Agua del limonero (32 page)

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Authors: Mamen Sánchez

BOOK: Agua del limonero
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Bartek empuñaba una pistola pequeña en la mano derecha. Con la izquierda agarraba un maletín de cuero negro. Vestía uniforme claro, dos medallas en la solapa, botones dorados, zapatos relucientes. A Greta le asombró la decisión de abrazarla, a pesar de todo, sin importarle que el blanco de su indumentaria impoluta se tiñera de rojo, probablemente para siempre jamás. Abandonó el pequeño equipaje en el suelo y se lanzó a sostenerla, como ya hiciera una vez, para evitar el desmayo, o la locura, y sólo supo repetir su nombre, «Greta, Greta», antes de decirle al aire:

—No tenías que ver esto, no tenías que verlo.

Ella se dejó caer porque la cabeza se le había escapado del cuerpo. Luego, cuando de nuevo se unió el espíritu a su carne helada, equivocó el motivo de su ira y lo lanzó contra Bartek con golpes y patadas, y gritos y arañazos, llamándolo asesino con la misma rabia que años después escucharía salir de la boca de Bárbara Rivera, borracha como una cuba, desde la rotonda de la mansión Bouvier.

—¡No me toques, salvaje, no te conozco! —balbuceaba sin poder pronunciar apenas las palabras.

Pero él la apretaba aún más fuerte contra su pecho agitado y le acariciaba el pelo sin abandonar la letanía de su nombre, «Greta, Greta», que para ella no era explicación válida ni válido consuelo.

Cuando, agotada, se rindió al fin a las caricias de Bartek y se dejó caer poco a poco sobre la alfombra, escuchó como en sueños el torpe relato de su esposo, extrañamente sereno, que se había sentado en el suelo a su lado y seguía pasándole la mano por la cabeza.

—Hace un par de horas llegué de Berlín con el permiso expreso de partirle las rodillas al canalla de Waffen. Dejé a mis hombres en la cantina. Una docena. Armados y con ganas de revancha. Y me vine solo para acá cargando con la cara del asesino en la memoria tal y como la vi aquel día en Dzików. —Bartek hablaba de frente a la pared, tratando de no volver a posar sus ojos en las manchas de sangre de las sábanas—. Soñaba cada noche con Waffen orinándose de miedo en los pantalones. Cuando lo tuviera delante, le diría: «No te juzgarán por militar, sino por violador, hijo de Satanás». —Algo parecido a una sonrisa asomó a los labios del polaco por un instante. Luego, el gesto se le agrió, la boca convertida en una línea curva—. Pero jamás imaginé el infierno que me esperaba en esta casa. Me extrañó el silencio y la quietud. Nadie en la cocina, ni en el salón, ni en el gabinete. Entonces me asomé al dormitorio de los Waffen y los vi. Muertos los cuatro, Oskar sobre Angela, en su cama de caoba, y los niños acribillados a balazos bajo las sábanas.

Greta levantó unos centímetros la cara del suelo. Se fijó en que Bartek tenía las pupilas vidriosas y supo que decía la verdad.

—Es lo mismo que en Berlín, Greta. Los nazis prefieren la muerte a la vida sin el Führer.

La ciudad en cuyo subsuelo se había suicidado Hitler se había transformado en un mausoleo. Familias enteras aparecían envenenadas en los sofás del salón. Hombres y mujeres se abrazaban sin vida con el mismo disparo atravesándoles las cuatro sienes deshechas. Granadas de mano explotaban en los comedores llevándose por delante ancianos y niños y lámparas de araña. Cuando los militares entraban a patadas en cualquiera de esas casas, los insectos ya se habían apoderado de los cuerpos despedazados. Sólo quedaba revolver en los cajones en busca de armas, joyas y dinero.

Bartek llevaba un anillo delator en el dedo corazón y un reloj de oro asomando por la manga de su chaqueta.

—¿En qué te has convertido, Bartek? ¿En una rata de vertedero? —le echó en cara Greta.

