Agua del limonero (34 page)

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Authors: Mamen Sánchez

BOOK: Agua del limonero
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Greta se había aprendido de memoria el plan, desde el número del muelle del puerto de Hamburgo hasta el nombre de la casa de huéspedes de Acapulco, pasando por la mentira de su origen aristocrático, la historia de la granja de Baviera donde supuestamente había pasado los últimos días de la guerra refugiada de los nazis y la pertenencia de su esposo a La Rosa Blanca, la única referencia auténtica de toda la farsa. Al desbaratarse el programa, convinieron los dos, él entre rejas y ella recién liberada de las suyas, en seguir adelante con el viaje, a pesar de tener que hacerlo por separado. El pillaje persistía en la Alemania liberada y aquella cantidad de dinero no era fácil de esconder. El pasaje no era barato y, a pesar de los contactos del polaco con el submundo del trapicheo, la sola obtención de aquellos billetes había sido toda una hazaña. Bartek pensó que si no era entonces, tal vez no encontraran luego el momento ni la ocasión de emprender el vuelo.

Se despidieron con un guiño de ojos y un apretón de manos. Greta no reconoció jamás al hombre con el que se había casado en secreto, creyéndose lady Marian en aquel claro del bosque donde se refugió con su Robin Hood de carne y hueso.

—Cuando llegué a Acapulco, ya le había olvidado. Me encaminé a la pensión siguiendo el mapa mental que me diseñó Bartek, pero sin la más remota idea de qué demonios hacía yo en aquel país de locos, sola, aferrada al bolsito gris en el que escondí la pistola y sin más esperanza que la de instalarme en aquella sucia habitación y aguardar.

—Entonces apareció Thomas Bouvier —comprendió Clara.

—Era un hombre muy mayor —recordó Greta asintiendo—. Estaba más cerca de los ochenta que de los setenta, pero poseía un porte muy distinguido, una apariencia noble, de aristócrata europeo, una voz firme y unos modos tan refinados que fue capaz de mostrarme la juventud de su alma a través de su vieja armadura de caballero. Me dijo: «Me llamo Thomas Bouvier, y no puedo ofrecerle más que mi sincera amistad. Lamento no tener treinta años menos para regalárselos todos». — Sonrió nostálgica—. Me acogió en su casa, me alimentó, me consintió, me hizo sentir bella en el más amplio sentido de la palabra. Me convirtió en la reina de Acapulco, y él fue mi trono, mi emperador. Me llamaba güera, güerita, como la gente del mercado, me regaló un tesoro de piedras preciosas y una boda de cuento de hadas.

Y fue capaz de morirse de amor.

—En la noche de bodas —recordó Clara.

—Y de darme un hijo —replicó Greta—. El regalo más espléndido que nadie me ha hecho jamás. Tiene los ojos de su padre mi hijo Tom, y la misma limpieza de corazón, la misma generosidad, la misma dulzura.

—Bárbara Rivera —comenzó Clara.

—Ya —atajó Greta—. Ella piensa que maté a mi esposo de un infarto aquella noche. —Sonrió—. Es otra manera de verlo. Yo prefiero pensar que Thomas se arriesgó, consciente de la debilidad de su corazón, y que no hubiera dejado de amarme a pesar de todo. Si ignoraba los consejos de su médico en cuanto a las comidas y el tabaco, ¿no iba a desobedecerle también en lo referente al amor? Su vida se acababa de todas formas y él sólo deseaba que un hijo suyo ocupara su lugar en este mundo. Que heredara sus bienes, el fruto de su trabajo, que contemplara el mar desde el arrecife y que escuchara el aleteo de las gaviotas, que saboreara el zumo de las naranjas más dulces, que adorara a su madre como se adora a una diosa pagana, que se enamorara de una mujer con la misma intensidad que lo hizo él y que llevara su nombre, Thomas Bouvier, como una premonición, anticipando el sufrimiento infinito de los que más capacidad tienen de amar.

