero en todo caso, es mejor eso que no saber por qué se pelea». Lo miró a los ojos, y agregó sonriendo:

—O que pelear como tú por algo que no significa nada para nadie.

Su orgullo le había impedido hacer contactos con los grupos armados del interior del país, mientras los dirigentes del partido no rectificaran en público su declaración de que era un bandolero. Sabía, sin embargo, que tan pronto como pusiera de lado esos escrúpulos rompería el círculo vicioso de la guerra. La convalecencia le permitió reflexionar. Entonces consiguió que Úrsula le diera el resto de la herencia enterrada y sus cuantiosos ahorros; nombró al coronel Gerineldo Márquez jefe civil y militar de Macondo, y se fue a establecer contacto con los grupos rebeldes del interior.

El coronel Gerineldo Márquez no sólo era el hombre de más confianza del coronel Aureliano Buendía, sino que Úrsula lo recibía como un miembro de la familia. Frágil, tímido, de una buena educación natural, estaba sin embargo mejor constituido para la guerra que para el gobierno. Sus asesores políticos lo enredaban con facilidad en laberintos teóricos. Pero consiguió imponer en Macondo el ambiente de paz rural con que soñaba el coronel Aureliano Buendía para morirse de viejo fabricando pescaditos de oro. Aunque vivía en casa de sus padres, almorzaba donde Úrsula dos o tres veces por semana. Inició a Aureliano José en el manejo de las armas de fuego, le dio una instrucción militar prematura y durante varios meses lo llevó a vivir al cuartel, con el consentimiento de Úrsula, para que se fuera haciendo hombre. Muchos años antes, siendo casi un niño, Gerineldo Márquez había declarado su amor a Amaranta. Ella estaba entonces tan ilusionada con su pasión solitaria por Pietro Crespi, que se rió de él. Gerineldo Márquez esperó. En cierta ocasión le envió a Amaranta un papelito desde la cárcel, pidiéndole el favor de bordar una docena de pañuelos de batista con las iniciales de su padre. Le mandó el dinero. Al cabo de una semana, Amaranta le llevó a la cárcel la docena de pañuelos bordados, junto con el dinero, y se quedaron varias horas hablando del pasado. «Cuando salga de aquí me casaré contigo», le dijo Gerineldo Márquez al despedirse. Amaranta se rió, pero siguió pensando en él mientras enseñaba a leer a los niños, y deseó revivir para él su pasión juvenil por Pietro Crespi. Los sábados, día de visita a los presos, pasaba por casa de los padres de Gerineldo Márquez y los acompañaba a la cárcel. Uno de esos sábados, Úrsula se sorprendió al verla en la cocina, esperando a que salieran los bizcochos del horno para escoger los mejores y envolverlos en una servilleta que había bordado para la ocasión.

—Cásate con él —le dijo—. Difícilmente encontrarás otro hombre como ese.

Amaranta fingió una reacción de disgusto.

—No necesito andar cazando hombres —replicó—. Le llevo estos bizcochos a Gerineldo porque me da lástima que tarde o temprano lo van a fusilar.

Lo dijo sin pensarlo, pero fue por esa época que el gobierno hizo pública la amenaza de fusilar al coronel Gerineldo Márquez si las fuerzas rebeldes no entregaban a Riohacha. Las visitas se suspendieron. Amaranta se encerró a llorar, agobiada por un sentimiento de culpa semejante al que la atormentó cuando murió Remedios, como si otra vez hubieran sido sus palabras irreflexivas las responsables de una muerte. Su madre la consoló. Le aseguró que el coronel Aureliano Buendía haría algo por impedir el fusilamiento, y prometió que ella misma se encargaría de atraer a Gerineldo Márquez, cuando terminara la guerra. Cumplió la promesa antes del término previsto. Cuando Gerineldo Márquez volvió a la casa investido de su nueva dignidad de jefe civil y militar, lo recibió como a un hijo, concibió exquisitos halagos para retenerlo, y rogó con todo el ánimo de su corazón que recordara su propósito de casarse con Amaranta. Sus súplicas parecían certeras. Los días en que iba a almorzar a la casa, el coronel Gerineldo Márquez se quedaba la tarde en el corredor de las begonias jugando damas chinas con Amaranta. Úrsula les llevaba café con leche y bizcochos y se hacía cargo de los niños para que no los molestaran. Amaranta, en realidad, se esforzaba por encender en su corazón las cenizas olvidadas de su pasión juvenil. Con una ansiedad que llegó a ser intolerable esperó los días de almuerzo, las tardes de damas chinas, y el tiempo se le iba volando en compañía de aquel guerrero de nombre nostálgico cuyos dedos temblaban imperceptiblemente al mover las fichas. Pero el día en que el coronel Gerineldo Márquez le reiteró su voluntad de casarse, ella lo rechazó.

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