—En un superviviente, amor, lo mismo que tú.

El estruendo de la tropa de desarrapados a las órdenes del oficial Solidej se empezó a escuchar subiendo por el camino de los viñedos. Venían borrachos, cantando himnos militares, con el uniforme desabrochado, la barba de días, las botas sucias. Bartek se levantó de un salto. Agarró a su esposa por los hombros y la zarandeó.

—Toma la pistola y el dinero, Greta von Schónborn, y entiérralos en el bosque. Sal por la puerta de servicio y no mires atrás. Oigas lo que oigas, no vuelvas la cara.

Sorprendentemente, ella obedeció aquella orden sin más. Se levantó del suelo, tomó la pistola, la asesina de niños, entre sus manos blancas, cargó el maletín que contenía —lo supo años más tarde— unos veinticinco mil dólares en marcos alemanes y se lanzó escaleras abajo, tratando de hacer oídos sordos a las últimas palabras de Bartek: «Te quiero», le había dicho, como si todavía fuera posible resucitar el cadáver de aquella pareja que un día confundió el amor con la guerra.

Atravesó el bosque cubierto de bruma en tres zancadas, hasta que llegó al claro presidido por el árbol verde que tenía las raíces a la intemperie. Escarbó con sus propias manos un agujero negro y profundo en el que enterró el maletín y la asesina de niños y los cubrió después con barro y musgo, y luego los apelmazó a saltos, arriba y abajo, los pies entumecidos, el pelo enredado, la boca espumosa y los ojos torcidos.

Se tumbó de espaldas en el suelo sin importarle que el barro se apoderara lentamente de su cabello, de su ropa, de sus huesos blandos, de su cuerpo entero, y así, convertida en una momia, más muerta por dentro que viva por fuera, permaneció horas y horas paralizada, hasta que alguien —nunca preguntó quién— la encontró a punto de ahogarse con el fango, que ya se le empezaba a meter en la boca abierta.

Lo siguiente fue la celda. Las paredes desnudas y las cinchas de cuero. Una descarga eléctrica cada mañana, algo de sopa con pan mojado y la vida deteniéndose al otro lado de los barrotes de hierro.

Capítulo 14

I

El día de Navidad, la mansión Bouvier amanecía transformada en un aterrador campo de batalla. Rosa Fe se enfrentaba al desastre de la mejor manera que conocía: escoba en mano y paño húmedo, cepillo de abrillantar, aspiradora Hubbleford y fregona española, la única aportación realmente útil de la señorita Luisa a las tareas domésticas. Hacía inventario de los cubiertos de plata y de las copas de cristal de Bohemia, de las servilletas bordadas y hasta de los ceniceros. Recapacitaba: «Que alguien se lleve una cucharita por error, pos lo comprendo nomás, pero que no la devuelva después… híjole». Cuando al despuntar la mañana Greta bajaba solemne las escaleras recién barridas, con la urgencia de todos los veinticinco de diciembre —«Vamos, Rosa Fe, ayúdeme con los paquetes»—, sin un mal café en el cuerpo y las señales en el rostro de una noche más que larga, Rosa Fe ya había logrado recuperar el control sobre su territorio comanche y aguardaba somnolienta a que la casa despertara con resaca.

Entre las dos colocaban los regalos bajo el árbol, tratando de no hacer demasiado ruido, pero siempre, siempre, las delataba un golpecito, o un paso en falso, y entonces, el príncipe Boris Vladimir asomaba media cara por la puerta de su cuarto y gritaba con sorna: «¿Es que no se puede descansar en paz en esta casa?», porque sabía que no había cosa que más detestara Greta que proporcionarle el placer de quejarse con razón.

Seguían siendo buenos amigos, habían envejecido al ritmo lento de los buenos vinos y adoraban ese juego de rivalidades y vanidades compartidas que consistía básicamente en decirle al otro a la cara, sin tapujos, todo aquello que pudiera molestarle de veras. «Perra», le soltaba Boris. «Esnob», le respondía Greta con una carcajada.