—Sin embargo —dijo la periodista arrepintiéndose por adelantado de sus palabras—, Tom se enamoró de Luisa y usted jamás lo aceptó.

Greta se levantó con cierto esfuerzo del sillón y atravesó el salón en busca de una botella de tequila. Regresó al instante con dos pocillos de barro rebosantes del licor de agave. Vació el suyo de un trago. Esperó a que Clara lograra consumir el suyo a sorbitos. Tosieron las dos al tiempo. Se reclinó.

—Esto que voy a contarte no lo sabe nadie —habló por fin Greta Bouvier con los ojos enrojecidos—: Luisa se casó embarazada. Mi nieta Carolina no es sangre de mi sangre, ni de la de Thomas. ¿Cómo quieres que yo estuviera de acuerdo con aquella boda? Me negué a tratar a la chica que me robó la felicidad, a la impostora, a la ladrona… hasta que enfermó.

Clara recordó entonces las confidencias de Rosa Fe en el cementerio. La anciana le había hablado de las visitas clandestinas de Greta a su nuera enferma en aquel escondite de los Hamptons al que se retiró cuando los doctores le dijeron, moviendo la cabeza de un lado a otro, que lo suyo no tenía remedio, que de esa ruina ya no iba a levantarse. Greta le guardó a Luisa el secreto de su paradero desconocido, el de su piel marchita y el de su cuerpo vencido. Estuvo de acuerdo en evitarles la pena a Tom y a Carol.

—Y no lo saben, ni lo sabrán nunca, porque no lo entenderían —afirmó—. Puede que no me perdonaran jamás si llegaran a enterarse de que yo estuve con Luisa en su último día. Se fue llorando, pero convencida de que hacía lo correcto.

—Pero Tom y Carol sufren al pensar que Luisa murió sola —protestó Clara.

Greta dejó el pocillo sobre la mesa.

—No estuvo sola ni un minuto —concluyó.

Después, pasó página. Lo hizo de un modo singular, reclinándose de pronto sobre la mesa, de manera que su cara quedó a pocos centímetros de la de Clara.

—Cuando nos conocimos, Clara, te dije que te contaría la vida de veinte en veinte —recordó—. Que los primeros veinte años de una mujer eran fundamentales porque era entonces cuando se formaba su personalidad. Pero yo a veces pienso que mi infancia y mi juventud pertenecen a otra persona, a una chica inocente y boba que se quedó para siempre en las bucólicas colinas de Würzburg. La auténtica Greta Bouvier —continuó, nostálgica— nació en Acapulco, a la sombra del tamarindo que fue Thomas, pero amenazada siempre por la inquietante presencia de Bartek Solidej. De los cuarenta a los sesenta fui madre y suegra, y abuela, y equivocadamente traté de manejar los hilos de mis marionetas, sin comprender que el destino es siempre quien tiene la última palabra. Ahora no soy más que una mujer sabia que está más cerca del abismo cada vez. Y fíjate lo que te digo: más sabe la vieja por vieja que por sabia.

Se hizo el silencio en el salón de la mansión Bouvier. Un reloj de pared dio las siete en algún rincón de la casa vacía. Clara se levantó del suelo, se acercó a Greta y la abrazó. Todas las barreras que hasta entonces eran tan sólidas como la diferencia de edad de cuarenta y seis años, diez mil kilómetros de distancia, cien mil millones de dólares y hasta la frontera insuperable de haber compartido el cuerpo y las caricias del mismo hombre se rompieron en pedacitos en aquel momento.

Cuando se despidieron para siempre ante la puerta de la casa, les pareció escuchar de fondo el rugido del viento del arrecife y una caricia como de mano áspera que se arremolinó en su pelo cubriéndolo de nieve.