Para Tom, aquel príncipe destronado era lo más parecido a un tío solterón y divertido, tan excéntrico que coleccionaba tarjetones de boda en lugar de sellos, que se presentaba sin avisar, cuando menos se le esperaba, nada más que para fiscalizar quién estaba invitado a cenar en la mesa de los Bouvier. Si el convidado le resultaba interesante por vaya usted a saber qué motivo, irrumpía en el comedor esgrimiendo alguna excusa por su tardanza inventada. Decía: «Han hecho ustedes bien comenzando sin mí. No hay peor descortesía que hacer esperar a los comensales», y se sentaba a la mesa, donde Rosa Fe, con un ataque de nervios, añadía un cubierto a toda prisa. Si, por el contrario, el invitado en cuestión le desagradaba, aunque fuera lo más mínimo, desandaba el camino hasta su dulce hogar con una sonrisa en la boca, la cual mantenía indemne hasta la mañana siguiente, cuando, teléfono en mano, se burlaba de Greta y de su mal gusto a la hora de escoger a sus amistades.

Boris Vladimir fue el único, aparte de Tom, que se fascinó con la oscuridad de los ojos de Luisa. Visitó al joven matrimonio en secreto, en su escondite de los Hamptons, y cuando nació Carol con aquellos ojos azules que no eran ni de Greta, ni de Tom, ni de la madre que la parió, la tomó en brazos el primero, sin darle la menor importancia al hecho de que una niña sietemesina pudiera pesar casi cuatro kilos al venir al mundo. «Es clavadita a ti», le aseguró a la indignada abuela. Y esta vez no

lo dijo con otra intención que la de halagarla de veras.

Todos los años, desde aquel primer invierno en el frío Manhattan, el búlgaro pasaba la mayor parte de diciembre en casa de Greta. El pretexto era sencillo: la preparación y posterior disfrute y comentario de la famosa fiesta de Nochebuena, pero la auténtica razón era más íntima: Greta y Boris compartían la soledad y la nostalgia con la misma naturalidad que otros el pan o la cama. Eran dos amantes platónicos que se necesitaban mutuamente para seguir adelante con las farsas de sus vidas y que de algún modo intuían que no existe ocasión más propicia para venirse abajo que la de la Navidad, lejos de casa. Mientras se tomaban el consomé a sorbitos ante la chimenea de la sala de estar, orquestaban aquella reunión anual de egos inmensos, decidiendo quién hablaría con quién y de qué asuntos y dónde se situaría este año la presidencia del salón y con qué pieza comenzaría el baile y qué cantidad de caviar se amontonaría en cada canapé.

—Ya estáis confabulando —les regañaba Tom al sorprenderlos tejiendo como dos hilanderas los enredos del tapiz.

—Tenemos una bellísima sorpresa para ti este año, Tommy —le decía con picardía Boris, guiñándole un ojo a Greta.

Pero esta vez, las maquinaciones de los conspiradores no se habían tenido en cuenta: Vivian Crane, aquella morena elegante y estilizada que dirigía el departamento de proyectos sociales del Museo de Arte Moderno de Nueva York, había conquistado el centro del salón de baile, con su vestido de seda y sus tacones de aguja. Tom no había tenido ojos para nadie más, ni siquiera para su pequeña Carol, la niña de sus desvelos.

—Su nieta se regresó a España en la noche —le soltó Rosa Fe a Greta de sopetón—, empacó sus cosas y le pidió a Néstor que la llevara al aeropuerto.

Otra vez el jarro de agua fría sobre la espalda.

—¿Tampoco se despidió de su padre?

—No.

—Está bien —resolvió después de pensar un poco—. Pues devuelva esas tres bolsas al armario. Este año no hay regalos. Ea.

Rosa Fe asintió.

—Y telefoneó la señorita Clara. Que viene a cenar.

Esta noticia sí desconcertó de veras a la señora Bouvier.

—¿A cenar? —repitió incrédula. Y añadió para sus adentros: «A estas niñas no hay quien las entienda».