Lo que más enterneció a Clara, pensándolo bien, fue que ni entonces ni nunca Greta Bouvier mostrara la menor preocupación por saber qué pensaba hacer ella, Clara, la periodista que tenía en sus manos el poder de destruir, y el de edificar, y el de moldear a su antojo la imagen de dama por la que tanto había luchado ella, con aquella información que le había entregado en bandeja de plata. Por eso supo que todo lo que le había contado Greta era, tenía que serlo, la auténtica, dolorosa, absoluta y sincera verdad. Y que las dos coincidían, sin necesidad de promesas, ni contratos, ni cláusulas de confidencialidad, en que sólo existía un modo de escribirla.

III

Los vencejos amanecían a eso de las seis de la mañana y sobrevolaban el campanario de la iglesia mayor. Se colaban como rayos de luna por los recovecos donde las palomas construían sus nidos. Algunos se lanzaban en picado barranco abajo, desafiando el hambre de los cernícalos, y luego subían otra vez al cielo y chillaban como sólo ellos y las golondrinas saben hacerlo. Clara apagaba entonces la vela a medio consumir, se estremecía levemente con el frío de la madrugada y bajaba por las escaleras aún dormidas hasta su cuarto de niña, donde la esperaba paciente una cama de sábanas blancas abierta desde la noche anterior.

En el patio, el limonero había parido sus frutos después de meses perfumando el aire de azahares, y ahora, cuando empezaba a apretar el calor, siempre había alguien que preparaba un zumo fresco, mezclando el zumo ácido con el azúcar de caña, y que picaba el hielo hasta convertirlo en escarcha. Qué mejor desayuno que aquél al mediodía.

«¿Cómo va tu novela?», preguntaba el padre, que ahora leía a la sombra del árbol verde por haberle cedido su desván a Clara. Luego bajaban los dos a mojarse la cara en el Guadalete. Una chopera nueva, de arbolillos chicos, empezaba a crecer donde talaron la otra. La vida de vuelta. Otra vez las conversaciones profundas y el gazpacho con pan.

Las noticias llegaban tarde de la gran ciudad. A veces ni siquiera coronaban la cima del pueblo. Sin embargo, a finales de julio, Clara Cobián se topó con la edición de fin de semana de un periódico serio que abría su sección de cultura con la fotografía de Gabriel Hinestrosa disfrazado de doctor honoris causa en el campus de una universidad norteamericana. Seguía teniendo las manos grandes y la sonrisa de dandi y, bajo la toga negra y el birrete con borla, se adivinaba el nudo de una corbata elegante, un traje planchado con raya, unos zapatos de ante y hasta el perfume olvidado por Clara, pero que él continuaba utilizando en su ausencia.

Ya no sintió el vuelco del alma cuando reparó en sus ojos tristes, ni añoró la azotea del ático de Malasaña, ni sus caricias a oscuras, ni su voz de roble viejo. Hizo con el papel un cucurucho y lo utilizó para echar dentro las cáscaras húmedas de un montón de pipas de girasol que se comió en la plaza, antes de regresar al desván y a la vela.

Sí lo sintió, el vuelco, el día en que recibió una carta sellada en Nueva York, porque el sobre era grande, de buen cartón, y estaba escrito a mano, con pluma, tinta y papel secante. Carecía de remitente y, en cambio, estaba lacrado por detrás con aquella cera gruesa y la huella de un anillo que llevaba tallado el escudo Wittelsbach. Clara notó un profundo aroma a gardenias escapándose por las esquinas del tarjetón, que aparecía doblado por la mitad y que, al abrirlo de par en par, le descubrió la sorpresa más dulce y más grande y más inesperada de su vida. Thomas Bouvier Jr. y Vivían Crane la invitaban a su boda, el día treinta de agosto, en la mansión de Park Avenue donde residían desde hacía meses. El mismo día, a la misma hora, en el mismo lugar, se celebraría también el enlace de su hija Carolina con el joven artista francés Hugo Beneteau.

Había abierto aquel sobre consciente de que contenía una tentación difícil de vencer y había imaginado a Greta y a Boris enfrascados en la compleja tarea de elaborar listas y encajar gentes muy dispares en los infinitos lugares de las mesas. Probablemente habría un altar de rosas en el fondo del jardín, un pasillo largo que partiría del porche trasero, pasaría por debajo del tilo y alcanzaría, después de un glorioso desfile sobre mil pétalos, el batallón de sillas blancas adornadas de flores donde estarían ya sentados Bárbara Rivera, su hijo Ernesto, el príncipe Vladimir con su particular corte, las damas que compartían el té con pastas de Swifty's, los millonarios, políticos y artistas que conforman el elenco de extras de esta historia, las tres o cuatro amigas íntimas de Carol, los padres y la hermana del novio francés, un señor muy raro de origen marsellés y grandes narices, Rosa Fe madre y Rosa Fe hija, envueltas las dos en el mismo rebozo, y hasta Carlos y Néstor de uniforme.

Y en pie, con su eterna gardenia en el ojal y sus andares de paloma herida, reinaría la gran Greta Bouvier del pelo de plata. Quieta, muy quieta. Erguida, altanera y orgullosa, como sólo una dama de mundo sabe aguardar las tormentas. Consciente de que no hay viento, por fuerte que sea, capaz de arrancar sus raíces de la tierra.

Clara Cobián estuvo a punto de salir corriendo de vuelta a Madrid y desde allí a Manhattan, ávida de asistir a la última representación en el fabuloso escenario de la mansión Bouvier. Entonces se imaginó buceando de nuevo por las profundidades abisales de los ojos de Tom y tuvo la revelación del peligro que la acechaba en cada recodo del camino. Si regresaba al origen de la historia, podía ocurrir que un nuevo capítulo en blanco se abriera de pronto y trepara, como la hiedra fresca sobre el tronco seco, invadiendo con sus extremidades leñosas todo aquel árbol ya casi maduro. «Las historias», se dijo, «como los desengaños, requieren un planteamiento, un nudo y un desenlace, una lógica capaz de explicar los motivos y las consecuencias, sin rencores dañinos ni esperanzas vanas, pero, sobre todo, necesitan un final».

Por eso decidió que jamás volvería a la casa de la escalera larga, de la chimenea encendida y del aroma a gardenias. Sintió nostalgia de lo que jamás ocurriría entre sus paredes sabias, pero levantó la vista, por encima del balcón de sus novelas, que no era otro que aquel mirador de vértigo sobre el barranco, y contempló a sus pies la curva que dibujaba el río, las copas verdes de los chopos nuevos, los nidos de los cernícalos y los campos agostados de Andalucía perdiéndose en el horizonte como un océano amarillo cuyas olas las mecía el ir y venir del viento entre las espigas. Notó entonces un aire distinto, como de agua y sal, y supo que Acapulco se le había impregnado en la piel, lo mismo que la dulzura del limón lunero, y que permanecería entre su ropa para siempre. Luego, bajó por la calle del Viento, estrecha y blanca, y fresca y callada, con unos pasitos ligeros, de paloma joven, hasta que poco a poco fue levantando el vuelo, arriba, arriba, alrededor del campanario, por encima de los tejados y de las nubes, y vio, desde lo más alto del cielo, esa ciudad chiquita, casi un nido vacío, que un día las águilas, las nubes, los ángeles o Dios se llevarán entre sus alas.

Epílogo

No se llamaba Clara Cobián la chica que entró aquella mañana de junio en mi despacho con el borrador de una prometedora novela bajo el brazo, pero sí era andaluza de acento y de andares, sí era menuda, flacucha y desgarbada, y sí tenía pecas en la cara, flores en la falda, las rodillas huesudas y la risa fácil. «Qué nombre más bonito, Agua del limonero», le dije, pero ella no me explicó a qué venía el título y yo me quedé pensando en una canción cubana con vocación de rumba, hasta que, al levantarse, al revoleársele los volantes de aquella falda tan corta, noté un no sé qué de limones tiernos escapándosele del cuerpo y me entraron ganas de tomarme un mojito dulce a su salud.

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