El príncipe Boris, enfundado en una bata de terciopelo color burdeos con remates de pasamanería dorados y un pañuelo de seda alrededor del cuello, descendía en aquel instante por las escaleras cargado con un montón de paquetes de todos los tamaños y colores.

—Boris, querido, si son para Carolina, puedes ahorrarte el trabajo. Se ha ido a Madrid.

—Claro. Culpa de Tom —respondió el príncipe contrariado. Y luego, tomando a Greta por los hombros, la condujo al salón—. Lo de anoche no tiene nombre. Pobre niña.

—¿Carol?

—No. Tú, mi niña. Pobrecita tú.

Unos minutos después amaneció Thomas Bouvier Jr. con una ancha sonrisa en la cara. Había dormido vestido y con los zapatos puestos. De milagro había logrado llegar a la cama, borracho como estaba de tanto baile y tanta alegría contenida que por fin se había desparramado como champagne por el cristal de una botella. Notaba la boca algo pastosa y la garganta reseca, los pies doloridos, la cabeza aturdida. Levantó el auricular del teléfono que había sobre su mesilla y marcó un número.

—¿Buenos días? —respondió una voz de mujer al otro lado del hilo.

—Buenos días, Viv, te echo de menos.

Curiosamente, el mismo asiento que abandonó Carolina Bouvier al llegar a Madrid en un vuelo procedente de Nueva York a eso de las ocho de la mañana hora española fue el que ocupó Clara Cobián a las doce del mediodía. Carol estaba a punto de descubrir quién era en realidad. Clara lo había descubierto ya.

No llevaba más equipaje que un pequeño maletín de mano en el que había guardado la página del registro civil en la que estaba inscrita la boda de Bartek Solidej y Greta von Schónborn en la localidad alemana de Würzburg hacía cincuenta años. Con eso bastaba. La reunión que pensaba mantener con Greta Bouvier no tenía por qué extenderse más de un par de horas. Consistiría, a lo sumo, en una pequeña ceremonia de fuego: cerilla, cenicero y abrazo formal para sellar el final de la esclavitud y el comienzo de una nueva era, libres las dos de las mismas cadenas. Habría una taza de té, claro que sí, y tal vez un paseo por Central Park como colofón de toda aquella vivencia inolvidable, y hasta podría ser que entre las dos arrojaran la grabadora, las cintas y los cuadernos de notas al estanque helado. Se despedirían como lo hacen las damas de veras, sin lágrimas ni grandes aspavientos, pero conservando, eso seguro, un evocador recuerdo de la otra. Greta, cuando pensara en Clara, la inventaría asomada al Madrid de los Austrias, tramando argumentos fabulosos, y Clara, cuando se acordara de Greta, la imaginaría vestida de azul, descendiendo magnífica por los escalones de la hacienda. Y no podrían evitar que una sonrisa cómplice y secreta asomara a sus bocas cada vez que alguien les preguntara: «¿En quién piensas?».

—Buenos días, Rosa Fe, Feliz Navidad —había dejado grabado en el contestador de la mansión Bouvier—. Soy Clara Cobián. Quería avisar a la señora Greta de que mañana vuelo a Nueva York. Quisiera cenar en la casa si fuera posible. Dígale que tengo un regalo para ella y que debo entregárselo en persona. A solas.

La ceremonia de apertura de los regalos de Navidad tenía una cadencia semejante a la de una ópera. Comenzaba más bien piano e iba in crescendo hasta la apoteósica actuación de la soprano y el tenor; en este caso, Greta y Boris, en éxtasis al descubrir cada uno los presentes del otro. Tom y Carol asistían a la representación con una mueca divertida en sus rostros y Rosa Fe con lágrimas en los ojos. A media mañana hacía su entrada en escena la buena de Bárbara Rivera, aún describiendo curvas en sus andares medio ebrios de la noche anterior, cargada de paquetes que envolvía ella misma con los más aterradores papeles de regalo.

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